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Tribuna
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Necesidad de exilio

Max Aub, de cuya muerte se han cumplido 50 años, merece un homenaje, pero justicia sería leer toda la literatura de unos autores que, desde lejos, se empeñaron en aportar tantísimo a la democracia que les fue negada

Necesidad de exilio / Azahara Palomeque
Eulogia Merle
Azahara Palomeque

“La gente se acostumbró a no tener ideas acerca del pasado”, llegó a afirmar Max Aub en su desgarrador diario La gallina ciega (1971), obra donde describió, de manera incisiva, su primera visita a España tras haberse exiliado en México poco después del final de la Guerra Civil. El escritor, nacido en París de padre alemán y madre francesa, dedicó casi la totalidad de su vida a desentrañar la historia de nuestro país desde un patriotismo que, acaso por la misma circunstancia del destierro, se exacerbó hasta conducirlo al dolor que se desvenda en esas páginas. Porque Aub era español; a pesar de dominar las lenguas que hablaban sus padres, decidió aferrarse al castellano para componer su literatura, y su principal preocupación fue tal vez analizar, imaginar y desmenuzar un conflicto bélico que, hasta hoy, sigue provocando desencuentros. Retomar su figura, ahora que se acaban de cumplir 50 años de su fallecimiento en tierras mexicanas, las mismas que a tantos otros exiliados dieron acogida sin reconocer jamás la legalidad del régimen franquista, resulta perentorio.

La obra de este literato arraigado en nuestras lindes para después ser expulsado de ellas es casi inabarcable; por algo muchos comenzaron a llamarlo, no sin cierta sorna, Más Aún: pocas veces han dado nuestras letras alguien con esa capacidad de producción, incansable, tal vez por la búsqueda de un relato que otorgara sentido a ese suceso tan cruento que dio lugar a 40 años de dictadura. La memoria, prioridad absoluta del autor antes de que el término alcanzase el rango de disciplina en el campo de los estudios del Holocausto, la rememoración de los vencidos tanto vivos como muertos mucho antes de que se abrieran las primeras fosas, llenaba sus días, y no es casualidad que, quien lo conozca, lo haga especialmente por El laberinto mágico, la saga de seis novelas de la que se desprende una complejidad sobre la lid que actualmente, en el seno de nuestra cultura popular y política, se ha perdido: el carácter internacional de una contienda que conmocionó al mundo porque ahí se jugaba la lucha contra el fascismo; los encontronazos, en ocasiones sanguinarios, entre las distintas facciones de cada bando en liza (hubo, como en un juego perverso de matrioskas, varias guerras dentro de otras y no el barrizal dicotómico, ajedrez de buenos y malos, que ahora se discute); y hasta el destino de aquellos que, como él, fueron desde una España hecha trizas directos a dar con sus huesos en los campos de concentración que ya inundaban buena parte de Europa.

El pasado del que carecían tantos, parecía gritar Aub, él lo traía bajo el brazo, junto al pasaporte mexicano con el que logró entrar en una patria que, como lamentó, no recordaba nada. “Es curioso cómo eso de los veinticinco años de paz… se ha metido en el meollo de los españoles”, escribió. “No se acuerdan de la guerra…, han olvidado la represión o, por lo menos, la han aceptado”. En otras palabras, no es que el tiempo hubiese obliterado todo evento pretérito de las mentes nacionales, sino que estas habían interiorizado el relato impuesto por el aparato institucional del régimen, aquel que, bajo una pátina propagandística de “paz” recubría los asesinatos, torturas, robos y humillaciones ocurridos tras una contienda que, primero como cruzada y después como locura colectiva, condujo al ya manido discurso de la reconciliación. Es curioso comprobar que ese paradigma político, cuyas dinámicas de sumisión sin justicia ni reparaciones apuntaló Franco, en contra de un corpus literario, el del exilio, cuyos autores ni lograban perdonar lo que les habían arrebatado ni aceptaban la Nueva España nacida de sus ruinas, siga tan vigente, que lo enarbolen voces de derechas y hasta algunas de izquierdas, y se confunda con la convivencia, una necesidad democrática que, sin embargo, debería exigir, cuanto menos, el rechazo rotundo de todo orden autoritario y criminal.

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Pero Max Aub, al igual que otros intelectuales españoles forzados a abandonar su tierra, no se contentó exclusivamente con reivindicar el papel primordial de la Guerra Civil en la historia del siglo XX y, dentro de aquella, el destino de los que pertenecieron al bando abatido, en su miríada de aristas ideológicas, desde los anarquistas a los socialistas. En sus Cuentos mexicanos examinó cuidadosamente las relaciones entre los que escaparon huyendo de la cacería que ejecutaban los militares sublevados, los inmigrantes españoles que habían cruzado el Atlántico por motivos fundamentalmente económicos, y los distintos sectores de una sociedad local que, no pocas veces, contemplaba a los anteriores con suspicacias, como representantes de un colonialismo cultural insoslayable: ¡cuánto gachupín suelto!, ¿qué habrán venido a hacer aquí de nuevo los “conquistadores”? El ojo fino de Aub, impregnado por momentos de las mismas vetas paternalistas y condescendientes que el imperialismo, transmitido durante siglos y hasta después de que se perdieran las últimas colonias, nos ha inoculado, era capaz, no obstante, de advertir las contradicciones, si no de denunciarlas. Así lo dejó plasmado en el memorable Enero en Cuba (1969), unas memorias de su estancia en la isla que recrean su escepticismo hacia el proyecto unipersonal de Fidel Castro, con el que llegó a simpatizar pero a una distancia prudente, pues, a pesar de que fue denunciado como tal, Aub nunca se declaró comunista.

Escudriñar las relaciones entre España y América Latina, desde una posición vulnerable que los obligaba a cuestionar la épica nacionalista basada en las grandes hazañas de los supuestos descubridores, fue una constante en esas letras nuestras aún hoy marginalizadas. En tales luces y sombras transatlánticas indagaron María Teresa León y Francisco Ayala desde Argentina, María Zambrano desde Cuba, o un Eugenio Granell que, después de su paso por la República Dominicana, Guatemala y Puerto Rico, compuso La novela del indio tupinamba (1959), una fascinante fábula surrealista cuyo protagonista es un indígena perdido en la conflagración española a quien le resultaba imposible concebir que aquellos bárbaros se atreviesen a autodenominarse adalides de ninguna civilización. La literatura del exilio, en sus múltiples y disímiles voces, podría considerarse no sólo un compendio doloroso de hendiduras en la piel de los vencidos, sino también un extenso manual para comprender las ramificaciones de la violencia de Estado y su traducción en el reino de lo cotidiano; el daño diacrónico de nuestro país a otros pueblos, así como las corrosivas dinámicas de dominación que de ahí surgieron, como el racismo; y la relevancia de una lid que no pudo ser exclusivamente “fratricida” en cuanto que varias potencias y brigadistas internacionales estuvieron implicados, lo cual desmonta el deslavazado cainismo que sigue surgiendo en conversaciones de bar, y en el congreso. La literatura del exilio, además, nos ayudaría a abrir los ojos frente al desarraigo y las experiencias migratorias contemporáneas, nos tornaría más receptivos hacia la diferencia, quizá, hasta tolerantes, y contribuiría a que a muchos se les desprendiese esa costra de franquismo rancio y petulante ignorancia, ese olor apolillado a trastero que nadie ha limpiado en décadas. Max Aub, en la agudeza y vastedad de su obra, merece hoy un homenaje, pero justicia sería leer a todas y a todos los que, desde el otro lado, se empeñaron en aportar tantísimo a la democracia que les fue negada.

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