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tribuna
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Houellebecq: cuando lo vivido carece de sentido

El escritor francés ofrece en su última novela reflexiones muy pertinentes sobre la separación social de los viejos y su desvalorización

Michel Houllebecq, en un fotograma de 'El secuestro de Michel Houellebecq'.
Michel Houllebecq, en un fotograma de 'El secuestro de Michel Houellebecq'.

Michel Houellebecq escribe novelas extremas. No es “el nuevo Balzac” ni se acerca a la hondura de los temas que trataba, también, entre otros, el último Philip Roth: la soledad al final de la vida, la decrepitud y la muerte. Más allá de su figura mediática y sus múltiples premios, su éxito se debe a los trazos con los que pinta nuestra sociedad individualizada, descreída y ausente de instituciones sólidas que provean certeza. También porque atiende a estados como la depresión (así, en Ampliación del campo de batalla —1994— y Serotonina —2015—) sin concesiones, como en la decepcionante Yoga de Emmanuel Carrère.

Nuestra cultura tiene dos caras. La primera, dominante, es la cultura positiva que repite la necesidad de ser feliz, protagonizada por un individuo autosuficiente que cree arrostrar todo si encara la vida con una actitud optimista y un estilo de pensamiento no catastrofista y desproblematizado. Centrado en la construcción de su fortaleza, carece de empatía hacia los problemas de los demás, sobre todo los vitales: la soledad, la enfermedad y la muerte. Hace años, Adam Hochschild advertía sobre la externalización de la intimidad y la existencia de empresas que visitan a los ancianos en las residencias, asisten a los entierros y hasta cobran por ofrecer un “amistad a tanto la hora”, dependiendo del tema a tratar. Son amigos remunerados en una sociedad de solitarios —menos en Estados Unidos que idolatra a la familia—, la comunidad está siendo sustituida por el mercado.

La otra cara de nuestra cultura, minoritaria, reconoce los problemas arriba mencionados e insoslayables. El cine contemporáneo dio muestra de ello con la descripción de la finitud sin ambages de la agonía y la muerte en Amor, de Michael Haneke. Alejada de su radicalismo, proliferan las películas que muestran el alzhéimer, el párkinson o el cáncer, eso sí, atemperados por una compañía familiar o conyugal y el mensaje de que “la vida sigue”. Es el nuevo realismo del extremo, que sustituye al realismo social de hace décadas, poblado por inmigrantes, parados y otras identidades grupales. En literatura, a ese realismo pertenece la obra de Houellebecq.

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En los últimos años, el autor ha triunfado plenamente y se ha casado. Quizá por eso, el protagonista de Aniquilación tenga una pareja, aunque estancada por la monotonía y la falta de sexualidad. Lo más reseñable de la novela no son los trazos de la vida política francesa ni el ataque a un barco de migrantes, atrezzo de lo que importa, la enfermedad y la muerte. La familia y el matrimonio, “polos residuales” de las instituciones que proveen de sentido y certeza a la vida, estaban ausentes en su obra anterior, protagonizada por cuadros de empresa solos y sin vida sexual ni familiar. La novela comienza con el infarto cerebral de su padre, que reúne a la familia. El matrimonio del hermano es desgraciado, muestra de la estrategia de la flotación (Zygmunt Bauman) y ausente de compromisos morales, y termina con un suicidio que es una muestra de la desesperación a la que lleva la indiferencia.

El ictus en la novela enlaza con reflexiones muy pertinentes sobre la separación social de los viejos y su desvalorización. Nuestra cultura individualizada y presentista no reconoce ya la trayectoria vital, la carrera, la obra: “Todo lo que hemos llegado a cumplir, nuestras realizaciones, nuestras obras, nada tiene el menor valor a los ojos del mundo”. Por tanto, lo vivido carece de sentido. Se llega así al nihilismo total porque nada realizado tiene peso en una sociedad que valora más a un bebé o a un joven, seres sin hacer o meras promesas de realización, que a un anciano. Es la corrosión del carácter (Richard Sennett), propio de la modernidad sólida, y el alza de la identidad, flexible e inacabable, propia de la modernidad líquida. Con los viejos, cae también la visibilidad de la enfermedad y la agonía, los rituales de muerte, el duelo, el dolor.

Tras muchas páginas, Aniquilación remonta y apasiona con el afrontamiento de la muerte. Frente a su espléndida El mapa y el territorio (2010), el suicidio asistido es sustituido por la aceptación de aquella. A través del matrimonio y el amor, más importantes ahora que el sexo. Este sólo se reanuda a través de la empatía, no es un motor vital como en su obra anterior ni tampoco un sistema de distinción que separaba a los que tienen vida sexual de los que no, nuevos apestados. El bien social apreciado es la compañía. El amor confluyente da paso al de la modernidad sólida, hecho de tiempo y compromiso.

Houellebecq gusta porque escribe libros durísimos, pero de fácil lectura. Hace guiños culturales y encara sin paliativos un Occidente decadente. Late en este libro una esperanza amarga que reside en el apoyo incondicional de la pareja. Lo demás es hostil, brutal y breve. Una sociedad vacía, una interacción sin futuro, instituciones decadentes. Un nihilismo estoizante es lo que ahora ofrece Houellebecq. El retrato de una cultura que nos deja solos.

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