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Columna
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La paz fría

El Supremo y las sórdidas sesiones del Congreso muestran con claridad cómo una franja muy importante de uno de los partidos que se turnan en el poder en Estados Unidos no es democrática ni por asomo

La paz fría / Máriam Martínez Bascuñán
Del Hambre
Máriam Martínez-Bascuñán

Las heridas escuecen si les echamos sal, y se agravan. Cuando el racismo y otros abusos salidos del mismo patrón de desprecio supremacista se entrelazan con un ecosistema mediático e institucional programado para azuzar el odio y la polarización, el resultado es un cóctel explosivo, el perfecto aderezo de una cultura nacional enferma y en serio declive democrático. Hablo, claro, de the land of the free en una semana movidita. Cassidy Hutchinson, exasesora de la Casa Blanca, es la cara de una nueva sacudida. Con valentía, tras recibir mensajes intimidatorios para hacer “lo correcto”, en sus declaraciones ante el Congreso dejó de nuevo en evidencia (y van…) a los principales líderes del Partido Republicano, que siguen guardando silencio y, es de suponer, contando monedas. No hay muchas dudas: el exinquilino de la Casa Blanca fue el conductor de un intento de golpe de Estado sin precedentes en EE UU, en un asalto al Capitolio que fue una operación orquestada para impedir la certificación de la victoria de Biden. A la vez, tras dos fallos históricos sobre aborto y armas, la Corte Suprema se pronunciaba esta semana sobre la regulación climática ungida en la cruz y la bandera, insistiendo en su particular suicidio institucional.

Y es que mientras Biden pasea los ideales del mundo libre por El Prado, la democracia estadounidense corre acelerada hacia el colapso. El Supremo y las sórdidas sesiones del Congreso muestran con claridad cómo una franja muy importante de uno de los partidos que se turnan en el poder en EE UU no es democrática ni por asomo, y eso implica que la primera potencia mundial podría ver morir su democracia. Antony Beevor advierte hoy en EL PAÍS sobre los riesgos de la insistencia en la polarización, no solo entre izquierda y derecha, sino entre autocracia y democracia. A su juicio, es la dinámica que se desató con la Primera Guerra Mundial, y por eso es difícil entender por qué Biden, que vive esa radical división en su propio país, insistiese en la cumbre de la OTAN en una visión que adoptamos acríticamente muchos analistas y columnistas al hablar de Ucrania y narrar el duelo épico entre democracias y autocracias. La realidad es peor, y gris: Erdogan, con su sociedad amordazada y un poder judicial a sus órdenes, es un aliado.

El esfuerzo de Biden para incluir a China como un desafío estratégico es evidente, y plantea dudas sobre si es o no un incremento innecesario de la escalada polarizadora, un empuje hacia la fragmentación del orden internacional, precipitando otros conflictos que, a priori, se dice querer evitar. Pero el mundo es mucho más complejo que cualquier división maniquea, y son las democracias, precisamente, las que han de trabajar para lograr al menos lo que Michael Doyle llama una “paz fría”: fomentar espacios de cooperación y compromisos que, aunque difíciles, busquen un mundo más estable y seguro. La alternativa ya la conocemos.

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