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Tribuna
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La gira china de Michelle Bachelet

La única vía para que gobiernos progresistas avancen hacia una resolución del Consejo de Derechos Humanos que permita investigar posibles crímenes de lesa humanidad del régimen de Pekín es romper con la lectura geopolítica actual

Michelle Bachelet Xi Xinping
La alta comisionada para los Derechos Humanos de la ONU, Michelle Bachelet, y el presidente chino, Xi Xinping, durante su reunión telemática del miércoles.AFP

La banalidad del mal. Es esa la primera reacción a otra ola más de documentos filtrados de la región de Xinjiang que revelan el uso de fuerza letal en los “campos de reeducación” de uigures y la connivencia de los más altos dirigentes chinos. Esta noticia no llega en el mejor momento para la alta comisionada para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, la principal representante de la ONU mandatada para responder y prevenir violaciones de derechos humanos en el mundo, que acaba de visitar China. Desde que tomó el mando del más relevante órgano de derechos humanos en septiembre de 2018, la exdirigente chilena ha adoptado una posición fuertemente criticada ante la crisis de derechos humanos que atraviesa la China de Xi Jinping.

Desde que solicitó acceso irrestricto al país tras las revelaciones, en septiembre de 2018, del comité de la ONU sobre la discriminación racial sobre la detención arbitraria de más de un millón de uigures, Michelle Bachelet se ha abstenido de hacer fuertes críticas para no comprometer las negociaciones con el Gobierno para una visita. Durante tres años, no hizo ninguna referencia al Tíbet y manifestó brevemente preocupaciones, en un lenguaje cauteloso, sobre la represión de Pekín en Xinjiang, Hong Kong y contra activistas en todo el país, en contraste con posiciones más francas que sostuvo ante el racismo sistémico en Estados Unidos o las crisis en Etiopía, Myanmar y Ucrania. La ausencia de una diplomacia pública ambiciosa ha alimentado un clima de impunidad, a pesar de la existencia de un conjunto de pruebas cada vez mayor de posibles crímenes de lesa humanidad, documentados por ONG internacionales, expertos y comités de la ONU.

La visita de una alta comisionada a un determinado país ante graves alegaciones es una práctica relativamente común: lo que inquieta es su estrategia incoherente con China. El pasado septiembre, Bachelet informó a la comunidad internacional de que publicaría un informe sobre las graves violaciones de los derechos humanos en Xinjiang, ante la ausencia de cualquier progreso con respecto a una eventual visita al país. Hasta la fecha, dicho informe no ha visto la luz, con un silencio que se mantuvo hasta marzo, cuando Bachelet sorprendió a la comunidad internacional con el anuncio de una visita a China en mayo.

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Si bien Bachelet tiene ante sí un desafío de considerable tamaño, en un contexto geopolítico altamente polarizado, nada apunta hasta la fecha una voluntad política de promover un monitoreo más detallado de la situación en el país. Ella misma anunció que su visita no era una investigación, sino una oportunidad para dialogar con las autoridades, en línea con la posición consistente de Pekín de solo autorizar una “visita amigable”.

Más allá del contexto, son varios los precedentes preocupantes sobre la remota posibilidad de que Bachelet se encontrase con víctimas y activistas de forma confidencial y segura. En 2016, el entonces experto de la ONU sobre pobreza y derechos humanos, Philip Alston, hizo al Consejo de Derechos Humanos un recuento detallado de todas las restricciones que le impusieron las autoridades en su visita a China. Indicó que había sido seguido regularmente por policías no uniformados, mientras que las autoridades le solicitaron el detalle de todas sus reuniones con la sociedad civil y le advirtieron de que no se encontrara con individuos “sensibles”.

China también figura entre los cinco países con problemas serios de detención de personas, víctimas de represalias por cooperar con Naciones Unidas, según un informe anual del secretario general. El abogado de derechos humanos Jiang Tianyong estuvo desaparecido y detenido durante tres años tras reunirse con Alston en los locales de la ONU en Pekín: hasta hoy, vive bajo vigilancia constante y no puede salir del país. Con ello, la opacidad que Bachelet y su equipo han mantenido sobre las condiciones de su visita, marcada por las restricciones de la política china de covid cero, no permitían augurar ningún posible intercambio confidencial con víctimas o activistas.

La alta comisionada para los Derechos Humanos debe representar de forma imparcial los intereses superiores de los derechos humanos en el mundo, más allá de las dinámicas geopolíticas. Pero Michelle Bachelet también es una figura de la izquierda latinoamericana, una familia política a la que aún le cuesta romper con viejos aliados hoy autocráticos. Los países de la región carecen todavía de una visión estratégica que les permita manejar la relación compleja con Pekín, con la que los lazos comerciales se estrechan, mientras las visiones sobre el sistema internacional y de los derechos humanos se distancian. La influencia de China en la región es creciente. En el mismo Consejo de Derechos Humanos, si bien la mayoría de los países latinoamericanos intentan mantener lo que perciben como un equilibrio entre Occidente y China, países como Colombia, Ecuador o República Dominicana han hecho declaraciones favorables a los “esfuerzos” de Pekín en la promoción de los derechos humanos, en pleno periodo de “diplomacia de la vacuna”.

China representa posiblemente el mayor desafío a la resiliencia del sistema internacional de derechos humanos y a la independencia de la alta comisionada. Lo que está en riesgo con la visita de Bachelet no es solamente la respuesta a una situación nacional crítica, sino la confianza en la capacidad de las Naciones Unidas, a través de su alta comisionada, de responder de forma convincente a una crisis de derechos humanos en una gran potencia miembro permanente del Consejo de Seguridad. No hacerlo, confortará los autócratas de hoy y mañana, sean Brasil, India, Estados Unidos o Filipinas.

La única vía para que gobiernos progresistas puedan avanzar hacia una resolución del Consejo de Derechos Humanos que permita investigar posibles crímenes de lesa humanidad cometidos en China es que el debate rompa con la lectura geopolítica actual y se enfoque en consideraciones objetivas de derechos humanos y en la voz de los millones de víctimas. Las claves para ello están en las manos de la alta comisionada: una diplomacia pública contundente, una evaluación detallada tras su visita de la situación en Tíbet, Xinjiang, Hong Kong y China continental y la publicación de su informe sobre Xinjiang. ¿Estará Bachelet a la altura?

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