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tribuna
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La destrucción de la libertad

Se está produciendo un retroceso hacia formas de poder totalitarias. La amenaza es inminente en Francia. Puede serlo aquí con Vox

Un manifestante ondea una bandera francesa durante un acto electoral de la campaña presidencial.
Un manifestante ondea una bandera francesa durante un acto electoral de la campaña presidencial.Mohammed Badra (EFE)
Antonio Elorza

Colaborando en una televisión de los ayatolás en España, Pablo Iglesias presentó un día la guillotina como símbolo fundacional de la democracia. Exagerado y erróneo. Más bien convendría asociar ese protagonismo al ocaso de las expectativas nacidas en 1789, ya que la Revolución Francesa había llegado para dar cumplimiento a las promesas humanistas de las luces, y Robespierre no encaja con Beccaria. El antecedente inmediato, la Revolución norteamericana, instauró la libertad política, pero manteniendo la divisoria entre hombres libres y no libres (esclavos), cuya herencia aún gravita sobre esa sociedad. La Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano venía en cambio a fijar para siempre las exigencias de la libertad y de la igualdad. Ocurrió, sin embargo, que la libertad constitucional de 1791 cedió pronto paso al terror.

Como sucedería en la Revolución rusa, cuando la cheka hizo añorar a la ochrana zarista, la guillotina eclipsó en represión a las bastillas del Antiguo Régimen. Los jacobinos incluso hicieron un ensayo genocida en el “populicidio” de la Vendée. Luego, Napoleón logró la estabilización del orden posrevolucionario, aunque lo hizo desde supuestos autoritarios, mediante un sistema de vigilancia universal (la policía de Fouché). Y siempre en guerra. En este aspecto, su prioridad otorgada a la destrucción del enemigo, desencadenó los horrores propios de una barbarie organizada. Pudo verse, y Goya lo consignó, en nuestra Guerra de Independencia. “Acabad con la canalla de Madrid”, ordenaba Napoleón a Murat en vísperas del Dos de Mayo. El estandarte de la libertad política, alzado en 1789, y repuesto aquí en 1808 y 1812, mantuvo su vigencia, pero sobre un campo de ruinas.

El dramatismo de la era napoleónica cedió paso a una sucesión de oscilaciones pendulares. Regímenes reaccionarios y conservadores del XIX sostuvieron una permanente tensión frente a estallidos insurreccionales, hechos posibles por un equilibrio de recursos propicio para las revoluciones urbanas. Solo quebraría a favor del Estado en el último tercio de siglo, por la centralización de las comunicaciones y el nuevo armamento. Equilibrio también en el escalonamiento de grandes batallas puntuales que no buscaban aniquilar al adversario.

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Todo será distinto con la Gran Guerra de 1914, donde las armas, de creciente eficacia, generan un nuevo tipo de contienda. La nación se afirma como organismo cohesionado que busca eliminar, y no solo vencer, en una orgía de muerte, las “tempestades de acero” exaltadas por Ernst Jünger. Nace la “guerra total”.

De ella emergen los totalitarismos. Lenin aplicará su lógica, transfiriéndola a la “generalización de la violencia revolucionaria”, para asegurar la dictadura comunista. Llega la eliminación física de las clases dominantes por medio del terror. En la posguerra italiana, a pesar de su radical oposición al bolchevismo, Mussolini se convierte en discípulo de Lenin: “Nada de crisis de la autoridad estatal en Rusia: sino un Estado superestado, un Estado que absorbe y aplasta al individuo y regula toda la vida. El Estado ruso es el Estado por excelencia”. La acción del Estado, en todas sus dimensiones, adquiría un propósito fundamental: hacia el interior de la sociedad, eliminar el pluralismo, también cualquier respeto a los derechos individuales; hacia el exterior, culminar la vocación imperialista de la Gran Guerra. La movilización de masas completaba el diseño, que con la incorporación y el protagonismo de la Alemania nazi conduce a 1939.

En 1945 renace la esperanza de 1789, rápidamente agostada. Raphael Lemkin no logra ver plenamente reconocido el delito de genocidio, olvidado en Nüremberg. Los vencedores se fracturan en dos bloques. El estalinismo se consolida, amplía su dominación en Europa y en China con Mao. Y al otro lado del telón, el “mundo libre” viola una y otra vez su aireada defensa de la democracia. La única ventaja, apreciable ahora, fue que por efecto del riesgo nuclear tuvo lugar durante casi medio siglo una congelación de los enfrentamientos bélicos frontales entre las grandes potencias, y paradójicamente los valores democráticos, en su contenido, cobraron vigencia frente a las dictaduras comunistas, y también frente a su falseamiento en el mundo capitalista.

Al caer el imperio soviético entre 1989 y 1991, resurge la ilusión de un predominio de la paz y de los derechos humanos; a escala mundial y bajo el signo de la triunfante democracia liberal. El fracaso también regresó. En vez del “fin de la historia”, Francis Fukuyama pasó a explicar “el fin de la hegemonía americana”. La cuesta abajo desemboca en la desnaturalización radical de la democracia por Donald Trump.

No se ha tratado solo de una frustración, sino del retroceso a formas de poder totalitarias. Aparece como novedad la destrucción del hombre practicada por el yihadismo, culminada en el llamado Estado Islámico, sucesor de Al Qaeda. La revolución en las comunicaciones hizo posible un terrorismo a escala mundial, reclutado entre la comunidad de los creyentes. Los límites de la sharía resultan drásticamente vulnerados al poner en práctica la esclavización de la mujer y el aniquilamiento de “herejes” y “gentes del libro”. Nos encontramos ante un riguroso y criminal totalismo o totalitarismo horizontal, vigente también, según una fórmula más compleja, en Irán.

Paralelamente, tuvo lugar el ascenso de los imperios ruso y chino, en cuanto alternativas a la hegemonía estadounidense, renegando además de los valores asociados a los derechos humanos. Aquí entra en juego la carga autoritaria procedente de tradiciones nacionales, observable ya antes en la Alemania hitleriana.

Así la concepción originaria del poder en la Rusia zarista, no como Estado, sino como gosudarstvo: dominación ilimitada que relegaba al súbdito a una permanente culpabilidad potencial, sin derecho alguno. El zar, o sus servidores, eran omnipotentes. Cobró forma un dualismo radical entre los sujetos activo y pasivo del poder, reforzado por la religión ortodoxa y por el nacionalismo eslavófilo. Se perpetuó bajo el comunismo estaliniano y ahora Putin lo lleva al extremo. Actúa criminalmente, tanto contra disidentes (Navalni) como frente a los obstáculos exteriores de la gran Rusia: Ucrania, Europa.

En cuanto a China, la fusión entre la dictadura comunista y un floreciente capitalismo de Estado permite hacer realidad el sueño de una sociedad que vive en “la gran paz”, gracias a un sistema digital de control que no deja grietas de cara a la integración subordinada del individuo. Vuelve el principio clásico de sumisión absoluta. Es un orden que además pretende una superioridad moral sobre el mundo exterior. El mito imperial y el recuerdo doloroso de la dominación occidental, legitiman la actitud agresiva, contra la disidencia a partir de Tiananmen y el exterior (Hong Kong, Taiwán). Desde el Imperio clásico a Xi Jinping, pasando por Mao, un hilo rojo vincula el rechazo de los valores occidentales con una organización del poder en cuyo seno, como en la Rusia de Putin, ahora su “eterna aliada”, la autonomía individual resulta aplastada. La “Europa balneario” de que hablaba Javier Pradera, tiene el peligro de serlo.

También por erosión interna. Actúan dos procesos convergentes, la desagregación de las formas económicas y sociales que auparon el Estado de bienestar, y el bien ganado deterioro de la democracia. La sociedad líquida de Zygmunt Bauman propicia el populismo, de izquierda y sobre todo de derecha, convertido en variante del “fascismo eterno” diagnosticado por Umberto Eco. La amenaza es inminente en Francia. Puede serlo aquí con Vox. La esclerosis de los partidos tradicionales no les perdona, ni perdona a la democracia.

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