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Maternidad
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Dieciséis semanas viviendo con el miedo a que llegara el fin del permiso de maternidad

Volver al trabajo remunerado cuatro meses después del nacimiento del bebé es para muchas mujeres una nube gris que las persigue y que produce angustia, miedo y ansiedad

Diana Oliver junto a sus dos hijos.
Diana Oliver junto a sus dos hijos.

Mi primera hija nació en 2013. Yo tenía 32 años, un empleo mileurista y un alquiler inflado en un edificio adquirido por un fondo buitre. Supongo que una situación similar a la de muchas mujeres, especialmente en ciudades grandes como Madrid o Barcelona, y que a mí me gusta mirar con las gafas de los privilegios precarios. Lo que no imaginaba entonces era cómo mi mundo conocido se acabaría derritiendo como un helado al pleno sol de agosto hasta convertirse en un charco pegajoso. Y es que desde el momento en el que nos lloramos la una a la otra, aquel 8 de octubre, en una sala de partos mi obsesión fue la vuelta a un trabajo que pagaba a duras penas las facturas, pero que, a cambio, también me robaba la vida a sorbos. ¿Cómo iba a separarme de mi bebé de tan solo 16 semanas?

Hicimos todas las cuentas posibles, pero ni excedencia ni reducciones de jornada, allí no cabía nada que no fuera seguir produciendo ocho horas al día. Me convencía a mí misma de que con cuatro meses mi hija ya estaría más hechita, que ya no me necesitaría tanto, que ya no la necesitaría tanto. Ahora veo que vivir con ese miedo a que llegara el fin del permiso de maternidad no me permitió siquiera disfrutar de aquellas semanas de olor a leche y piel. Y, como si hubiera encontrado una lámpara de los deseos, resultó que el mismo día que me debía reincorporar me fui de la empresa con un ERE que me permitió ganar un poco más de tiempo.

Volver al trabajo remunerado después del permiso de maternidad es para muchas mujeres una nube gris que las persigue y que produce angustia, miedo, ansiedad. Más allá de las carreras profesionales o de los empleos vocacionales, hay personas para las que su puesto es un mero trámite que les permite la supervivencia. Una lectora de este periódico, Laura Ciz, lo decía en una carta a la directora el pasado 4 de septiembre: “En unos días me incorporo al trabajo tras mi baja de maternidad. No porque quiera, sino porque, después de las 16 semanas y de dos meses de excedencia, tengo que volver para pagar las facturas”. En ese volver al trabajo para pagar las facturas cabe toda la pena de quienes no estamos preparadas para dejar a nuestro bebé porque sentimos que es demasiado pronto.

Es curioso cómo hemos pasado de estar obligadas a cuidar por imperativo, por ser mujeres, a no poder hacerlo, pese a que sea nuestro deseo. ¿Quién puede permitirse el privilegio del cuidado? La solución es siempre la misma: externalizar el cuidado. Las reducciones de jornada, los cambios laborales y las excedencias para quienes puedan costearlas.

Diana Oliver embarazada de su hija Mara.
Diana Oliver embarazada de su hija Mara.

Eso que llamamos avance es hoy un saco roto por el que se nos van cayendo nuestros derechos. Por ejemplo, para las mujeres que desean amamantar, hacerlo en exclusiva los seis primeros meses se convierte en un auténtico reto. Hemos normalizado la lactancia en diferido sin dar siquiera espacios ni recursos a las madres que solo encuentran esta vía para mantenerla. A nadie parece importarle cómo mantener un recurso tan valioso como la lactancia directa, el piel con piel, la presencia. Poco se piensa también en la pérdida que supone para el bebé: si bien ha pasado nueve meses en el útero materno, después de esas 16 semanas tampoco dispondrá del cuerpo materno para continuar la exterogestación —que son los nueve meses después del parto tras los que sigue su desarrollo neurológico y físico—.

La actriz y escritora noruega Linn Ullmann ponía palabras a este fenómeno en Chica, 1983: “Cuando nace un bebé, ocurren muchas cosas. La más importante, y no solemos tenerla presente, es que durante su primera hora de vida el bebé, de cero meses, cero días y cero horas de edad, establece una relación nueva e independiente con la gravedad. Lleva nueve meses flotando. A partir de ahora ya no flotará más. Eso conlleva un enorme trabajo”. Pero más allá de lo biológico y lo cultural —es imposible separar lo uno de lo otro—, para muchas mujeres hay un deseo de estar presentes, de parar, de explorar un nuevo lugar, pero que el sistema se encarga de pisotear.

En su columna opinión en este periódico del pasado 2 de septiembre, titulada La vida debe estar en otra parte, Ana Iris Simón lamentaba lo poco que hablamos de las historias cotidianas, de quienes se enfrentan a la duda de qué sentido tiene ser madre para pasar con tu bebé solo tres horas al día. O quienes tienen un salario en blanco, pero por cuatro duros. “Los miércoles, a las siete y pico de la tarde, la línea C3 de Cercanías de Madrid está llena de gente pensando que la vida debe estar en otra parte”, escribía. Quizás eso es lo que opinan muchas mujeres cuando después de atravesar un embarazo y un parto y, diría que, en pleno posparto, se encuentran con la crueldad del calendario. Que a las 16 semanas la vida está, sin duda, en otra parte.

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