Luis López Murria, pedagogo: “Los límites tienen mala fama, pero son una forma de cuidado”
En las páginas de ‘Educar en llamas’, el experto vuelca toda su experiencia con los alumnos más complejos del sistema educativo y ofrece consejos para madres, padres y profesores a la hora de hacer frente a los conflictos que inevitablemente acompañan a todo proceso de educación y crianza
Tras una adolescencia con la etiqueta del graciosillo de la clase, varios cursos suspendidos y un título de formación profesional en Imagen y Sonido, Luis López Murria (Valencia, 41 años) decidió empezar con 26 años la carrera de Pedagogía. Terminada la formación, deambuló durante varios años de instituto en instituto, haciendo sustituciones, hasta que por pura casualidad terminó como docente en la Unidad Terapéutica de Salud Mental Infantil y Juvenil Acompanya’m, del Hospital Sant Joan de Déu de Barcelona. Este es un centro terapéutico y educativo residencial para menores de 18 años que presentan trastornos mentales de elevada complejidad asociados a vulnerabilidad clínica, familiar y/o social.
“Estamos en la cúspide de la pirámide de las historias duras, dramáticas e injustas”, escribe López Murria en las páginas de Educar en llamas (Temas de hoy, 2024), un manual ilustrado por Nando Vivas en el que el pedagogo valenciano vuelca su experiencia con los alumnos más complejos del sistema educativo y ofrece consejos para madres, padres y profesores a la hora de hacer frente a los conflictos que inevitablemente acompañan a todo proceso de educación y crianza.
PREGUNTA. ¿Se acostumbra uno a lidiar con estas historias?
RESPUESTA. Al final aprendes a normalizarlas, porque, sobre todo al principio, muchas veces son historias que no creerías y que pasan cerca de ti. Las típicas cosas que lees en el periódico o ves en la tele con asombro, pero que sientes ajenas y que, sin embargo, pasan en tu barrio, al lado de tu casa.
P. ¿Cómo se prepara día a día para hacer frente a estas situaciones? En el libro cuenta que estuvo a punto de dimitir del puesto tras la primera semana de trabajo.
R. Es algo que me preguntan mucho desde los colegios, así como madres y padres, y la respuesta parece una tontería, pero realmente lo que mejor funciona es la paciencia. Estos chavales con problemas de conducta lo que más te dañan a veces es el ego al no ser capaz de gestionar un aula porque hay un chaval que se mete contigo o una chica con un comportamiento disruptivo. Eso te hace sentir débil y vulnerable a nivel personal y profesional. Muchas veces lo primero que te sale cuando te dañan el ego es enfadarte o vengarte, ponerle un examen, echarle de clase, pero nosotros en el centro funcionamos sin expulsiones, y es algo que alucina a los chavales. Que la líen y no los expulses del aula para ellos es algo nuevo, porque están habituados a eso. Y luego también es fundamental la flexibilidad, porque muchas veces estos problemas conductuales también tienen que ver con nuestra rigidez, con nuestra incapacidad para ser flexibles y negociar, que es algo necesario en la educación, aunque cansa mucho.
P. Después de trabajar con estos niños y chavales, ¿tiene la sensación de que enfrentarse a chavales de un instituto normal sería pan comido?
R. Pan comido no sería, seguro. Es verdad que, a lo mejor, las cosas que a un profesor le parecen más bestias en su instituto, a mí no me lo parecen tanto, ya que son parte de mi día a día, entran dentro de mi rango de normalidad. Pero también es cierto que aquí también tengo unos recursos para hacer frente a esas situaciones que seguramente no tendría en un instituto ordinario.
P. El título de su libro me ha recordado inevitablemente a una frase del librero y escritor Xacobe Pato, que decía que “un hijo es como tener algo siempre al fuego”.
R. (Risas) Sí, siempre se está cociendo alguna cosa.
R. Lo cierto es que convivir con esa sensación de incendio inminente es bastante habitual durante la educación y la crianza. ¿Hay manera de prevenir esos incendios?
R. Hay manera de prevenirlos o, por lo menos, de anticiparlos. Yo, como profesor, veo en qué momentos se desatan los incendios o que siempre se producen por las mismas cosas. Por ejemplo, si tu hijo cada vez que pasas por una heladería del barrio te pide un helado y, si no se lo compras, se enfada y entra en modo rabieta, pues igual puedes evitar pasar por delante de la heladería. Y también creo que es importante el reconocimiento emocional (permitir que se enfaden, que estén tristes), la gestión de las emociones y el tiempo de espera antes de intervenir. Hay muchas estrategias que nos pueden ayudar a prevenir una pataleta, pero llegado el caso también hay que dejar que se manifieste el enfado y aprender a aguantar estoicamente el chaparrón, aunque socialmente no estén muy bien vistas determinadas emociones. Que se enfade alguien a nuestro alrededor o que esté triste nos hace sentir incómodos.
P. En el libro habla de regulación de la conducta, de límites… Trabajar estos aspectos desde la más tierna infancia, ¿puede ayudar a que Troya arda menos veces y con menos intensidad?
R. Por supuesto. Los límites tienen mala fama, pero son una forma de cuidado. Que tú le digas a un niño o a una niña desde pequeño que no se puede subir de pie a la silla es una forma de cuidarle, porque estás previniendo que se caiga y se haga daño. Los límites, cuando los ponen los adultos, tienen una razón, se supone que no son aleatorios, que si le dices a un niño que se tiene que poner crema antes de ir a la playa es por algo. Y ojo, aunque los límites se marquen desde el cariño, siempre van a generar alguna pataleta, pero son imprescindibles.
P. ¿Cuáles diría que son los errores más habituales que cometen los padres, madres y maestros cuando se desatan las llamas?
R. Yo creo que enfrentarse a los niños y/o adolescentes. Y también perder los nervios ante cualquier tipo de pataleta y pegar un grito. A lo mejor a nosotros nos sirve para regularnos, pero a los niños no les sirve de nada, porque les asustas y les pones más nerviosos. En todo caso, como siempre digo, nos podemos permitir fallar. El fallo es una oportunidad para aprender de cara al futuro.
P. Leer esto último será un alivio para muchas madres y padres.
R. Hoy en día la información es muy accesible y eso hace que vea a madres y padres muy formados, pero también con mucha culpabilidad cuando se equivocan por los mensajes que reciben en libros, blogs y redes sociales. Ese sentimiento de culpabilidad yo lo he intentado desechar en el libro: “Oye, van a pasar muchas cosas que no vas a saber gestionar y otras muchas que van a salir mal, pero eso no te tiene que hacer sentir culpable, si no darte fuerzas para seguir intentándolo y mejorando”. Ahí está la magia de la educación.
P. Al final de Educar en llamas ofrece 10 consejos para madres, padres y educadores. Si tuviera que quedarse con dos o tres de ellos como los más importantes, ¿cuáles serían?
R. La flexibilidad es fundamental, ya lo hemos comentado antes. Por otro lado, también creo que es considerable que madres y padres encuentren espacios personales para su cuidado. Somos educadores las 24 horas, pero encontrar esos espacios para ser algo más que “el padre de” o “la madre de” es básico, porque educar es muy intenso y cansado. Y, por último, en relación con lo que comentábamos antes, tener claro que educar no es un proyecto de arquitectura. Es decir, te puedes leer mil manuales —incluido el mío— y seguir a rajatabla todos los consejos —incluidos los míos—, y que las cosas te salgan mal, porque cada niño es un mundo y hay veinte mil factores y variables que no puedes controlar. Educar no tiene una fórmula mágica. ¡Ojalá la tuviera! Si fuese así, ya sería rico.
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