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Las secuelas invisibles de “un cachete a tiempo” en los niños

Hubo un tiempo en el que los azotes a un hijo estaban normalizados, pero los expertos alertan sobre los daños emocionales que estos ocasionan en los menores, como aprender que sus padres pueden pegarle si algo no les gusta y generar desconfianza en ellos

Cachete a tiempo niños
Los efectos psicológicos de los cachetes pueden ser profundos y duraderos y, a corto plazo, el niño puede experimentar miedo y ansiedad.Justin Paget (Getty Images)

En los tebeos de hace un par de décadas, era habitual encontrar la representación de un padre con el ceño fruncido y la zapatilla en la mano persiguiendo a su hijo tras cometer alguna travesura. La escena terminaba siempre con un sonoro cachete y una frase de reproche. Este tipo de imágenes reflejaban una época en la que los azotes se aceptaban como algo normal, sin generar debate. No fue hasta 2007 que se modificó la Ley 54/2007, eliminando la referencia que permitía a los padres y tutores “corregir razonable y moderadamente” a los niños, prohibiendo así cualquier forma de castigo físico. Más recientemente, en 2021, se promulgó la Ley de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia, que reafirma en su artículo 9 la prohibición de cualquier forma de agresión contra los menores, incluyendo los cachetes, las nalgadas o los azotes.

“A pesar de estas regulaciones, algunos progenitores reconocen recurrir a una torta a tiempo como un método práctico para resolver conflictos y poner límites, aunque la mayoría admite que no se enorgullecen de su reacción”, explica el psicólogo Luis Guillén Plaza, quien considera que los padres que aún recurren al cachete lo hacen debido a factores de frustración, impulsividad y la sensación de no contar con herramientas eficaces para corregir la conducta de sus hijos. “Es común que repitan patrones de comportamiento que ellos mismos vivieron, un fenómeno conocido como ciclo generacional de violencia”, añade el psicólogo.

“Aunque no es una condena ni una garantía absoluta, la mayoría de los padres maltratadores fueron, a su vez, niños maltratados”, asegura Carlos González, pediatra y autor de varios libros sobre crianza, alimentación y salud infantil, como Bésame mucho (Espasa, 2018) o Un regalo para toda la vida (Espasa, 2006). Según cuenta González, más allá de las motivaciones psicológicas existe un componente de aprendizaje: “Las personas que han vivido esa forma de comportamiento les resulta difícil encontrar una manera distinta de reaccionar cuando sus propios hijos hacen algo que les molesta”.

Teresa, madre de un joven de 17 años, comparte su experiencia de cuando su hijo tenía solo 7: “Estaba con él en una fiesta de cumpleaños. Era tarde, al día siguiente tenía colegio y no quería irse. Le avisé varias veces, pero seguía corriendo por el jardín. Finalmente, le di un azote, lo cogí del brazo y le dije: ‘Despídete, que nos vamos”. A pesar de confesar no sentirse orgullosa de lo que hizo, asegura que, después de lo ocurrido, nunca más volvió a desobedecer: “Y cuando nos teníamos que ir de cualquier sitio, ya estaba listo”. González, también fundador y presidente de la Asociación Catalana Pro Lactancia Materna, señala que los cachetes tienen un efecto claro: el niño aprende que su padre o su madre puede pegarle si algo no le gusta. Es decir, no puede confiar en sus progenitores, porque en lugar de apoyarlo o defenderlo recurren a la violencia. Una de las consecuencias más preocupantes, según el pediatra, es la enseñanza que se transmite con estas actitudes: “Le estamos enseñando que pegar es una forma válida de resolver lo que no le gusta. Así, es probable que reproduzca ese comportamiento, por ejemplo, con sus compañeros de pupitre”.

“Los efectos psicológicos de los cachetes pueden ser profundos y duraderos. A corto plazo, el niño puede experimentar miedo y ansiedad, lo que afecta a su desarrollo emocional y a su capacidad para confiar en sus cuidadores”, remarca Guillén. “A largo plazo, esto puede traducirse en problemas de autoestima, agresividad y dificultades para gestionar emociones”, añade.

Este psicólogo advierte que cada acto de violencia, aunque sea ocasional, tiene un efecto acumulativo en el desarrollo psicológico del niño y señala que estos episodios pueden también deteriorar las relaciones familiares a largo plazo. Según su experiencia en consulta, los padres suelen justificar sus acciones diciendo que se sienten sobrepasados por la posición desafiante de sus hijos: “El estrés acumulado por problemas laborales o económicos se convierte en un detonante para recurrir al castigo físico”. “En momentos de alta tensión, los progenitores actúan impulsivamente, recurriendo al azote como una salida rápida ante una situación difícil, pero romper el ciclo del cachete no solo beneficia a los niños, sino también a los padres, quienes construyen vínculos más fuertes y sanos con sus hijos”. González agrega que lo más relevante para potenciar una buena relación entre padres e hijos es dar más tiempo a las familias para compartir con sus hijos.

El pediatra Carlos González explica que una buena relación se consigue dando más tiempo a las familias para compartir tiempo juntos.
El pediatra Carlos González explica que una buena relación se consigue dando más tiempo a las familias para compartir tiempo juntos. Catherine Falls Commercial (Getty Images)

González destaca y lamenta que los bofetones, aunque parecen menos aceptados socialmente, hayan sido reemplazados por formas de violencia verbal. Según el experto, se ha puesto de moda hablar con los niños utilizando chantajes emocionales y abusando de su superioridad intelectual durante 15, 20 o 30 minutos hasta que estos les dan la razón a los adultos. Además, critica la tendencia de renombrar los castigos como consecuencias: “No se puede justificar la privación de derechos básicos, como no dejarles salir al patio, con la intención de moldear su comportamiento”. Por otra parte, le preocupa que se intente controlar los sentimientos de los más pequeños a través de nuevas tendencias educativas que se transmiten a través de las redes sociales: “Ahora los adultos intentan gestionar las emociones de los menores, diciéndoles cómo se tienen que sentir, y eso me da un miedo tremendo. No podemos obligarles a sentir felicidad cuando les pedimos que ordenen, por ejemplo, la habitación”. “Estamos pasando de controlar su conducta a controlar su mente, sus ideas y sus emociones, “habría que dejar a los niños un poco en paz”.

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