Carta a mi hijo con discapacidad: la enfermedad es rara, pero el amor es infinito
Este viernes 28 de febrero es el Día de las Enfermedades Raras y quiero recordar algo: los que convivimos con ellas no necesitamos soluciones heroicas, solo necesitamos humanidad. Al final, la verdadera lucha de las familias no es contra la dolencia, sino contra la indiferencia


Querido Alvarete,
Recuerdo perfectamente el día en que nos dieron tu primer diagnóstico: “Esclerosis tuberosa”. Todo a mi alrededor giraba; estaba mareado, no era capaz ni de retener el nombre de tu enfermedad. La incertidumbre sobre lo que significaría para ti y para nuestra familia me envolvía como un huracán. Me sentía devastado, como si mi vida hubiera terminado, como si nunca más pudiera ser feliz. Aún siento el frío de aquella mesa de mármol alargada, tu madre y yo cogidos de la mano mientras, al otro lado, nos explicaban lo que nunca quisimos saber. La cara de circunstancia de aquella terapeuta hablaba por sí sola. No recuerdo sus palabras, solo su rostro y el apretón de mano de tu madre, que se volvía más fuerte con cada frase, como si intentara sostenerme para que no me desmoronara. Al finalizar su explicación, nos preguntó si teníamos alguna duda. Teníamos miles, pero, en ese momento, solo una: “¿Será feliz nuestro hijo?”.
Los padres solemos preocuparnos por tantas cosas—salud, estudios, modales—como si fueran los pilares de una vida plena. Pero, cuando todo se derrumba y el futuro se vuelve incierto, te das cuenta de que lo esencial no estaba en esos logros, sino en algo mucho más simple y profundo: la felicidad de los hijos. Nos equivocamos al ponerla como un resultado esperado en lugar de como el punto de partida. Lo cierto es que todo lo demás debería construirse sobre ella, y no al revés. Pero no fue fácil llegar hasta ahí.
El desierto
Tu diagnóstico nos cambió la vida, nos dejó sin aliento y sin brújula. Me desperté en mitad de un desierto, magullado y apaleado, incapaz de sostenerme en pie. El viento golpeaba la arena contra mi cara, cegándome. No veía nada ni a nadie alrededor, solo desolación. Sabía que tenía que levantarme y caminar, aunque no supiera hacia dónde, porque, si me quedaba quieto, moriría de pena. Tropecé una y otra vez. Cada piedra del camino me derribaba con más fuerza, pero, de pronto, alguien me tendió la mano. Y luego otra. Y otra. El camino empezó a suavizarse, no porque fuera menos duro, sino porque ya no caminaba solo. Las heridas siguen ahí, algunas nunca cicatrizarán, pero ahora sé que no estoy solo. El sol brilla de nuevo y tengo razones para seguir avanzando.
Los sueños rotos
Lo más doloroso de todo este camino no es solo la enfermedad, sino los sueños que se quedaron atrás. Aún hoy, cuando te quedas dormido junto a mí, me parece que no tienes ningún problema, que todo está bien. La mente, caprichosa, me juega una mala pasada. Me imagino que, al despertar, nos pondremos las zapatillas y saldremos a jugar al fútbol, que haremos todo lo que habríamos hecho si no estuvieras enfermo, pero, cuando despiertas, la realidad me golpea de nuevo con fuerza. Y, una vez más, tengo que recoger los cristales de ese sueño que nunca fue.
La búsqueda de un lugar en el mundo
Uno de los momentos más duros fue cuando tuvimos que cambiarte cuatro veces de colegio. Íbamos de un lado a otro, escuchando las mismas explicaciones sobre recursos, metodologías y enfoque curricular. Todo lo académico, lo medible, lo que queda en un boletín de notas. Pero nosotros no buscábamos eso. Después de haber visto el rechazo, después de haberte visto frustrado una y otra vez, solo queríamos una cosa: que fueras feliz. Y, por fin, lo encontramos. Tu segundo hogar, la Fundación Gil Gayarre —acompañan a las personas con discapacidad intelectual y a sus familias en el desarrollo de sus proyectos de vida—, un lugar donde te ven por lo que eres, no por lo que te falta.
La indiferencia duele más que la enfermedad
Cuando voy por la calle contigo y vas gritando, babeando y aleteando con los brazos veo cómo algunos nos miran con miedo o con lástima. Otros simplemente apartan la mirada, como si ignorarte fuera más fácil que intentar entenderte. El dolor que siento en esos momentos es inmenso. Sin embargo, cuando alguien nos sonríe, cuando alguien se acerca y te dice una palabra cariñosa, esa sensación lo compensa todo.
Porque, al final, la verdadera lucha de las familias no es contra la enfermedad, sino contra la indiferencia. El diagnóstico es feroz, pero más aterrador aún es sentir la frialdad de una sociedad que, ante la dificultad, prefiere mirar hacia otro lado. No siempre podemos solucionar los problemas de los demás. Muchas veces ni siquiera sabemos que los tienen, pero las personas que sufren no esperan que por arte de magia vayamos a quitarles su carga, solo desean sentir que le importan a alguien. A veces, un simple gesto de cariño —una caricia, una sonrisa, una palmada en el hombro— es suficiente para recordarle a alguien que no está solo.
Orgullo y superación
Después de estos 17 años combatiendo con tu enfermedad, puedo decir con certeza que lo más fácil, entre comillas, ha sido el aspecto médico. Lo verdaderamente difícil ha sido aprender a vivir con una bomba de emociones que, día tras día, explotan en nuestro interior. Por eso, no sentirse solo lo cambia todo.
Ahora tienes casi 18 años y nunca me has decepcionado. Al contrario, me llenas de orgullo cada día. Cada vez que te veo abrir el armario de la cocina, coger una taza y servirte agua, siento la misma felicidad que cuando lo lograste por primera vez. Pueden parecer gestos insignificantes, pero sé cuánto te costó conseguirlos y cuánto esfuerzo supone para ti mantenerlos, porque he visto muchas otras cosas que lograste y que ya no puedes hacer.
Muchos, al verte, solo notarán tus limitaciones, pero yo veo a alguien extraordinario. A una persona que, sin palabras, se hace querer. Que no se rinde ante las dificultades, por más abrumadoras que sean. Y que, en lugar de aferrarse al resentimiento, ha sabido perdonar a la propia vida para seguir viviéndola con intensidad.
El amor como fortaleza
Tu enfermedad nos ha condicionado como familia en todos los aspectos. Nos paralizó al principio, nos asustó. Pero aprendimos a no quedarnos quietos. Aprendimos que la familia es una fortaleza donde nos protegemos unos a otros y donde el amor es el pegamento que nos mantiene unidos.
Para tus hermanas, ha sido un reto que han afrontado con valentía. No es fácil ver a un hermano mayor en estas circunstancias, pero lo han hecho con una entereza que me deja sin palabras.
Algunos amigos bromean diciendo que tu madre y yo solo nos cruzamos por los pasillos de casa. Y, a veces, es cierto. Pero hemos aprendido que la escasez puede convertirse en virtud. Cada instante que tenemos juntos lo exprimimos al máximo, incluso si es solo un choque de manos al cruzarnos por los pasillos.
Este viernes 28 de febrero, en el Día de las Enfermedades Raras, quiero recordar algo fundamental: todos podemos marcar la diferencia. No necesitamos soluciones heroicas. Solo necesitamos humanidad. Porque la felicidad, al final, no depende de un diagnóstico, sino de sentirse amado y acompañado; mirado con ternura en lugar de con lástima.
Y eso, hijo mío, es lo único que realmente importa.
Te quiero,
Papá.
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