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Cómo combatir las consecuencias de la era de la inmediatez en niños y adolescentes: enseñarles a saber esperar y a que no se puede tener todo

Crecer en la cultura del usar y tirar puede suponer la pérdida de valor de todo y la falta de apego a determinadas cosas. Establecer reglas claras en el uso de la tecnología y que los hijos conozcan los límites y toleren la frustración son algunas recomendaciones para los padres

Hay que dejar que los hijos se frustren, que no consigan lo que quieren a la primera.
Hay que dejar que los hijos se frustren, que no consigan lo que quieren a la primera.The Good Brigade (Getty Images)

Si por algo se caracteriza la sociedad en la que vivimos es por la velocidad a la que va todo: es decir, por la inmediatez en la que estamos sumidos. La tecnología ha conseguido que podamos satisfacer la mayoría de nuestras necesidades, si no todas, a golpe de un solo clic. Comida, entretenimiento, ropa, calzado, viajes, música, relaciones sociales… Prácticamente todo puede conseguirse desde el móvil, utilizando tan solo el dedo índice. Es lo que el sociólogo e intelectual Zygmunt Bauman denominó “modernidad líquida” o “la cultura de la inmediatez, del placer, de la individualización”.

Los adultos nos hemos hecho a ello a pesar de no ser nativos digitales. Pero, ¿qué pasa con los niños o los adolescentes? Ellos sí han nacido con esa posibilidad en la mano. Algunos pequeños apenas saben siquiera qué es un sonajero porque, como afirma la psicóloga sanitaria Natalia Ortega, directora de Activa Psicología y Formación, para calmarles el llanto se les ofrece un vídeo: “Son la generación que nació con el móvil junto al biberón”. Para Ortega es cierto que la tecnología tiene numerosas ventajas, como que las madres y padres tienen más información sobre la crianza, “pero también tiene muchas desventajas, alguna de las cuales debería producir cierto temor a los progenitores”.

La más evidente es la falta de tolerancia a la frustración, con todo lo que ello conlleva. “Provoca sentimientos fuertes de ira, ansiedad, estado de ánimo bajo y una baja autoestima”, señala Ortega. Toda esta combinación provoca problemas académicos, familiares y con sus iguales: “Es muy importante destacar que es un pilar para una autoestima sana saber que si no se consigo algo no significa un fracaso, sino que tengo que seguir intentándolo y, por ende, no soy un fracasado, sino que la vida es un aprendizaje en el que hay que equivocarse para aprender”. También puede suponer la pérdida de la paciencia. “La sociedad en la que vivimos nos está cargando del ahora, de no saber esperar, y el esperar se tiñe de fracaso, de vacío y de una gran frustración”, asegura la psicóloga.

Miguel Ángel Martínez es catedrático de Medicina Preventiva en las Universidades de Navarra y Harvard y asesor en el Proyecto de Bienestar Emocional de UNIR. Él afirma que, en efecto, la relación entre la inmediatez, la frustración y las tendencias depresivas y suicidas es muy clara. Y añade otras repercusiones, todas ellas relacionadas con la salud mental: “Trastornos de ansiedad, obsesiones, problemas relativos al sueño: ese Never Ending Scrolling [el scroll interminalble] por la malsana costumbre de coger el móvil al irse a la cama... ¡No hay peor momento!”. Para este autor e investigador, uno de los aspectos fundamentales de la salud de una persona (incluido el buen funcionamiento cognitivo y la prevención de demencias o la prevención cardiovascular) depende de tener buenos propósitos en la vida a largo plazo: “Y eso es algo que la cultura de la inmediatez imposibilita”.

A todo ello, hay que añadir que niños y adolescentes se están criando en la cultura del usar y tirar que, según afirma Ortega, puede suponer la pérdida de valor de todo y la falta de apego a determinadas cosas. “Pueden tener la certeza de que todo se reemplaza con facilidad y eso supone una falta de cuidado de aquello que les importa porque saben que lo pueden sustituir rápidamente. Estamos instaurando el pensamiento de cambio continuo, cuando algo me aburre o se convierte en rutina, no lo quiero o ya no me interesa”, advierte.

Esto les puede suceder con la ropa, el móvil o las series. Pero también con las personas. “Esto genera una alta tolerancia a la falta de apego, a que todo es reemplazable y no luchan por ello porque tienen facilidad para sustituirlo. Incluso pueden tener más dificultad para establecer relaciones de amistad más sólidas, porque necesitan el cambio continuo o porque en determinados grupos encuentran más facilidad para el disfrute con poco esfuerzo”, prosigue Ortega. Para esta experta, ocurre lo mismo con las relaciones de pareja, que empiezan en la adolescencia: “Toleran bastante mal la rutina y necesitan vivirlo todo con una intensidad que no alcanza los niveles máximos todo el tiempo, sino que a medida que la relación avanza se pierde para pasar a alcanzar otros valores”.

¿Qué pueden hacer los padres?

Por supuesto, no hay una fórmula mágica que puedan hacer los padres para mitigar esto, sino una suma de propuestas. Algunas de ellas dirigidas al control del uso del móvil, como afirma el catedrático de Harvard y autor de Salmones, hormonas y pantallas (Planeta, 2023): “Se deben establecer reglas claras en casa, limitaciones de edad según la madurez y sin dejarse llevar por lo que hacen los demás, poner suficientes controles parentales y establecer tiempos de uso y ventanas de tiempo donde no se puede usar el móvil. Muchas veces, la mejor regla será no regalarles todavía el móvil. O darles un teléfono tonto, sin conexión a internet”.

Además, según el experto, hay que dejar que se frustren, que no consigan lo que quieren a la primera de cambio. “Es la manera que van a tener de aprender”, relata Ortega. “Desde la infancia, hay que enseñarles a saber esperar y a que no se puede tener todo”, añade. También explica que aunque quieran un helado, un juguete o un móvil, si se considera que no es el momento, hay que decirles que no: “Para eso, tendremos que tolerar que llore, que no lo entienda, que se enfade con nosotros, pero pasará”. A cambio, el mensaje que les llega es muy claro y potente.

Esto se consigue, según Martínez, trabajando en dos direcciones: “Hay que desplegar la máxima empatía a la vez que se ejerce la necesaria autoridad. Y todo ello con el prestigio que da el buen ejemplo personal”.

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