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suicidio
Tribuna
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¿Por qué es tan difícil predecir el suicidio? 7 de cada 10 personas no tenía pensado hacerlo una hora antes

Conocemos muchos factores de riesgo, pero aún no tenemos ningún modelo que prediga individualmente que alguien vaya a acabar con su vida

Suicidio
Siete de cada 10 personas que mueren por suicidio no tenía pensado hacerlo tan solo una hora antes.rawfile redux (Getty Images)
Guillermo Lahera

La pregunta del titular tiene una respuesta rápida y básica: porque 7 de cada 10 personas que mueren por suicidio no tenía pensado hacerlo tan solo una hora antes. Porque la conducta suicida es dinámica, cambiante, en algún punto impredecible, y se ajusta mal a nuestros anhelados modelos lineales de predicción e intervención. El suicidio es una conducta, no una enfermedad, y su principal medida preventiva es la opuesta a la que se aplica en las infecciones: desaislarse, reconectarse, contaminarse de los otros. Los lazos afectivos y los cauces de comunicación son su principal antídoto.

El problema de salud pública del suicidio es de primera magnitud. Mueren más personas por esta causa que por cáncer de mama. La cifra multiplica casi por tres la de fallecidos por accidente de tráfico. Multiplica por 93 la del terrible problema de la violencia machista. Se calcula que en el mundo hay más de 700.000 muertos por suicidio al año, aunque muchos otros, que no se registran, pasan por inexplicables accidentes, caídas, fatalidades domésticas. Uno de los suicidios más dolorosos, el de Primo Levi, escritor y superviviente del Holocausto, pudo deberse a que “caminó por el rellano, abrazó la barandilla y cayó de un tercer piso por el hueco de la escalera”, según cuenta un historiador; o quizá, en realidad, no fue así.

Hay diferencias entre países, siendo líderes en suicidios Corea, Lituania y Eslovenia, y los últimos Turquía, Grecia y México. Nuestra irremediable tendencia a buscar explicaciones simples a fenómenos complejos dispara nuestra máquina de hipótesis: ¿será el clima, la cultura, el nivel socioeconómico? Pero tenemos más datos inquietantes: de manera consistente, en las series históricas la proporción de suicidio consumado por sexo es de 3 (varones) a 1 (mujeres). Tradicionalmente, el hombre ha tendido menos a verbalizar el conflicto y a solicitar ayuda externa, lo que puede producir una acumulación secreta de tensión y sufrimiento, que desencadene la sacudida suicida. De promedio, el hombre es más impulsivo y físicamente agresivo, lo que se traduce en el uso de medios más letales, y, a este respecto, la mujer tiene una tasa de tentativa autolítica mucho mayor que el hombre (lo intenta más, pero con menor éxito).

Otro factor es la mayor frecuencia en hombres del abuso y la dependencia de alcohol, un claro facilitador suicida. Un estudio australiano delimitó un grupo de alto riesgo: varones de 40 a 60 años, recién separados (en un 25 % de casos se encontró este antecedente), en paro, con alto consumo de alcohol, desesperanzados y reacios a acudir a ningún psicólogo o psiquiatra. Los usuarios de nuestros centros de salud mental y otros recursos son mayoritariamente mujeres, y quizá no estamos ofreciendo una ayuda efectiva a este grupo de varones de alto riesgo, que parecen estar en algún punto ciego de nuestra retina.

El 10 % de la población general se ha planteado alguna vez acabar con su vida. Habitualmente son ideas transitorias, poco estructuradas, sin paso al acto, y constituyen una señal de alto sufrimiento psíquico. Son aún más frecuentes las ideas de muerte, es decir, contemplar la muerte como algo no indeseado (“tal como estoy, si mañana me da un infarto y me quedo en el sitio, no me importaría”). No implican ningún plan para acabar con la vida, pero sí una desvalorización de ella. Los intentos de suicidio, que son 20 veces más frecuentes que las consumaciones, son a menudo intentos desesperados de huir de una situación desbordante. En una situación adversa, aparece la visión en túnel característica: la percepción selectiva y rígida de los aspectos negativos de nuestra vida, de forma que se ve el suicidio como la única salida.

Y siguiendo con este intento de clarificar conceptos, están las conductas parasuicidas, que, bajo la apariencia del suicidio, tienen otros fines, como movilizar el entorno familiar o generar una reacción emocional en los demás. No debemos banalizar o ridiculizar estos gestos, porque algunos parasuicidas se equivocan y mueren en su propósito errado. Y, definitivamente, todos ellos deben sufrir mucho para recurrir a estos métodos desesperados, a veces teatrales, de gestión de los conflictos. Las autolesiones, finalmente, constituyen la acción de agredirse a uno mismo sin finalidad suicida. Es alarmante cómo han proliferado en chicas adolescentes en los últimos dos años.

Es difícil encontrar un equilibrio entre la condena inhumana y cruel a los suicidas (el escarnio, ese sacerdote del entierro de Ofelia: “Sus exequias se han celebrado con toda la amplitud que el caso permitía. Su muerte fue dudosa”, acto V, escena I de Hamlet) y su enaltecimiento romántico. Todos hemos estudiado que Sócrates bebió digna y serenamente la cicuta tras ser condenado a muerte, que Larra se disparó en la sien por honor y que Cesare Pavese, autor de El Oficio de Vivir, pasó prematuramente a convertirse en una leyenda literaria. Por no hablar, por supuesto, de las fulgurantes estrellas de rock, a los que llevar flores en su tumba.

Los planes [de prevención] se centran mucho en aquellos pacientes que ya han hecho un primer intento. Sin embargo, el 75 % de los suicidios consumados se producen en el primer intento

La realidad diaria del suicidio es más cruda y terrible. Se parece más a cuando Mishima preparó un noble ritual seppuku para su suicidio, pero el subalterno encargado de decapitarlo, tenso y nervioso, no cumplió bien su labor; tuvo que actuar un segundo subalterno, quien al tercer intento lo logró penosamente. En las urgencias de un hospital, el suicidio es una señora gritando y vomitando al mismo tiempo, con un tubo metido en el esófago. Poco romántico.

Al igual que otros países del entorno, en España se están haciendo importantes esfuerzos en la prevención del suicidio. Muchas comunidades autónomas (por cierto, de distinto signo político, como Cataluña, Valencia, Euskadi o Madrid) han elaborado excelentes planes basados en la evidencia. Se basan en sensibilizar a la población, limitar el acceso a medios letales, mejorar la comunicación de noticias de suicidios, entrenar a los adolescentes en habilidades socioafectivas e identificar y tratar a personas de riesgo, entre otras medidas. Hay voces que claman por un Plan Nacional, pero al tratarse de un enfoque de salud pública de carácter multisectorial y participativo, que va más allá de lo sanitario, algunos consideran que pondría en jaque la delegación de competencias a las CCAA.

En cualquier caso, adelante con dotar de recursos (mientras haya profesionales disponibles) a los agentes sanitarios y sociales que pueden reducir este trágico fenómeno. Pero también es nuestro deber avisar de que no será fácil reducir las tasas. Los planes se centran mucho en aquellos pacientes que ya han hecho un primer intento, porque efectivamente esto aumenta el riesgo de tener un siguiente. Sin embargo, el 75 % de los suicidios consumados se producen en el primer intento, y la cifra llega al 88 % en mayores de 45 años. Un subgrupo de pacientes podría beneficiarse preferentemente de estos planes: repetidores de una conducta autolítica de baja letalidad, en el espectro del suicidio, parasuicidio y las autolesiones, que ya están en nuestro circuito sanitario.

Sin embargo, las series de autopsias psicológicas muestran que la mitad de los fallecidos no tenía contacto previo con ningún terapeuta ni centro de salud mental. Sabemos que hay factores de riesgo y de protección del suicidio, pero actualmente ningún modelo matemático es capaz de predecir esta conducta. Se da la paradoja de que, en el suicidio, quizá podamos prevenir pero no predecir: otra inquietante cura de humildad.

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Guillermo Lahera
Es profesor titular de Psiquiatría en la Universidad de Alcalá y jefe de sección en el Hospital Universitario Príncipe de Asturias. Es editor jefe de The European Journal of Psychiatry.

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