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Ángela Maldonado, la protectora del salvaje Amazonas

Esta ecologista colombiana lucha contra el tráfico de especies, sobre todo primates, en el pulmón del mundo

Angela Maldonado
Luis Grañena

La primera vez que la conservacionista Ángela Maldonado durmió en el Amazonas la acompañaba Matías, un mono churruco que había rescatado y que quería regresar a su hábitat. En medio de la oscuridad, colgados en una hamaca forrada de mosquiteras, vieron que el suelo se iluminaba de setas fluorescentes como en una noche estrellada. Matías se asustó, ella en cambio supo que la selva más grande del planeta les daba la bienvenida.

“Los indígenas creen que la selva te recibe o te rechaza. Yo me sentí en casa”, dice la ecologista colombiana. Maldonado lleva más de 20 años entre el verdor y la humedad aplastante del Amazonas, luchando contra el tráfico de especies, en especial primates. Su labor le ha merecido premios como el Buffet de National Geographic al Liderazgo en Conservación 2020 o el Whitley Gold Award del Reino Unido en 2010, considerado el Oscar verde.

Vive en Leticia, un poblado remoto a orillas del río Amazonas donde confluyen las fronteras de Colombia, Brasil y Perú. Sólo se accede por avión o barco. Allí no sólo se escuchan las voces de los animales, sino las de las mafias y grupos armados.

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Los primates son una moneda de cambio más en un escenario de deforestaciones, cultivos de coca, buscadores de oro, turismo o laboratorios científicos. Con estos últimos Maldonado ha librado una batalla por utilizar especies silvestres. Sus denuncias provocaron que la justicia cerrara el laboratorio del científico Manuel Elkin Patarroyo. El primate es el Aotus, la única especie nocturna de la zona utilizada en pruebas contra la malaria.

La activista ha tenido que enfrentar redes de captura y venta consentidas por políticos y con la ayuda de nativos tanto para experimentos como para consumo o para turistas que buscan una mascota exótica. Pese a ello ha conseguido vedas de caza tanto en Colombia como en Perú, así como la puesta en marcha de proyectos de turismo en comunidades que dependían de la venta de recursos naturales.

En 1998, para trabajar en la selva tuvo que pedir permiso a las FARC. Todos los actores saben de su presencia y ella, como en un campo minado de intereses, intenta proteger el mundo silvestre aunque cruce líneas rojas.

Desde su casa rodeada de árboles de papaya se conecta con el mundo con una frágil señal de internet. Allí estudia proyectos de la fundación que dirige, Entropika; observa los atardeceres mágicos de la jungla y le abre la puerta a quien la toque. A veces son nativos pidiendo consejo, la llaman Angelita; otras veces son bebeleches, monos de bigote blanco que buscan comida. También llegan aves, guacamayas con plumajes tan coloridos que parecen pintados con témperas.

Maldonado (49 años) nació en Bogotá, otra jungla, pero de hormigón. Allí se sentía perdida. Estudiaba Administración de Empresas sin encontrar su lugar, hasta que apareció Matías. El viaje para regresarlo a la selva la condujo a una estación biológica que llevaba una pareja estadounidense. Allí se despidieron. Meses después la estación fue atacada y abandonada. Ángela no lo dudó, regresó para hacerse cargo.

El día que anunció a su familia y amigos que se iba a vivir al Amazonas la tildaron de loca. Una maestría en primatología y un doctorado en conservación en la Universidad Oxford Brookes del Reino Unido terminaron por convencerla. Nancy López, amiga de toda la vida, recuerda su amor por rescatar gatos y perros. En el instituto la conocían por su liderazgo y por no aceptar un no como respuesta. Hija única, sus padres la esperan siempre.

Recién llegada a la selva tuvo un encuentro que nunca olvidará. En una quebrada vio la cabeza de un animal que luchaba por salir. Se sumergió para ayudarlo, y cuando el animal se giró, se dio cuenta de que estaba frente a un jaguar. Se miraron fijamente. “Es la mirada más poderosa que he sentido en mi vida. Ojo con ojo. Me recorrió toda la columna vertebral”, recuerda.

No le pasó nada, sus encuentros con animales en la selva siempre le han dejado experiencias positivas. Con los humanos ha sido diferente. Su trabajo le ha acarreado amenazas de muerte y presiones para que se marche. Durante un tiempo montaron vallas en las que salía su foto junto a la esvástica nazi y niños africanos muriendo por falta de vacunas. El Gobierno tuvo que ponerle protección hasta hace poco.

“Ángela ha entregado su vida a la selva y a su gente. No puede desviar la vista ante una injusticia. Una vez le vi parar a un hombre borracho que estaba maltratando a una mujer. Esas virtudes le han traído amigos y enemigos”, detalla Thomas Lafon, director de proyectos de Entropika.

Quizás por ello no se ha limitado a defender la flora y la fauna. Y se queja de crímenes que nunca salen en los medios, de la corrupción, del narcotráfico. El negocio crece como un cáncer. Los jóvenes indígenas trabajan en los cultivos, les pagan con base de coca y muchos terminan enganchados.

Cuando lo cuenta parece que describiera los mismos problemas que la empujaron a marcharse de la ciudad. Echa de menos los museos, la comida asiática, sus padres, pero ya no podría volver. Le reconforta saber que vigila uno de los pulmones del planeta.

Matías, su mono, regresó una tarde con una familia de churrucos silvestres. Se veía ágil y fuerte. Ella entendió que ambos habían aprendido a sobrevivir. No se han vuelto a ver.

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