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El arquitecto Lázaro Rosa-Violán posa en su casa en Barcelona.
El arquitecto Lázaro Rosa-Violán posa en su casa en Barcelona.nacho alegre

En casa del interiorista Lázaro Rosa-Violán: “Lo único valioso entre estas cuatro paredes son mi pareja y mis perros”

Influyente como pocos, Lázaro Rosa-Violán es el interiorista total. Visitamos su imponente casa en Barcelona y hablamos con él sobre lo que realmente tiene valor en los lugares donde vivimos

Miquel Echarri

Son poco más de las 10 de una radiante mañana de verano barcelonesa y en la cocina de Lázaro Rosa-Violán (Tánger, 59 años), con muebles de madera blanco impoluto y una bola de metacrilato transparente diseñada por Paco Rabanne, suenan Edith Piaf y Belle and Sebastian. El interiorista sale a nuestro encuentro y nos conduce, cruzando un espléndido pasillo con suelos de mosaico y techos estucados, a un patio interior en cuyo centro hay una hermosa pérgola.

Sentados junto a los restos de una fiesta temática celebrada la noche anterior (“la penúltima cena, una moda británica que acaba de llegar a España”, nos cuenta sin entrar en detalles), conversamos un par de horas sobre lo divino y lo humano. Nuestro anfitrión se queja de una inflamación de oído, producto, al parecer “del aire acondicionado de los hoteles de Nueva York”. Lleva varias semanas viajando sin parar, enzarzado en un par de proyectos de gran envergadura que le han dejado, “un año más”, sin vacaciones. Pero está dispuesto a dedicarnos todo el tiempo que sea necesario. Le gusta explicarse: “Antes tendía a pensar que mi trabajo hablaba por sí solo, me parecía un poco estéril intentar convertir impresiones visuales en palabras. Pero ahora he descubierto que encontrar respuestas a la curiosidad de los demás es un buen ejercicio, porque me obliga a pensar más y mejor”.

El piso en el que estamos ocupa la planta noble de una finca modernista de l’Eixample, la Casa Antoni Salvadó, diseñada en 1902 por el arquitecto sabadellense Juli Batllevell i Arús y construida entre 1902 y 1907. En sus estancias uno topa aquí y allá con obras de Calder o Picasso, jarrones de alabastro egipcio, lámparas de Murano, una chimenea neogótica de roble y mármol, artesonados modernistas y piezas de Rabanne. Rosa-Violán la concibe, sobre todo, “como un espacio que mostrar y en el que recibir, una oportunidad para mis amigos y para algunos clientes de ver mi reinterpretación contemporánea de lo que sería un hogar burgués de la Barcelona modernista”.

Vista interior de la casa del arquitecto. La silla de Charles Pollock de 1963 armoniza con el tapiz de Aubusson.
Vista interior de la casa del arquitecto. La silla de Charles Pollock de 1963 armoniza con el tapiz de Aubusson.Nacho Alegre

Experto creador de espacios espectaculares que han marcado nuestra época (como el restaurante DiverXo, en Madrid, la cafetería Les Chouettes, en París, los imitadísimos restaurantes Amazónico, Bocagrande y la coctelería Nuts, en Barcelona, o el bar del hotel St. Regis Mardevall, en Mallorca), Rosa-Violán es un hombre acostumbrado a rodearse de objetos bellos. Los genera, los acumula o los recontextualiza para rescatarlos del olvido, pero asegura no sentir ningún apego por ellos. “No soy un fetichista de los objetos. Los que ves en esta casa, en esta pérgola, están aquí por capricho o por accidente. Muchos son regalos o recuerdos de viajes. No siento que me representen. Lo único verdaderamente valioso que hay entre estas cuatro paredes son mi pareja [el diseñador de moda Mariano Moreno] y mis perros”. Todo lo demás resulta prescindible: “Incluso ese par de esculturas mías del rincón, la de resina, que es el boceto de una pieza de bronce, y esa cabeza gigante junto a la pared. Me gustan, pero si ardiesen ahora mismo no las echaría de menos. Supongo que acabarán, como la mayoría de lo que pinto o esculpo, en casa de alguno de mis amigos o mis hermanos”.

Nieto de catalanes, nacido en Tánger, criado entre Barcelona y el barrio vizcaíno de Las Arenas, y formado en Madrid, París o Nueva York, Rosa-Violán cuenta con todos los ingredientes para ser considerado un ciudadano del mundo. Pese a todo, reivindica la identidad y el arraigo, tanto en la vida como en el trabajo: “Mis raíces emocionales y estéticas están en el paisaje industrial del Bilbao de mi infancia, la belleza burguesa del barrio de Neguri contrapuesta a la suciedad de la ría y aquel amasijo inconfundible de metales, vapores y humos. También en la Barcelona modernista, que era el mundo de mis abuelos. A partir de ahí, me he ido abriendo a otras influencias y otros estímulos. París, que es una de las ciudades donde me siento como en casa. O Nueva York, que es todo un universo estético, una ciudad que resume el mundo y a la que hay que dar de comer aparte. También Italia, con la que siento una marcada afinidad, tal vez por mis (muy lejanos) orígenes napolitanos. Si tuviese que quedarme a vivir en el interior de una película, sería Crónica familiar [1962], de Valerio Zurlini”.

“Uno de los mejores elogios que he recibido es el de un amigo que cenó en uno de los restaurantes que yo he decorado y me dijo que le había parecido espectacular, pero que no encontraba en él mi sello de autor”

Si algo detesta es “la arquitectura y el interiorismo falsamente cosmopolita, la del corta y pega, la que pone el sello de autor del arquitecto por encima de cualquier otra consideración”. Le parece aborrecible “que se construyan edificios idénticos en Jordania o en Vizcaya, sin tener en cuenta que los entornos físicos y humanos, por no hablar de la manera de estar en el mundo de jordanos y vizcaínos, son muy distintos”. Cree que uno de los principales defectos de cierto interiorismo contemporáneo es “la absurda pretensión de abrir un restaurante griego en Las Vegas que te traslade, sin matices, a la isla de Santorini, sin tener ni remotamente en cuenta que estás en el desierto de Nevada”. Él no hace eso. Intenta no incurrir en actos de “ceguera y egolatría”. “Uno de los mejores elogios que he recibido es el de un amigo que cenó en uno de los restaurantes que yo he decorado y me dijo que le había parecido espectacular, pero que no encontraba en él mi sello de autor. No lo quiero. Me defino por la falta radical de orgullo estilístico. Quiero que mi identidad estética fluya en cada nuevo proyecto. Tal vez por eso dicen de mí que soy un recolector de tendencias, una etiqueta que entiendo, pero que no me entusiasma, porque de alguna manera implica que no soy original, y yo creo que sí que lo soy”.

Su originalidad descansa sobre tres pilares: “Mis propuestas tienen un componente de arraigo cultural, estético e histórico. Te puedo hacer un restaurante francés en Barcelona, pero tendrá un aire barcelonés, no parisino. Segundo, le doy a todos mis espacios un punto divertido, informal. Aunque resulten sofisticados, quiero que sean amables, que la gente se sienta a gusto y relajada en ellos. Por último, siempre intento introducir algún elemento icónico, rompedor, que sorprenda y le dé a ese espacio un carácter único”. Hay un cuarto elemento, incluso más sutil: “No me gustan los espacios demasiado acabados. Siempre tengo en cuenta que la arquitectura y el interiorismo pertenecen a sus propietarios y usuarios, y quiero dejarles espacio para que jueguen con mis creaciones, para que las hagan suyas, y puedan acabar de cerrar por sí mismos lo que yo he dejado entreabierto”.

En su conversación, Rosa-Violán va repasando proyectos que supusieron hitos en su carrera, como Big Fish, el restaurante de cocina japonesa de Barcelona que describe como “un espacio mágico”; las zonas gastronómicas y de ocio del estadio de San Mamés o del aeropuerto neoyorquino de La Guardia (“me gusta haber creado espacios sofisticados y con personalidad en entornos con frecuencia tan rutinarios como un gran recinto deportivo o un aeropuerto”, afirma); los locales de Formentera a los que supo dar un aire “entre universal y propio de una isla minúscula del extremo oeste del Mediterráneo”, o tiendas para el grupo Inditex, “cada una trabajada con su propia identidad, no como módulos intercambiables de una franquicia”. Hoy, este profesional que se define como “inquieto, poliédrico y versátil” dirige un estudio con sede en Barcelona, Madrid y Nueva York en el que trabajan más de 200 profesionales y que realiza proyectos en 50 países. También proyectos residenciales, “aunque de eso se habla menos, porque hacemos casas que no encajan del todo en la imagen estereotipada que se tiene de mí, esos espacios muy intervenidos, barrocos y con uso preferente del color añil. En realidad, he hecho de todo, incluso ejercicios de arquitectura e interiorismo muy contenidos, cercanos al minimalismo”. Su taller creativo es, desde hace años, un monstruo demasiado grande para gestionarlo en solitario: “Mi época de hombre orquesta ya pasó. Ahora me rodeo de buenos profesionales, elijo a gente de mi confianza como jefes de equipo e intento transmitir una manera de hacer. A partir de ahí, trabajo como una mula, pero delego todo lo necesario”.

De la pintura a la arquitectura, para callar bocas

Echando la vista atrás, el interiorista cree que aun conserva “todo” del niño pintor que fue con apenas ocho años, cuando le concedieron una licencia especial para que acudiese como oyente a las clases de la facultad de Bellas Artes de la Universidad de Bilbao: “La pintura sigue siendo mi punto de partida, y me frustra muchísimo que, en grandes proyectos con ciertas limitaciones presupuestarias, se quiera prescindir precisamente de eso, del acabado estético, por considerarlo accesorio”. Para él, nunca lo es: “Si quieres una carcasa vacía, no contrates a Lázaro Rosa-Violán. Yo te voy a dar un espacio no del todo acabado, pero sí lleno, con vida, con personalidad”.

Pudo ganarse la vida como pintor y escultor, pero prefirió formarse como arquitecto “para callar bocas, empezando por la de mi padre, al que Bellas Artes no le parecía una carrera seria”, afirma. Se especializó en interiores y terminó ejerciendo como tal: “Digamos que una cosa fue llevando a la otra. Ya que tenía el título de arquitecto, ¿por qué no probar con algún proyecto? Y, al hacerlo, descubrí que me gustaba la dimensión social y comercial de la arquitectura. Trabajar con otros profesionales en un estudio, tratar con clientes, tener un impacto en la vida y en el ocio de las personas... Todo eso me parecía mejor que pasarme el día entero en el taller, solo, pintando”.

Sus primeros proyectos nacieron de la insatisfacción con su entorno inmediato entre finales de la década de 1970 y principios de los años ochenta: “Fue una época nefasta para la arquitectura y el diseño. Una vez dejado atrás el racionalismo, empezaron a proliferar los espacios sin personalidad ni belleza. Muy especialmente, en Barcelona y en Madrid. En Barcelona, fincas regias modernistas como esta en la que estamos ahora fueron destruidas para sustituirlas por aquellas nefastas promociones de Núñez y Navarro. Yo paseaba por la ciudad o iba a cenar a un restaurante y me horrorizaba lo feo que se estaba volviendo todo. Me sentía capaz de hacerlo mucho mejor. Y me puse manos a la obra”. Así se gestó su imperio personal. Una constelación de espacios singulares llenos de objetos bellos a los que, pese a todo, recordemos que no hay que tener demasiado apego.

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Sobre la firma

Miquel Echarri
Periodista especializado en cultura, ocio y tendencias. Empezó a colaborar con EL PAÍS en 2004. Ha sido director de las revistas Primera Línea, Cinevisión y PC Juegos y jugadores y coordinador de la edición española de PORT Magazine. También es profesor de Historia del cine y análisis fílmico.
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