Más jardinería emocional: recuerdos encerrados en las flores
De la azucena las personas recuerdan su belleza, de las rosas que son el símbolo floral del amor o del limonero, su fragancia única. La nostalgia también vive en los jardines y tiene muchas formas, colores y aromas
“Esa flor me recuerda a tu madre”. Así de sencilla comienza una conversación delante de una planta cualquiera, en una maceta o cultivada en la tierra de un jardín. A Sergio Trujillo, tripulante de cabina aficionado a la jardinería y que realiza diseño floral, es la clivia (Clivia miniata) la que detona ese recuerdo: “Mi abuela materna, Chon, tenía un par de macetones llenos de clivias, las adoraba. Ella fue la que me transmitió el amor por las plantas, allí, en La Montiela, en la campiña sur cordobesa. Las clivias son muy típicas en los zaguanes y en los patios de las casonas señoriales de Córdoba y de sus pueblos. Además, siempre florecen en Cuaresma y es el preludio de la Semana Santa”, rememora Trujillo, para quien es imposible ver el naranja encendido de las clivias y no viajar en el tiempo, a la vera de su abuela.
Los aromas tienen siempre dispuesto un billete de ida y vuelta para aquellas personas que los inspiran. Lucía García, murciana licenciada en Historia del Arte y profesora de Secundaria y Bachillerato, se monta en un tren emocional cuando se encuentra con el perfume de las fresias (Freesia cv.) o fresillas, como las llama ella: “La casa de mis abuelos paternos era una cueva. Al salir de ella, delante siempre estaba todo lleno de plantas, algunas solo de adorno y otras para uso doméstico, como azafrán, algún frutal… y enmarcando todo dos grandes pinos carrascos que ahí siguen actualmente. Desde pequeña siempre me llamaban la atención las fresillas y su olor”. “Actualmente”, prosigue, “tengo esas plantas en casa, pero recuerdo que entonces solo las veía allí, en casa de mi abuela, a ella le gustaban mucho”.
“Mi abuela falleció cuando yo tenía 10 años. Y es verlas o sentir su perfume y pensar en ella, la tía Gregoria, como la llamaba la gente del pueblo. Es curioso y no sé la razón, pero incluso gente que no es de la familia cuando se nombra a estas plantas también la recuerdan”, relata García. Y es que las fresias y su perfume impregnan el pasado de otras personas, como ocurre con Norma Ruiz, argentina residente en Mar del Plata: “Cuando veo fresias, su ramillete de colores y la fragancia me hace mirar hacia abajo e imaginar las manitas de mis hijos, que se ponían de puntillas para acercarme un ramito en primavera. Esas fresias eran una caricia. El recuerdo, también”.
Los abuelos de Rafa García florecen cada año en la memoria de otra planta. Este biólogo y docente de la rama sanitaria, además de un excelente cultivador de cactus bajo el nombre de Tara Desert, también cuida de otras espinas, aparte de las de estas plantas suculentas: son las espinas de un rosal amarillo muy especial: “Mi abuelo José María me enseñaba a amar la naturaleza. Me mostraba todas las plantas, desde la manzanilla hasta el acebo. Cuando iba a Avilés a pasar temporadas, daba paseos con mi abuelo”. “Un día”, continúa, “en uno de ellos, en un jardín abandonado, malvivía un rosal que daba unas rosas amarillas con un ribete rojizo, chiquititas pero muy bonitas. Él siempre me las enseñaba, y cogíamos solo una flor para dársela a mi abuela Lucita”.
“Ella también ponía toda su pasión y delicadeza en esa rosa que le llevábamos. Pasaron muchos años, viví en varios sitios, mis abuelos ya no están. Pero cuando decidí volver a mi tierra y coger un terreno, además de mi pasión por los cactus, empecé a cultivar rosales”, agrega García. “Entre todos los rosales híbridos de té, me acordé de aquel rosal antiguo, que ya no sabía si existiría o no. Un día, por fin, pude superar la melancolía y regresé por aquellos caminos que recorría con mi abuelo, busqué el rosal, salté al jardín abandonado, corté con las tijeras unos esquejes de la planta y pude reproducirlo. Ahora lo tengo en la finca como recuerdo de mis abuelos. No es el mejor rosal, pero son rosas especiales y siempre estarán conmigo”, cuenta. De esto no queda duda, porque esas rosas son compañeras de varias vidas enlazadas por el amor y que trascienden lo físico.
El jardinero Carlos Moreno tiene un lugar en su corazón para la azucena (Lilium cv.), una flor que relata su vida familiar: “Nací en Barcelona, y con 10 años nos mudamos a Lepe, a un chalé adosado con un jardín delantero. Mi padre empezó a cultivar allí todo lo que se encontraba. Una de esas plantas fueron azucenas, que plantó en un arriate, mezcladas con lavanda. La lavanda, al cabo de un tiempo, se comió a las azucenas, que desaparecieron”. “Tras muchos años, mi padre falleció, y, por circunstancias, tuve que quitar todas esas plantas y dejar el terreno baldío. Pero, en la siguiente temporada, brotaron las azucenas que había plantado mi padre y que hacía años que habían desaparecido”, recuerda hoy. La azucena, una planta bulbosa, había despertado para regalar de nuevo su belleza.
De aquellos padres jardineros que ya no están llegan al presente otras plantas, alguna de ellas obtenida con la fascinante reproducción a través del injerto. Margarita García vive en Lora del Río (Sevilla), y rememora un limonero (Citrus x limon) con un alma emocional muy bella: “Es un limonero que está en la casa que ha pertenecido a mi familia desde mi bisabuela, en un patio lleno de plantas con su pozo en medio, y que ahora cuida primorosamente mi hermana. Recuerdo el limonero desde siempre, ¡y ya tengo 51 años!”.
“Mi padre Manuel dedicó toda su vida a trabajar en el campo. Según todo el mundo, era el mejor en lo suyo, un experto en la poda y en el injerto de los cítricos. Yo siempre andaba detrás de él cuando era pequeña. Un día trajo una vara envuelta en un saco húmedo de arpillera, y me enseñó cómo iba a injertar aquel limonero para que fuese lunero [que tuviera varias floraciones anuales]. Entonces, una yema de aquella vara que trajo mi padre quedó pegada al tronco del árbol, del que había separado su corteza para introducirla. Así se obraría ese pequeño milagro. A mí me pareció mágico cómo, al cabo de unas semanas, ese injerto había agarrado”, agrega.
Pero la historia no termina aquí: “Como homenaje a mis padres, en el patio colocamos un azulejo con unos versos de Machado: Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, y un huerto claro donde madura el limonero”. Por muchos años más, las flores de azahar de este limonero perfumarán la memoria de los que riegan aquel árbol con agua fresca y con sentimientos.
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