La esparraguera sudafricana: la planta cuyo verde tan fresco alegra la vista
Hermosa y fresca, de largas ramas y hojas vistosas, produce unas flores blancas solitarias y su resistencia al frío es bastante buena. Además, requiere muy bajos cuidados, por lo que es una elección perfecta para novatos
Imprescindible, lo que se dice imprescindible, en una terraza no hay ninguna planta. O en un jardín. Pero la esparraguera de cola de zorro (Asparagus densiflorus) suele recibir elogios por la frescura de su follaje y por la hermosura con la que despliega sus ramas. La gracilidad es una de sus principales cualidades estéticas, y combina a la perfección con infinidad de plantas. En un balcón crecerá como un primor en un rincón menos luminoso, y conseguirá que, allá donde esté, la mirada se refresque. Imprescindible, no lo es, pero es muy recomendable hacerse acompañar por una de ellas.
Las esparragueras africanas, como esta especie u otras tan conocidas y reconocibles como la esparraguera plumosa (Asparagus setaceus) —una trepadora tradicional y elegante—, suelen aparecer en cualquier lista de plantas muy resistentes. En su lugar de origen habría que buscar esa rusticidad, ya que suelen estar asociadas a climas donde sufren periodos estacionales secos, lo que ha hecho que esta esparraguera tenga unos tubérculos en sus raíces donde acumulan sustancias de reserva para afrontar esos momentos desfavorables. La planta que recibe el apropiado nombre de esparraguera de cola de zorro es, en realidad, un cultivar de la especie Asparagus densiflorus, llamada Asparagus densiflorus ‘Myersii’. De esta manera, cuenta con unas ramas muy apretadas y de forma característica, como la cola de aquel animal, de incluso más de 50 centímetros de longitud cuando es adulta y si tiene una buena nutrición y disponibilidad de agua.
Esta esparraguera, como otras de sus parientes, carece de unas hojas vistosas. Las que parecen serlo, con apariencia de pequeñas agujas que no pinchan, son en realidad tallos modificados llamados cladodios. El momento de la brotación de las nuevas ramas —llamadas turiones en el lenguaje más técnico— es glorioso, tanto por la belleza del contraste de verdes que genera, con toques cobrizos, como por el vigor con el que produce ese follaje fresco. Es entonces cuando la esparraguera puede sufrir el ataque de los pulgones, pequeños vampiros que succionan con fruición la savia azucarada de los vasos conductores de la planta. Normalmente, no hace falta tratarla con ningún insecticida, para evitar dañar a otra fauna beneficiosa en la terraza o el jardín.
A continuación, suelen aparecer insectos como las minúsculas avispillas Aphidius, que se encargarán de parasitarlos y de eliminar hasta el último de los pulgones. Si se tratan con un insecticida, dañaremos el delicado equilibrio que también se establece en los balcones de las ciudades y pueblos, eliminando la posibilidad de que sea la propia naturaleza la que se autorregule, por no hablar de la toxicidad que añadiremos en el entorno.
En el caso de que la casi microscópica araña roja haga acto de presencia, bastará con lavarla cuidadosamente con unos buenos manguerazos o metiendo la planta en la ducha para controlarla.
La esparraguera produce unas flores solitarias, blancas, como pequeñas estrellitas, principalmente cuando avanza la primavera y suben las temperaturas, aunque no tiene por qué producirlas cada año. Una vez fecundadas sus flores, darán paso a los frutos. Estos son unas bayas esféricas que al principio son verdes, y van oscureciendo a medida que maduran, hasta formar unas perfectas bolitas rojo brillante que roban la vista. La semilla negra que encierran dentro se puede utilizar para reproducir la planta, siendo sencilla su propagación por este método. Tan solo hay que liberarla de la pulpa que las rodea, sembrarla en superficie en un sustrato muy aireante y poroso, y mantener húmeda la superficie con una buena temperatura. Alrededor de un mes, o más, puede tardar en germinar la plántula. También se puede reproducir dividiendo su mata, preferentemente en primavera o en verano. Para ello, se parte la planta por la mitad, o en más trozos, siempre procurando que cada uno tenga su porción de buenas raíces y de tallos.
Entre sus raíces crecen con abundancia docenas de tubérculos blanquecinos que adquieren un color más oscuro cuando envejecen. En ocasiones, estos ejercen tanta presión contra las paredes de la maceta que pueden deformarla o rajarla, si es de plástico, o incluso romperla, si es de terracota. Sea cual sea el material, es preferible que la maceta sea un poco alta, para que sus ramas puedan descolgar sin que arrastren por el suelo. Incluso hay quienes la cultivan en una maceta colgada del techo o de la pared, para apreciar ese efecto de caída que tiene, aunque es mejor no subirla mucho, para poder ver bien cómo emergen sus tallos desde el sustrato.
Esta planta sudafricana tiene unos requerimientos muy bajos de cuidados, por lo que es una elección perfecta para novatos con las plantas. Además, ya hemos visto que vegeta feliz en rincones en sombra, siempre y cuando sea una sombra luminosa en el exterior. En cuanto al agua, gusta de tener un punto casi constante de humedad en los meses más cálidos. En invierno es mejor dejar secar el sustrato entre riegos, ya que no necesitará de ella para crecer en unos meses en las que suele ralentizar o detener su metabolismo. Su resistencia al frío es bastante buena, y no le importa que le caigan algunos pocos grados bajo cero. En ese caso, la planta puede beneficiarse si se arrima contra la pared de la terraza. No hay que olvidar, por supuesto, un buen abono orgánico para que crezca fuerte y sana. Su verde tan fresco está más que dispuesto para alegrarnos, tan solo hay que bajar a la floristería para encargar una.
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