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Embarazo y parto en un centro de menores: “Cuando salió positivo me dio igual, pero con cada ecografía me emocionaba”

Irene cayó en una espiral de drogas que le llevó a una condena antes de los 18 en la que descubrió que esperaba un bebé. Este ha sido su proceso hasta rehabilitarse y convertirse en madre

Irene con su hija en la guardería del centro de menores en el que cumple su condena.
Irene con su hija en la guardería del centro de menores en el que cumple su condena.Alvaro Garcia
Patricia Peiró

Una chica pasea con un carrito por una pista de baloncesto en la que pega el sol. Esa tarde va a visitar dos escuelas infantiles para decidirse por una en la que inscribir a su bebé, una muñeca pelona y morenita que duerme apaciblemente. La madre está a punto de terminar su condena y empezar una nueva vida junto a su hija. A sus 16 años, cayó en el pozo de las drogas y acabó condenada por un juez a siete meses de internamiento. Hasta que no le hicieron las pruebas médicas en el centro de menores no tenía ni idea de que estaba embarazada. Estaba tan afectada por el consumo y asustada por el encierro, que su futura maternidad no le importó. “Cuando salió positivo me dio igual, no reaccioné”, relata. “Pero ya en el hospital y con cada ecografía me iba emocionando”.

Cuando llegó al centro, había otras tres chicas con hijos, pero coincidió muy poco con ellas. Así se quedó sola como la única chica embarazada en El Madroño, unas instalaciones ubicadas en el distrito madrileño de Carabanchel con un protocolo especializado en casos como el suyo. Ellas cuatro fueron las que en 2022 pudieron cumplir su pena con sus hijos con una edad inferior a los tres años, como recoge la ley tanto en el caso de las cárceles como el de los centros para menores. “Llegó siendo una niña, ha sido siempre la mimada de la familia, la pequeña, y se va a ir siendo madre. Al día siguiente de parir ya se le había puesto cara de mamá”, bromea Raúl Casas, coordinador educativo. “Hubo que combatir la rebeldía. Ella, por ejemplo, nos decía: ‘No paráis de preocuparos por el bebé, pero ¿quién se preocupa por mí?”, secunda Miguel Martín, director del centro. Irene es española, de madre de origen marroquí y padre español, vive en un pueblo de Madrid y es la pequeña de seis hermanos por parte de padre y otro por parte de madre.

El Madroño es un centro rodeado de vegetación en el que cuesta creer que a apenas unos kilómetros bulle el centro de una ciudad de siete millones de habitantes. El pequeño complejo cuenta con guardería, una piscina en la que los niños aprenden a nadar, una cancha y el edificio en el que viven los menores. Parecería un lugar de retiro si no fuera por la presencia constante y obligatoria de guardas de seguridad que acompañan a los internos en cualquier desplazamiento. Es un centro con mayoría femenina, algo poco frecuente. “La proporción en el cómputo de todos los centros es de un 85% de chicos y el resto, chicas”, apunta Diego López, director de la Agencia de la Comunidad de Madrid para la Reeducación y Reinserción del Menor Infractor. De fondo se oyen las castañuelas del conservatorio cercano. “Algunos les cuentan a sus padres que aquí se está bien, ¡que hay hasta bebés!”, señala Casas. La época en la que han llegado a coincidir más niños tuvieron ocho al mismo tiempo.

De izquierda a derecha, Miguel Martín, director del centro, Pedro Díez, técnico educativo y Raúl Casas, coordinador educativo.
De izquierda a derecha, Miguel Martín, director del centro, Pedro Díez, técnico educativo y Raúl Casas, coordinador educativo.Álvaro García

Irene pone una mueca extraña cuando se le pregunta por su educación sexual. “Al principio no pensaba mucho en que iba a tener un bebé, no me hacía a la idea. En la primera visita que me hizo mi madre al centro se lo solté: ‘Estoy embarazada’. Me salió decírselo en árabe. Y también le dije que se encargara de decírselo a mi padre. Pero la verdad es que en seguida me dijeron los dos que bienvenido sea”, cuenta Irene sentada en la guardería del centro, justo antes de que la niña vomite un poco del biberón que le acaba de dar. Casas y Martín destacan que en el caso de Irene la implicación de la familia ha sido fundamental, de hecho, será su padre el que la acompañe esa tarde a elegir escuela infantil. Un detalle especialmente relevante en su caso, ya que está condenada por injurias, amenazas y lesiones en el ámbito familiar. Esta colaboración no se da en todos los casos. “Se trabaja con cada situación. Hay chicas que incluso prefieren mandar a sus hijos con su familia a otro país porque consideran que van a estar mejor que aquí”, detalla Martín.

El día del parto, el 9 de febrero, la madre de Irene estuvo a su lado. “Se reía de mí, me decía que no tenía fuerza”, se ríe la joven. Después del alumbramiento, ella tuvo que irse a trabajar y le tomó el relevo el progenitor, policía de profesión. Irene expresa sus emociones de forma sincera: “Cuando me la pusieron encima... no sé, estaba pegajosa. Ahora la miro y pienso que es preciosa y que es mía”. El padre de la niña “está presente”, añade, pero su relación de pareja ha acabado.

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Su historia se repite una y otra vez entre los muchos otros menores que acaban en estos centros, cuyo nexo en común es la adicción. “Yo bajaba al parque y estaba todo el día fumando porros. Me gustaba mucho la droga. Con mis padres me llevaba bien cuando no estaba drogada, pero era todo el día, así que sí que discutíamos”, recuerda. En este tiempo, además de la línea normal del resto de menores, que tienen talleres, formación profesional y actividades al aire libre, ella también ha tenido que aprender rutinas de alimentación, de cuidados y seguir un programa de desintoxicación. “Cuando salga saludaré a los que eran mis amigos, pero yo seguiré paseando con ella, ya no me pararé a fumar”, asegura confiada.

—¿Qué me dijiste que le dirías a tu hija si te viene embarazada con 16 años como tú? — le pregunta el educador del centro.

—¡Que la mato!—se ríe la adolescente.

Ahora, Irene cuenta los días para salir del centro y empezar sus ocho meses de libertad vigilada, en los que debe cumplir con sus comparecencias regularmente y no volver a delinquir si no quiere volver a un régimen semiabierto o incluso cerrado. Está a punto de terminar su grado de peluquería y va a hacer prácticas en unos meses. Cuando acaba la conversación y se va, el coordinador educativo desliza que ha vuelto a salir la niña que todavía existe detrás de la madre: “Me ha dicho que le debemos un donut de chocolate”.

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Sobre la firma

Patricia Peiró
Redactora de la sección de Madrid, con el foco en los sucesos y los tribunales. Colabora en La Ventana de la Cadena Ser en una sección sobre crónica negra. Realizó el podcast ‘Igor el ruso: la huida de un asesino’ con Podium Podcast.

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