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La obsesión por reabrir La Paloma 16 años después de que el Ayuntamiento la cerrara

La dueña de la discoteca, Mercè March, denuncia palos en las ruedas en esta carrera por abrir la sala de fiestas

Propietaria discoteca La Paloma
Mercè March, propietaria de La Paloma, sentada en la mítica sala de fiestas de Barcelona.Gianluca Battista
Alfonso L. Congostrina

Molduras, relieves dorados, terciopelo rojo, tapices y palcos recrean un ambiente expresamente sobrecargado y trasnochado. Para la sala de fiestas La Paloma no pasa el tiempo. Mantiene ese aire de monumento al exceso y la diversión en el Raval en Barcelona. Su dueña, Mercè March, tiene 71 años. La Paloma llevaba, hasta la pasada Nochevieja, 16 años cerrada. Años en que la obsesión de la propietaria siempre ha sido volver a escuchar los compases de la orquesta entre estas paredes con 120 años de historia.

En diciembre de 2006, el Ayuntamiento provocó el cierre de La Paloma alegando que generaba “ruido” al vecindario. La sala no reabrió hasta el último día del pasado año. El 11 de febrero, cuando solo llevaba tres noches de baile, recibió la primera amonestación del Consistorio. El ruido se convertía, de nuevo, en el enemigo de La Paloma. La Guardia Urbana se presentó en el local, dispersó a unas decenas de personas que estaban en el exterior de la discoteca y procedió a revisar la sala.

Un tuit del concejal de Ciutat Vella, Jordi Rabassa, acusando a los “empresarios del ocio nocturno” de ser “responsables del malestar que provocan” acabó por desatar, de nuevo, la polémica contra La Paloma. March asegura que aquella gente que había en el exterior de su negocio el pasado sábado no eran clientes de la discoteca sino jóvenes que participaban en la inauguración de una tienda cercana. La intervención policial y el tuit despertaron todos los fantasmas. “Tengo mucho miedo. Yo no quiero molestar a los vecinos pero el Ayuntamiento siempre nos trata como si fuésemos delincuentes”, destaca March.

Esta sala de fiestas situada en la calle del Tigre parece, por fuera, una nave industrial. En el siglo XIX fue la sede de la Fundición Comes donde se creó, entre otras, la escultura de Cristóbal Colón. En 1903 se convirtió en sala de baile y poco después la adquirió Jaume Daura. El hijo de Daura, Ramón Daura, se hizo cargo de la discoteca. Visitó París, se contagió de su ambiente y cuando regresó, encargó al escenógrafo del Liceu, Salvador Alarma, diseñar unas telas para decorar el techo de la sala. A Manuel Maestre le encomendó convertir el espacio en un pequeño Versalles en el corazón del que entonces era el barrio Chino. La guinda del pastel fue una faraónica lámpara en mitad de la pista, que hacía (y hace) parecer a los clientes protagonistas de una película de Hollywood.

La Paloma no se cruzó en la vida de March hasta 1977. “Estudiaba derecho y conocí a mi marido Pau Soler. Su tío abuelo era Ramón Daura. Daura no tenía hijos y dejó a Pau, en herencia, La Paloma y la discoteca Cibeles de la calle Còrsega”, recuerda.

En La Paloma de 1977 se mezclaba “la gente de muy mala vida junto con los que salían de la última sesión del Liceu”. March recuerda a muchos personajes dignos de una película de Fellini. “Los viernes venía un señor muy mayor al que llamaban el Tigre. Trabajaba de enterrador y siempre vestía un traje blanco con un foulard. Cada noche pedía a la orquesta que tocara su canción. El Tigre se abría paso entre la multitud. El público le hacía un pasillo y él se movía sensualmente hasta que lanzaba el foulard a una chica joven que tenía que bailar con él”.La nostalgia dibuja una sonrisa en el rostro de March.

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La dueña recuerda también al Sheriff, un personaje que salía de fiesta con gorro de vaquero y chapa de estrella y que apuntaba con un revólver de plástico a las taquilleras exigiéndole dos entradas. “Se las daban gratis. Además, todos estos personajes tenían un sitio asignado en la sala. Estas eran las normas del barrio Chino y había que respetarlas”, explica. También recuerda al octogenario Tarzán que mientras la orquesta tocaba se situaba delante del escenario con la camisa abierta mostrando los músculos que un día adornaron sus pectorales. “Solía venir la Artista que llegaba con cuatro vestidos cada noche y se los iba cambiando, o la Alcaldesa, así la llamaban, venía los jueves. Murió en una residencia y antes de fallecer pidió que la trajeran para despedirse de La Paloma”, enumera.

“Eran otros tiempos, recuerdo que cuando empezaron las chicas a cantar en las orquestas, vestían más descaradas y mis clientas se enfadaban porque los hombres solo tenían ojos para las artistas y no para ellas”, recuerda March. La propietaria de la discoteca explica que cuando llegó a la sala todavía existían los guardianes de las buenas costumbres. Eran unos tipos duros que tenían la potestad de castigar a los clientes, por días o semanas, prohibiendo la entrada si en algún momento habían propasado la mojigata moral de la época dentro de La Paloma.

“Aquí me di cuenta de que los ricos y los pobres se parecen mucho. Las clases medias tieneh muchísimos más problemas y prejuicios”, concluye. A partir de 1992, con la apertura de las discotecas del Port Olímpic, La Paloma dejó de interesar pero March se volvió a reinventar e incorporó pinchadiscos. A partir de entonces comenzaron los problemas que terminaron con su cierre. “Los vecinos de toda la vida estaban muy acostumbrados, pero llegó gente nueva a la que le empezó a molestar el ruido. Fuimos los primeros que colocamos hasta cinco mimos andando por la calle pidiendo a los clientes que guardaran silencio. También contratamos a 14 controladores que obligaban a los clientes que salían a las 5.00 de la mañana que se fuesen directos a la ronda de Sant Antoni”, recuerda.

El 21 de diciembre de 2006, el Ayuntamiento envió una notificación a La Paloma exigiendo el cierre del local, alegando que incumplían la normativa del ruido y que ponían en peligro el descanso de los vecinos. Un año antes, March se había visto obligada a cerrar la sala Cibeles también por culpa de las molestias por ruido. La empresaria, en solo unos meses, cerró sus dos negocios. “Vendí la Cibeles. No quería desprenderme de ella pero tenía que afrontar los gastos del cierre de La Paloma. Teníamos 56 trabajadores fijos y 106 ocasionales que hubo que indemnizar”, recuerda.

A partir de entonces y con la persiana bajada, se dedicó a pleitear. Con el dinero de la Cibeles insonorizó La Paloma, pidió una nueva licencia y saltó la carrera de obstáculos burocráticos hasta que consiguió reabrir la pasada Nochevieja. “El dinero de la Cibeles se acaba y es momento de que La Paloma vuelva a reabrir de forma habitual. Necesitamos recuperarnos. Queremos hacer las cosas bien pero el Ayuntamiento tiene que dejar de tratarnos como si fuésemos delincuentes”, concluye.

March está deseando que la orquesta vuelva a inundar todos los rincones de una sala en la que ya no podrán bailar ni el Tigre, ni la Artista, ni el Tarzán, ni aquella Alcaldesa que se despidió de La Paloma antes de morir.

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