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El anhelo de Europa se agazapa en Nuadibú esperando zarpar a Canarias: “Si todo el mundo quiere ir allí, será porque habrá algo bueno”

Miles de jóvenes migrantes, muchos de ellos malienses que huyen de un país en guerra, malviven en el extremo norte de Mauritania a la espera de una oportunidad que los lleve hasta las islas

De izquierda a derecha: Bacar Soumaré, Issa Sakho, Mamadou Traoré, Dahabass Soumaré y Yaye Yambess, migrantes malienses en la habitación que comparten en el barrio de Bagdad en Nuadibú (Mauritania).
De izquierda a derecha: Bacar Soumaré, Issa Sakho, Mamadou Traoré, Dahabass Soumaré y Yaye Yambess, migrantes malienses en la habitación que comparten en el barrio de Bagdad en Nuadibú (Mauritania).Juan Luis Rod
José Naranjo

La única ruta en condiciones que cruza de Malí a Mauritania se llama la Carretera de la Esperanza, un pomposo nombre para una lengua de asfalto que atraviesa miles de kilómetros de dunas y pedregales. A lomos de ella llegó Dahabass Soumaré, de 19 años, hasta la remota Nuadibú. “Por fin”, pensó, “solo queda un salto hacia Europa. Si todo el mundo quiere ir allí, será porque habrá algo bueno”. Pero la ciudad que debía ser su trampolín a Canarias resultó ser una trampa y este joven agricultor sin estudios de la región de Kayes quedó atrapado en ella. Sin dinero, sin trabajo, sin poder avanzar ni retroceder. Hoy malvive con otros 11 chicos como él en tres humildes habitaciones a las que llaman hogar, donde el único mobiliario son colchones compartidos tirados en el suelo.

Nuadibú es la ciudad de los sueños rotos. Uno de cada tres de sus 150.000 habitantes son foráneos, jóvenes de Malí, Senegal o Guinea que llegaron hasta esta esquina inmisericorde de Mauritania, aislada del mundo por el desierto y conectada a él por el mar, muchos con el anhelo de Europa. Sobre el mapa, todo parece fácil. Hasta Canarias son tres o cuatro días de navegación en alguno de los miles de imponentes cayucos que pueblan su puerto artesanal, que en los últimos tres meses se ha convertido en el epicentro de las salidas de migrantes desde África hacia las islas. Sin embargo, las cosas no siempre salen bien. La Guardia Civil española y los guardacostas peinan sus aguas y la Policía mauritana tiene confidentes por toda la ciudad. Un pasaje al paraíso vale unos 1.500 euros, frente a 500 desde Senegal. Más cerca, más caro y mucha gente a la que pagar. Todo se compra y se vende en Nuadibú, hasta las voluntades. La UE destinará 210 millones para convertir a Mauritania en barrera de la emigración irregular hacia Canarias.

Un viento helado recorre sus calles de arena por las noches. Como no tienen ni mantas para taparse, Dahabass y sus amigos duermen vestidos, con sudaderas que simulan ser de marcas famosas pero son falsas, y se arriman unos a otros para darse calor. “Hasta las dos es soportable, pero en la madrugada es mortal, no puedes ni descansar”, dice Bacar, de 28 años, de los pocos que ha conseguido trabajo, como cocinero. Con sus exiguos ingresos paga el alquiler de las habitaciones a un mauritano acaudalado y compra espaguetis y arroz para comer de vez en cuando. Desde que salieron de su Malí natal con los ojos y la cabeza preñados de Europa, no han probado ni un trozo de carne. Enfrente de su hogar, situado en el pretencioso barrio de Bagdad, un vecino se ha construido un palacete con columnas y balcones de volutas neoclásicas.

“Sin la complicidad de las autoridades es imposible”, asegura Yunus, un joven mauritano de pelo ensortijado que probó suerte en 2023, llegó hasta Canarias y fue expulsado de vuelta a Nuadibú. Él zarpó del puerto artesanal en un cayuco tripulado por pescadores senegaleses y vio con sus propios ojos cómo el capitán sobornaba a un agente para que les dejara pasar. Otros salen de puntos alejados de la ciudad para evitar la vigilancia. En los últimos meses, el antiguo enclave español de La Güera, situado a pocos kilómetros, perteneciente al Sáhara Occidental y bajo control del Ejército mauritano, se ha convertido en el punto de encuentro de espectros. Basta que una embarcación navegue hasta allí con sigilo y recoja a los jóvenes que, en grupos de cuatro o cinco, han ido llegando al amparo de la noche.

Yunus, joven mauritano que probó suerte en 2023, llegó hasta Canarias y fue expulsado de vuelta a Nuadibú.
Yunus, joven mauritano que probó suerte en 2023, llegó hasta Canarias y fue expulsado de vuelta a Nuadibú.Juan Luis Rod
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De día, los jóvenes malienses pasan el rato jugando a las cartas o tomando té para burlar el hambre, a la espera de un golpe de suerte, de un cambio en la dirección del viento. No se atreven ni a pasear por miedo a que los atrape la Policía. Nuadibú está a reventar de casas como esta, cuartos abarrotados de las que emergen cada mañana y a la que regresan al caer el sol los más afortunados, aquellos que tienen un trabajo para conseguir los cuatro o cinco euros diarios que les permiten aguantar un poco más. Por esta ciudad fluye el maná de Mauritania, los preciados tesoros que abundan en su tierra y sus aguas, el hierro y el pescado. Pero a estos africanos de mirada perdida, esclavos del siglo XXI que cocinan, construyen, pescan o vigilan, apenas les caen las migajas.

Ibrahima Cissé conduce un desvencijado coche como taxista clandestino. Huyó de su Malí natal cuando la guerra tocó a las puertas de casa, lo que le convierte en uno de los 70.000 refugiados que han entrado en Mauritania desde octubre debido al preocupante deterioro de la situación en su país. Comparte habitación con dos amigos en una casa del barrio de Cinema donde tienen agua corriente solo medio mes. “No sabemos por qué, nosotros pagamos religiosamente el alquiler, pero es así”, asegura Cissé mientras se encoge de hombros. Abdoulaye y Seydou Coulibaly, que cruzaron como un rayo hasta Nuadibú desde Kati, también en Malí, asienten con la cabeza. Hace meses que se cansaron de pedir trabajo en el vecindario. Demasiadas preguntas sin respuesta. Ellos son migrantes y su amigo, refugiado, pero los tres visten la misma ropa vieja y sufren idéntica penuria.

De las 12.000 personas llegadas a Canarias en 2024 al menos el 60% son malienses, según fuentes del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). Una gota en el océano que inunda Mauritania. La guerra que se libra en Malí es sin cuartel. Las Fuerzas Armadas y sus aliados, los mercenarios de Wagner, intensificaron el año pasado la ofensiva contra los grupos yihadistas, filiales de Al Qaeda y Estado Islámico, y los rebeldes tuaregs. Los asesinatos de civiles se suceden, la población de las regiones del norte, estigmatizada y perseguida por su supuesta complicidad con los grupos armados, huye en desbandada.

Un buen samaritano permitió a Aicha Wallet y a su hermano Mahmoud, procedentes de Tombuctú, instalarse en una caseta de madera situada en un solar de Nuadibú. Sus hijos se crían allí en la desesperanza: no pueden regresar a un país en guerra y tampoco tienen a dónde ir. Hablan tamashek, una lengua extraña por estos lares. Cada día, Mahmoud se mezcla con el río de jóvenes africanos que se sienta a esperar en una rotonda del centro de la ciudad a que pase alguien y lo contrate por unas horas. Pero es demasiado mayor. “Es muy difícil vivir así, no tenemos ni agua”, asegura. Aicha trabaja como traductora. Se ha convertido en el pilar de la familia.

En ocasiones, los cayucos que llegan a Canarias son robados. Y no solo en Nuadibú. De la playa de la capital del país, Nuakchot, donde cada tarde se desembarca el pescado, desaparecen uno o dos por semana. Como si se los hubiera tragado el mar. Nounou Abderramán, un pequeño armador, sabe bien su destino. “Lo que estamos viviendo estos días es tremendo, mucha gente se está yendo a la emigración. Ponen en peligro sus vidas. Uno de mis barcos se esfumó una noche”, comenta mientras se coloca la derrá, el típico traje mauritano. Sobre la arena, al caer la tarde, la actividad es frenética.

Miles de senegaleses están empleados en el sector de la pesca en Mauritania, que otorga unas 500 licencias anuales a cayucos del país vecino. Los malienses son gente de tierra adentro, pero los pescadores de Saint Louis conocen el mar y son quienes suelen conducir las embarcaciones hasta Canarias. “En Senegal hay un control muy grande y además las condiciones climáticas complican el viaje en invierno. Los pasadores se han instalado en Nuadibú porque desde aquí son apenas tres o cuatro días de travesía si todo va bien”, asegura Elhadji Kebe, quien trabaja para el consulado honorario senegalés en esta ciudad.

Restos del cementerio improvisado a unos 10 kilómetros a las afueras de Nuadibú, donde descansan los más de 60 cadáveres que fueron encontrados en uno de los peores naufragios que vivió Nuadibú, en 2019.
Restos del cementerio improvisado a unos 10 kilómetros a las afueras de Nuadibú, donde descansan los más de 60 cadáveres que fueron encontrados en uno de los peores naufragios que vivió Nuadibú, en 2019.Juan Luis Rod

Un policía mauritano que colabora con las fuerzas de seguridad españolas en Nuadibú y habla bajo condición de anonimato confirma la intensidad de las salidas y de las detenciones de los últimos meses. “Tenemos muchísimo trabajo, pero la relación es magnífica. Hemos desmantelado varias redes”, explica. Para tratar de frenar las llegadas a Canarias, Mauritania y la UE acaban de firmar un acuerdo que prevé una inversión de 210 millones de euros en este país e implica un refuerzo del control migratorio. Pero no todos lo celebran. Decenas de personas se han intentado manifestar en Nuakchot en los últimos días. “No queremos que nuestro país se convierta en una cárcel para emigrantes”, asegura Bachir, un joven mauritano. El tema es sensible y polémico.

Pero Nuadibú es implacable. Ni siquiera la memoria de los más desafortunados permanece mucho tiempo. En la margen derecha de la única carretera que conduce a la ciudad, la arena y el olvido han devorado el cementerio improvisado de uno de los peores naufragios de migrantes que ha vivido la ciudad. Fue una mañana de 2019. Más de 60 cadáveres fueron recuperados del agua y las rocas después de que una ola provocara el vuelco de un cayuco en apuros. El cartel que anunciaba el camposanto hace tiempo que no cumple su función. Las letras se han borrado y el óxido ha destrozado los cuatro bidones que delimitan el espacio. A pocos metros bajo tierra, solo huesos sin nombre.

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Sobre la firma

José Naranjo
Colaborador de EL PAÍS en África occidental, reside en Senegal desde 2011. Ha cubierto la guerra de Malí, las epidemias de ébola en Guinea, Sierra Leona, Liberia y Congo, el terrorismo en el Sahel y las rutas migratorias africanas. Sus últimos libros son 'Los Invisibles de Kolda' (Península, 2009) y 'El río que desafía al desierto' (Azulia, 2019).
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