Calles de salitre y arena: la Barceloneta que acoge la Copa América, más allá de la hostelería voraz y los alquileres turísticos
Visitamos a los heroicos nadadores, pescadores y regatistas del histórico barrio obrero barcelonés, conocido por la práctica de ancestrales deportes marítimos, antes de que se inaugure el evento estrella del mundo de la vela
La Barceloneta nació de una expropiación masiva. En 1719, el primer Borbón español, Felipe V, recién instalado en el trono, decidió convertir gran parte del barrio de la Ribera en una inmensa casa cuartel de nuevo cuño, la Ciudadela. Para ello, ordenó el desalojo y derribo de las viviendas de varios centenares de vecinos, en su mayoría pescadores y artesanos. Muchas de las víctimas de aquella conmoción urbanística fueron reubicadas en una lengua de tierra arrebatada al mar décadas antes, el antiguo islote de Maians.
Allí vivieron, en cabañas y barracones, hasta que, ya en 1754, siguiendo los planos del ingeniero militar Juan Martín Cermeño, se construyó un nuevo vecindario, de planta triangular, a la vera de los primeros diques del puerto. La nueva colonia fue bautizada como barrio de la Ostia, en honor al suburbio marítimo de la antigua Roma. Con el tiempo, albergaría astilleros, talleres metalúrgicos, lonjas pesqueras y un par de arenales frecuentados, ya en el siglo XIX, por los devotos de la nueva moda europea de los baños de mar. Luego vendrían las migraciones masivas, la industrialización, los proyectos urbanísticos del siglo XX, los Juegos de 1992, el auge del turismo masivo…
La Barcelona litoral va a acoger la trigésimo séptima edición de la Copa América, uno de los principales acontecimientos deportivos del calendario internacional, del que se espera la creación de más de 18.000 empleos directos y un impacto en la economía local cercano a los 1.115 millones de euros. Más allá del espléndido escaparate hay un barrio con su identidad y sus tradiciones, rendido a la gentrificación, la hostelería voraz y los alquileres turísticos, pero que aún bebe vino tinto en porrón, pesca lubinas y nécoras, practica ancestrales deportes marítimos o nada en aguas abiertas.
Se trata de una Barceloneta en cierta manera oculta. En una tórrida jornada de agosto, las terrazas de la principal arteria del barrio, el paseo de Joan de Borbó, son un hervidero de turistas que trasiegan mojitos y sangrías o devoran patatas bravas. Los restaurantes de primera línea de mar despachan a velocidad de crucero arroces, ya sin la tuna y los guitarristas flamencos que, hasta hace no mucho, pedían propina entre sus mesas. Nudistas reticentes se bañan en la playa de Sant Sebastià, entre la estatua de La estrella herida, de Rebecca Horn, y el icónico hotel Vela (W Barcelona), de Ricardo Bofill. Grupos de visitantes eventuales hacen cola para elevarse en el teleférico de 45 metros sobre el puerto y aterrizar en las laderas de Montjuïc, la montaña marítima.
Muy cerca del teleférico (a cuya torre subimos para fotografiar desde el aire la dársena pesquera, en obras y con acceso restringido estos días) nos hemos citado con uno de los representantes del barrio genuino y semioculto. Se trata de Daniel Ponce, valenciano, licenciado en Ciencias del Deporte, entrenador del equipo de natación en aguas abiertas del Club Natació Atlètic-Barceloneta, fundado en 1913. Cuenta que el grupo de entusiastas de todas la edades y niveles que él coordina entrena de lunes a jueves en una piscina externa y sale a nadar al Mediterráneo “casi todos los sábados del año”.
Ponce es un experto en travesías de resistencia extrema, como los 81 kilómetros a nado siguiendo el curso del Ganges en que ha participado en dos ocasiones, una prueba física y mental que te acaba induciendo, según nos explica, “a olvidarte de tu cuerpo y percibir el tiempo de otra manera”. Mucho menos exigentes resultan las brazadas matinales a un kilómetro de la orilla que comparte con su equipo: “Se trata de redescubrir juntos los placeres de nadar en el mar, mecidos por el suave oleaje mediterráneo”, con una clara voluntad de “superación personal”, pero también con un marcado espíritu lúdico. “Los más avanzados del grupo acaban compitiendo en el circuito de natación en aguas abiertas. Pero ese no es el único objetivo, ni siquiera el primordial. Lo que de verdad importa es que cada uno de los participantes disfrute de la experiencia y se marque su propia curva de esfuerzo y aprendizaje”.
Cerca del lugar en que nadan Ponce y su grupo, nos cruzamos con Oleg, un barcelonauta atípico, que recorre la playa de punta a punta armado con un rudimentario detector de metales, su particular varita de zahorí. Con ella ha rescatado de la arena teléfonos móviles, por los que suele recibir pequeñas propinas, monedas y “algún objeto valioso, como anillos o pulseras de plata”. Lo suficiente para ganarse, según nos explica, un modesto jornal sin necesidad de acabar “enterrado” en una oficina.
Cruzamos el barrio en dirección norte y vamos a parar al muelle de la Marina, ya en el extremo de Poblenou. Allí tiene su sede el Club Patí Vela de Barcelona, uno de los últimos reductos de este deporte autóctono que viene practicándose en este litoral desde hace más de 100 años.
Rafel Figuerola, presidente y fundador del club, nos recibe en el taller donde fabrican sus patines (pequeñas embarcaciones de una sola vela, sin orza ni timón, como catamaranes reducidos a la esencia) y nos invita a acercarnos a bordo de una lancha al lugar en que navegan los participantes de un campamento infantil. “Basta con verlo en el mar para entender perfectamente cómo funciona”, nos explica, “los niños navegan acompañados, en patines un poco más grandes de lo normal. En general, se trata de embarcaciones individuales, y que el patrón las tripula usando el peso de su cuerpo para ir cambiando de dirección”.
La flamante embarcación italiana que participará en la Copa América irrumpe en el horizonte. El monitor que sirve de guía en nuestro improvisado viaje la contempla con admiración. Pura vanguardia náutica valorada en millones de euros.
De vuelta en tierra, comentamos con Figuerola una noticia reciente: se está produciendo un éxodo de barcos barceloneses hacia puertos de Girona y Baleares como consecuencia de la subida del precio de los amarres que ha generado la Copa América: “Nos ofrecimos a cerrar el club entre agosto y octubre”, responde este hijo de pescadores de Torredembarra, “pero al final no ha hecho falta. Optamos por acudir a los organizadores de la Copa y hablarles de nuestro deporte. Les caímos en gracia, y podemos decir que nos hemos asociado con ellos y que organizaremos en septiembre nuestra Copa América de patín”.
Van a ser teloneros de un gran acontecimiento mediático, pero eso no los distrae de lo fundamental: “Aquí fabricamos patines y enseñamos a manejarlos”. Son los apóstoles de un culto minoritario, reservado a los que de verdad aman el mar: “No creo que exista un deporte náutico tan barato y accesible como el nuestro. Empezó a practicarse en la periferia marítima de Barcelona y en la comarca del Maresme en la década de 1920, estaba desapareciendo hace alrededor de 20 años y nosotros hemos contribuido a mantenerlo vivo y a darle un nuevo impulso. Ahora hay clubes de patín vela en muchas ciudades de España y en lugares como Bélgica, pero nuestro objetivo es recuperarlo, por ejemplo, en Mataró, una de las ciudades pioneras, en la que se dejó de patinar sobre las aguas hace decenios”.
Nuestra última cita es en el muelle pesquero de la plaza del Rellotge, pintoresco rincón donde tiene su cuartel general la Cofradía de Pescadores de Barcelona. Allí nos recibe Javier Carrasco, secretario de esta asociación de irreductibles de la pesca local que cuenta con 206 miembros. Junto al reloj del puerto organizan sus actos de confraternización y apertura a la ciudadanía, como la sardinada popular de la pasada primavera, una manera, según nos cuenta Carraco, “de mostrar que seguimos aquí, en condiciones no siempre favorables, pero pescando, como se ha hecho siempre, en este litoral urbano, nutriendo a las lonjas y restaurantes de Barcelona con un excelente producto de proximidad”.
Carrasco nos presenta a Antonio, de Almuñécar, patrón de barco. Un pescador con cinco décadas de actividad a cuestas que estaba disfrutando ya de su retiro (el régimen especial de los trabajadores del mar prevé que se jubilen a los 55 años) pero que ha vuelto a navegar porque su barco se había quedado sin patrón “y en la pesca apenas hay ya relevo generacional”. Antonio está remendando sus redes, perforadas y desmadejadas por los atunes “que son especie protegida, se entrometen en la pesca y son tan voraces que casi te vacían el mar”.
En estas aguas, cuando los atunes dan tregua, se pescan pulpos, lubinas, mabras o doradas. Producto, según nos aclara Antonio, “de muy buena calidad”, pero que ya no puede venderse como antes al mejor postor, en lonjas de acceso público. “Lo hacemos a puerta cerrada”, explica Carrasco. La llegada de la Copa América les supone un serio contratiempo que esperan, al menos, que sea tan beneficioso para la ciudad como ha llegado a decirse. “Justo es reconocer”, añade Carrasco, “que el Ayuntamiento y la organización de la Copa se han sentado con nosotros en mesas de trabajo para minimizar el impacto y prever compensaciones en caso de que no podamos salir a faenar”. Antonio asegura que se está preparando para una travesía del desierto de un par de meses: “Buenas palabras, las que quieras. Pero a la hora de la verdad, los pescadores somos el último mono en esta película”.
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