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Las copas y las letras
Columna
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Y nosotros nos iremos, y no volveremos más

Quizá por ser el pequeño, uno pensaba en la Navidad como un calor seguro, que no iba a cambiar nunca

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MIGUEL RIOPA (AFP / Getty Images
Ignacio Peyró

Todos los hermanos mayores se parecen, pero los hermanos pequeños lo son cada uno a su manera. Ocurre desde el propio nacimiento: a veces los pequeños llegamos al mundo como una sorpresa, otras veces llegamos como una preocupación y tampoco es infrecuente ser ese hermano que buscaban los padres para completar el pack. Aparecidos en la familia como estrambote feliz o alegría decreciente, la encrucijada ontológica, en todo caso, no nos va a abandonar ya nunca. Puede ocurrir que seamos los mimados, pero también podemos ser los olvidados: cosas de aparecer en la función cuando los papeles ya se han repartido. Quizá por eso hay hermanos pequeños que van por la vida como si el planeta no hubiera hecho otra cosa que esperarlos, mientras que otros tuvieron que ser algo zorros porque si no los mayores le dejaban sin tarta. De igual modo, es posible que de los pequeños no se espere lo mismo que de los mayores, pero si no se espera mucho tal vez sea porque de ellos no se acuerdan tanto. Entre las desventajas, hay hermanos pequeños que no han estrenado ropa hasta el día de su boda. Entre las ventajas, los hermanos mayores ya han negociado las horas de llegada antes de que tú empezaras a salir. Como sea, uno puede pensar que los pequeños se han ganado su mala fama a pulso, pero —­en términos contemporáneos— cabe decir que no han controlado nunca la narrativa: baste pensar que Caín era un hermano mayor. Por supuesto, hablamos de pequeños y mayores cuando Freud ya sabía que lo importante es ser el favorito de mamá.

Lo interesante del hermano pequeño, sin embargo, es una soledad muy propia, que va más allá de no tener a quien cuidar o no tener —a veces— quien nos cuide. Los mayores van estrenando y asentando las tradiciones familiares, mientras que los pequeños llegamos a un mundo ya ordenado, con sus ritos ya hechos, los padres ya muy padres y los abuelos muy abuelos. Durante años, uno no tiene edad para comer no sé qué o para jugar a no sé cuántos. El rezagado tiene por tanto el privilegio poético de ver el mundo desde abajo, de contemplar una vida que funciona sin uno: le toca más estar que hacer, acompañar una realidad que ya está resuelta. La del hijo pequeño es la última mano que se desprende de la mano de los padres: si de acompañar hablamos, es otro privilegio.

Esa inmovilidad ilusoria del mundo nunca es más fuerte que en Navidad, quizá porque el recuerdo de la Navidad llega al hondón de lo que somos: el tacto primero de la infancia, el recuerdo de la maravilla, la inocencia como sabiduría deseable, el corazón como raíz de la mirada. Es, más prosaicamente, el gran tiempo de las liturgias familiares. Aquella tía que siempre trae el foie. Elegir el vino. Un asado triunfante. Esa cristalería buena que —quizá por ser el último en llegar— piensas que ha estado ahí eternamente. Con los años, vivimos la Navidad como un anclaje contra el tiempo, desde aquella mañana de aguanieve en que alguien nos llevó a coger musgo a la constatación de que cenamos con aquellos que se asomaron a nuestra cuna y se asomarán a nuestra tumba.

A algunos les sonará naíf, pero cada casa tiene sus costumbres: nosotros oímos el discurso del Rey con una copa y, ya sentados, antes de cenar, se bendice la mesa. No todos creen, pero todos tenemos ahí un instante para meditar y quizá conjurarnos —el año termina— contra “el bien no hecho, el amor no dado, el tiempo desperdiciado”. Pero la mirada suele volverse además sobre esos otros que de alguna manera también nos han dado forma. La novia alemana que nos acompañó un año, dónde estará. Los maridos convertidos en exmaridos y que ya no han de volver nunca. Los abuelos que faltan, y cuánto faltan. Los sobrinos y los hijos que se han incorporado y que luego te preguntarán por tu modelo de iPhone sin que les sepas decir bien. Quizá por ser el pequeño, uno pensaba en la Navidad como un calor seguro, que no iba a cambiar nunca. Solo con la lentitud del tiempo sabemos que también es un abandono, que la belleza y el drama de la Navidad es que tenemos las Navidades contadas, que la cena de la Nochebuena tiene algo de mesa caliente de la que unos entran y otros salen, y que a su tiempo cada uno será nada más que el recuerdo que dejamos en los otros. Porque, como dice el villancico más triste del mundo, también nosotros nos iremos, y no volveremos más.

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Sobre la firma

Ignacio Peyró
Nacido en Madrid (1980), es autor del diccionario de cultura inglesa 'Pompa y circunstancia', 'Comimos y bebimos' y los diarios 'Ya sentarás cabeza'. Se ha dedicado al periodismo político, cultural y de opinión. Director del Instituto Cervantes en Londres hasta 2022, ahora dirige el centro de Roma. Su último libro es 'Un aire inglés'.
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