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LAS COPAS Y LAS LETRAS
Columna
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La vida encoge. Sobre la crisis de la mediana edad

El tiempo, en efecto, va redimensionando la felicidad hasta que la felicidad ya consiste en que no te pase nada horrible

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Jasmin Merdan (Getty Images)
Ignacio Peyró

El día que cumplí 40 años fue un día muy feliz, pero —como una nube que de pronto oculta el sol— se me cruzó por un instante un pensamiento: “Aquello que va a matarme ya ha nacido”. Una de las alegrías menos alabadas de la juventud pasa por tomar la vida como un set de posibilidades infinitas y no como algo que siempre —sin remedio— va a peor. El tiempo, en efecto, va redimensionando la felicidad hasta que la felicidad ya consiste en que no te pase nada horrible: que esa tos no lleve consigo una sorpresa, que el número desconocido sea de un repartidor y no del tanatorio. La mayor alegría de este mes ha sido hacerme unos análisis y que el médico diga: “¡Estás hecho un pimpollo!”. Es lo que te dicen cuando ya no eres un pimpollo.

Que el paso de los años sea una catástrofe universal no significa que uno no lo sienta como una putada personalísima: podemos tener un carácter apacible, podemos tomarlo con madurez, que nada de eso lima los destrozos. Vista desde la juventud, la mediana edad era una aprensión lejana, a imagen de esas noches de gloria en las que, pese a todo, algo anidado en nuestro córtex sabe que mañana aún habrá que ir a trabajar y pagar tasas e impuestos. Luego vemos que la mediana edad solo llega, no se anuncia. Y uno mira sus efectos como el perito que se mete en una casa a evaluar los daños.

Los primeros son los físicos: las canas dejaron de ser una broma privada con el peluquero para ser la nueva normalidad. De pronto lo que nos importa es ir al baño con solidez, mantener algo de pelo, las piezas dentales, una erección esbelta: después de todo, ya estamos rodeados de gentes para quienes palabras como “quimio” o “biopsia” son parte de su día a día. Luego viene lo metafísico, porque también encoge esa felicidad modesta que son las alegrías: hace poco queríamos probar cierto vino, nos ilusionaba ir a aquel sitio de sushi; ahora lo que nos da contento es tener un buen seguro de hogar o haber comprado casa con cabeza. Puntos extra si en el banco te invitan a un nespresso. Contemplar el fondo de inversiones empieza a tener algo de complacencia erótica: creíamos que lo de ­Map­fre —”el puente hacia su jubilación”— eran anuncios y resulta que eran profecías. Ocurren cosas que nunca hubiéramos creído: ir a ver alfombras —¡o lámparas!— se convierte en un plan excitante.

La sociabilidad cambia, claro. La realidad se empieza a poblar de moralejas en cabeza ajena: el fracaso —aprendemos— solo es fracaso, no una forma heroica de belleza. Con frecuencia, el sentimiento es el de ir caminando en un desguace. Aquel periodista que prometía tanto. Ese noviazgo prolongado de más. El niño que bien podíamos haber dejado en el limbo de los no nacidos. Las relaciones se enrarecen: a poco que te vaya bien, habrá muchos voluntarios para odiarte, pero ahora sabemos que, de no haberte ido bien, tampoco iban a quererte. El tiempo nos reconcentra: nos aleja, no nos acerca a los demás. Así, el silencio cartujano puede no ser muy agradable, pero suele hacerse preferible al contacto con individuos de nuestra misma especie biológica. Pese a todo, tenemos que conocer gente, y estrechamos sus manos como si nos ajustáramos una corona de espinas, y todavía hay que sonreír con la sonrisa que uno pone cuando le están endodonciando. Laboralmente hay quien mantiene grandes ambiciones pero, una vez nos hemos demostrado que no somos los más inútiles de los alrededores, ese empuje napoleónico ya parece una chiquillería o una vanidad. Culturalmente, nuestra propia época termina por adelantarnos —y sepultarnos— a todos: como dice un amigo, “yo creía que Green Day era una plataforma ecologista”. No se muere moderno.

Quizá lo peor sea, con todo, intuir que lo malo solo acaba de empezar, que llegará el momento de saberse sobrantes, que al final nos iremos del mundo como se arranca una costra: con dolor y a la vez con alivio. Sí, ciertamente siempre hay razones para vivir: por ejemplo, entregarse a la bebida, pero si algo hemos aprendido es que aquí vamos a pagar hasta la última ronda. ¿Qué hacer? Valentí Puig busca “crepúsculos para tener una copa en la mano / y pruebas de algún afecto que perdure”. Es cosa muy hermosa. Si no, siempre podemos quedarnos en casa a verlas venir, enfundados en un cárdigan: ya pasaron los días de sol, ahora nos toca la temporada de las lluvias. Pero quizá haya otras lecciones de la edad: nada nos anima a pelear como tener todo que perder.

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Sobre la firma

Ignacio Peyró
Nacido en Madrid (1980), es autor del diccionario de cultura inglesa 'Pompa y circunstancia', 'Comimos y bebimos' y los diarios 'Ya sentarás cabeza'. Se ha dedicado al periodismo político, cultural y de opinión. Director del Instituto Cervantes en Londres hasta 2022, ahora dirige el centro de Roma. Su último libro es 'Un aire inglés'.
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