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LAS COPAS Y LAS LETRAS
Columna
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Sus insatisfacciones no se operan

No hace tanto, la humanidad apenas hubiera podido soñar la expresión “me he puesto culo” o “estreno tetas”

Una paciente del Dr Bourget, miembro de la Academia Francesa de Medicina, antes y despúes de someterse a una operación de cirugía plástica para enderezar el puente nasal, en 1924.
Una paciente del Dr Bourget, miembro de la Academia Francesa de Medicina, antes y despúes de someterse a una operación de cirugía plástica para enderezar el puente nasal, en 1924.Topical Press Agency (Getty Imag
Ignacio Peyró

A imagen de esas familias que van degenerando, la cirugía estética nació con heroísmo en los campos de batalla de Napoleón, pasó a manos de los cirujanos armenios de Beverly Hills y ha terminado en la versión de todo a cien de la clínica del barrio. No hace tantos años, la humanidad apenas hubiera podido soñar la expresión “me he puesto culo” o “estreno tetas”: ahí mediaban las limitaciones de la técnica, por supuesto, pero también la vieja noción de la medicina según la cual la vanidad no figuraba entre los motivos capaces de justificar una intervención. Esta ya es una pantalla que parecemos haber pasado.

Tal vez fuera natural que la expansión de la cirugía se viera acompañada de la expansión de su sospecha: cuestión —literalmente— de narices, la cirugía plástica sirvió para los sifilíticos de tabique hundido o, con mayor frecuencia, para esa eugenesia vergonzante de disimularse un origen judío o negroide en tiempos en que esto resultaba peligroso. La suspicacia perdura hasta hoy, cuando vemos unos de esos rostros que, operados una y otra vez, caminan por el mundo con los efectos disuasorios de una vanitas barroca. El propio crecimiento de la cirugía ha sido, sin embargo, la mejor manera de blanquear su fama. Elizabeth Haiken nos cuenta cómo, en 1923, la actriz Fanny Brice causó estupefacción al aparecer ante el público con la nariz operada; 40 años después, cuando la Streisand se subió por vez primera a un escenario, el pasmo fue por su nariz ganchuda, sin retoques. Era el recauchutado definitivo de la cirugía. El resultado lo apunta Holly Brubach: en nuestros días, en las partes más sofisticadas del mundo, es muy difícil saber cómo es una persona de 55 años en su estado natural.

Siempre podemos pensar que, de tener la mirada de Alain Delon o el escote abisal de Irina Shayk, quizá hubiéramos sido menos simpáticos, cariñosos u ocurrentes, pero aun así distamos de acostumbrarnos a posar de cyranos ante el mundo. La cirugía no deja de cifrar cierta infelicidad muy contemporánea: tras tantos años de igualitarismo, nunca ha sido más necesaria, por ejemplo, cierta guapura en el ámbito laboral. Y tras tanta estima de la autenticidad, la autoexpresión y el “yo lo valgo”, miles de personas peregrinan al médico a fotocopiar el ceño bravío de Banderas o en pos de esas bocas a lo ­Jolie que a menudo se resuelven, más bien, con unos labios del tamaño y la textura de una zódiac. Ahí andamos, a la busca de ese “yo verdadero”, guapo hoy y perfecto mañana, que sólo nos puede dar un cirujano capaz de suprimir la cesura entre nuestro cuerpo y la imagen que tenemos de él. Al final, nuestra autenticidad —pura ironía— era cosa mejorable. Como puede verse en el caso de los gordos, o la perfección empieza a ser un requisito, o al menos la imperfección parece resultar culpable.

Entra dentro de los misterios de la coquetería por qué preferimos conseguir la fascinación de la mirada ajena antes que, simplemente, merecer un respeto. Quizá porque no todo dependa, en este ámbito, de la mirada ajena, y cabe preguntarse si la cirugía no ofrece una cura del cuerpo para problemas que rara vez son del cuerpo. De ahí tantos adictos. O de ahí el desastre de haberse modelado un pecho de prodigalidad latina cuando —por esas oscilaciones del canon de belleza— de pronto se vuelven a llevar feéricas lisuras. Marilyn Monroe fue un ardor del siglo XX: más de una vez se ha señalado que hoy no daría en las tallas para modelo.

Desde luego, nadie juzga indeseable el azul inolvidable de una mirada, la perfección praxiteliana de no sé qué deportista o tal actor. Todos sabemos de ese injusto reparto metafísico; de la vejación añadida de ser, a los 40 años, responsables de nuestra propia cara. Al tiempo, sin embargo, cabe pensar que alterar los rasgos del propio rostro es falsear la verdad en que consiste, la realidad que nos revela, el poso de la experiencia humana acumulada en la gestualidad. Así, canonizamos el ideal adolescente para postergar la belleza como condensación del carácter, según la veía Eugenio d’Ors: “No hay labios con verdadero calor si en ellos no se aloja la presencia de un pasado (…) y la habitación del pasado en el presente se llama nobleza”. No es algo irrelevante para la trama de los afectos: he ahí la vieja verdad, vedada a los jóvenes, de que sólo amamos y somos amados desde nuestra propia imperfección.

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Sobre la firma

Ignacio Peyró
Nacido en Madrid (1980), es autor del diccionario de cultura inglesa 'Pompa y circunstancia', 'Comimos y bebimos' y los diarios 'Ya sentarás cabeza'. Se ha dedicado al periodismo político, cultural y de opinión. Director del Instituto Cervantes en Londres hasta 2022, ahora dirige el centro de Roma. Su último libro es 'Un aire inglés'.
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