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MANERAS DE VIVIR
Columna
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Raspando mi nombre en el Partenón

Solo se alcanzará la paz si alguien consigue seguir creyendo en ella, aunque nuestro cielo inclemente escupa fuego

eps 2457 columna Rosa Montero
MAHMUD HAMS (AFP / Getty Images)
Rosa Montero

Ser articulista es un trabajo curioso. Una de las peculiaridades más evidentes consiste en contar con un día de entrega. Esto es, has de estar ingeniosa y tener algo propio que decir con fecha y hora fija, así llueva o truene en tu vida interior y aunque en ese momento estés particularmente atocinada. Y así, recuerdo haber escrito hace años una columna en EL PAÍS sobre la gripe, mientras moqueaba y mordía un termómetro en la cama.

El caso es que esos artículos que luego suenan más o menos templados han sido muchas veces concebidos en mitad de la tribulación. Por ejemplo, durante los dos primeros meses del confinamiento no pude escribir ni una sola columna que no tratara de la maldita pandemia. Tenía el cerebro chupado por el asunto. Algo así me sucedió ayer. Porque este texto empezó su andadura ayer. Como quizá sabes (lo he dicho mil veces), por razones de imprenta entrego el artículo 15 días antes de que se publique. Esta es otra de las peculiaridades del oficio, el posible desfase temporal, que en ocasiones resulta insoportable. Como ahora. Hoy escribo atrapada por ese retraso. Soy una mosca en el ojo del huracán, en la aterradora calma chicha antes de que los cielos se desplomen. Porque, mientras tecleo, la incursión terrestre israelí en Gaza parece inminente; la mitad de los habitantes han abandonado sus hogares, y en los hospitales casi no queda agua potable, ni medicinas, ni combustible, ni camas para atender a los más de 10.000 heridos. Todo este horror está pasando justo ahora, en mi ahora. Dentro de dos semanas, cuando salga este texto, puede haber sucedido mucho más. Puede haberse completado un genocidio.

Debería escribir de otra cosa más intemporal, por supuesto, pero es casi imposible aislarse de esta tormenta de dolor. Para cuando mis palabras se publiquen, sin embargo, ya estará todo dicho y todo hecho, no servirán de nada. Aunque creo que, en general, los artículos sirven para poco; que no convences a nadie que no esté previamente en las proximidades de tu pensamiento. En cualquier caso, como cuando la pandemia, experimentas la aguda necesidad de tratar el tema. Y así estamos todos los articulistas estos días, dándole al asunto, repartiendo culpas y mandobles, juzgando como dioses. A los columnistas enseguida nos dan arrebatos de divinidad. Yo ayer hice lo mismo. Dije que llevamos décadas en una guerra larvada terrorista de Occidente contra el fundamentalismo árabe; que el trágico conflicto palestino-israelí se inserta en ese ámbito; que Hamás es un monstruo y no lucha por su pueblo sino obedeciendo las órdenes de Irán, que es quien paga. Por cierto, Hamás es mi enemigo. Y los talibanes. Y el Gobierno iraní. Y los fundamentalistas islámicos. Todos ellos ponen en riesgo no solo mi estilo de vida, sino mi propia vida, así que creo que debemos defendernos. Pero, aun comprendiendo bien el dolor de Israel ante los feroces asesinatos y lo muy difícil que les resulta protegerse, arrasar Gaza y machacar a la población civil es una atrocidad inadmisible. Un crimen a ojos vistas. Y lo estamos viendo y permitiendo de manera indecente. Eso dije, o sea, lo de todos. Lo hice, sin duda, movida por la desesperación: por la necesidad de echarle palabras al horror, como quien apaga un fuego. Pero también, me supongo, por la costumbre o el vicio del articulista de dejar su comentario, su pequeña opinión que a nadie importa, su firma en el viento de la Historia, como el turista idiota que pone su nombre, rascándolo con la punta de una llave, sobre una columna del Partenón.

Entregué ese texto ayer, en fin, y dormí sobre él, muy a disgusto por su obviedad, percibiendo, quizá más que nunca, la inútil vaciedad de esas frases manidas frente a los dolores más urgentes y auténticos. Así que hoy lo reescribo, hoy raspo de nuevo mi nombre en la piedra, intentando atrapar alguna palabra verdadera. De esperanza, quizá. Recuerdo que, durante los largos años de plomo del terrorismo de ETA, estaba convencida de que esa carnicería nunca tendría fin. Y, sin embargo, acabó. Sé que el problema palestino-israelí es mucho más complejo y que se inserta en un conflicto mayor, y es una pena que, hasta llegar a un acuerdo, haya que pagar un precio tan sangriento, pero todo termina, como terminó la guerra de los Cien Años. Eso sí: solo se alcanzará la paz si alguien consigue seguir creyendo en ella, aunque nuestro cielo inclemente escupa fuego.

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