Comer bazofia y bailar en pijama, así sería la última cena de la escritora Xita Rubert
No es devota de la sofisticación culinaria. Con el corazón dividido entre Galicia, Cataluña y Estados Unidos, su cena final solo es apta para los invitados: su madre, su padre, su hermano y su difunto abuelo.
Me lo jugué todo a que llegaría en moto al café Golda antes de que me alcanzara la nube negra que se cernía sobre Madrid y perdí miserablemente. Mi chaqueta se desteñía e iba dejando chorros de azul oscuro por la camisa y los pantalones, un camarero pasaba la fregona por el charco que había bajo mi silla y Xita Rubert (Barcelona, 26 años) me llamaba para decirme que en Madrid no había taxis y que llegaba tarde. Cuando al fin llegó, yo estaba preso de una tiritona y hubiera cancelado esta entrevista de no ser porque es muy difícil coincidir con Xita: en el poco tiempo desde que la conozco, nunca me queda claro de dónde llega, a qué hora aparecerá ni cuándo se irá adónde. Parece que siempre está de paso, saltando entre Galicia, Cataluña o Estados Unidos, donde termina un doctorado en Literatura por la Universidad de Princeton y desde donde “ve las cosas con el tiempo y la distancia suficiente como para escribir sobre ellas”. No está claro a qué tierra pertenece esta joven, igual que tampoco está claro de qué color son sus ojos o cuál es su idioma. “Con mi madre hablo un galego muy particular, el que se habla en Foz; con mi padre, en catalán, y con mi hermano, en castellano. Pero cuando escribo me sale en inglés; de hecho, Mis días con los Kopp la empecé en inglés”, aclara (se refiere a su primera novela, publicada en Anagrama en marzo de 2022). Antes de empezar con su última cena, Coco Dávez le hace sus fotos en Golda y nos invita a seguir esta entrevista en su estudio, donde me envolverá en la manta de su galgo para evitar mi inminente muerte por hipotermia.
Xita cuenta que venía preocupada en el taxi: “Me da un poco de terror este tema de la última cena porque soy muy poco sofisticada culinariamente, nunca pienso en la comida como tema y no me gusta especialmente ir a restaurantes”. Quizás es por la manera en la que se ha criado, dice, en su casa nunca le dieron demasiada importancia a qué se iba a comer, y sus abuelos en Santiago, donde se crio de niña, siempre tenían la sensación de que en los restaurantes se comía demasiado caro y peor que en casa. Me confiesa que se muere de vergüenza con la performance que uno se ve obligado a representar en los establecimientos con ambiciones de alta cocina. Aquí Rubert delata su juventud, y me hace recordar la primera vez que fui con una novia a un restaurante y sufrí la ansiedad de tener que impostar ese lenguaje ritual con el que el cliente y el jefe de sala deciden qué se va a beber y qué se va a comer, y en el que uno finge con terror a ser desenmascarado un conocimiento de los vinos que no tiene, de la prevalencia del lenguado de ría sobre el salmonete de roca, de la cococha al pilpil frente a la que flota en salsa verde.
Al hablar del menú de su última cena, Rubert se regodea ilustrando su declarada falta de sofisticación culinaria: “Mi última cena sería con mi madre y su especialidad, que es la bazofia —lo llamamos así—, y consiste en sacar restos de cosas de una nevera aparentemente vacía, juntarlo todo y calentarlo en el microondas”. No puedo evitar evocar esa escena del primer Torrente, donde Santiago Segura vacía todas las sobras de un bar en una licuadora y se las da a su padre.
Obviamente, el porqué de esta elección no reside en lo gastronómico, sino en una memoria emocional: la bazofia simboliza para Xita la vuelta al hogar; ella pasa mucho tiempo en Estados Unidos, y su madre, la escritora gallega Luisa Castro, vive en Irlanda. Cuando regresan, se apañan con la bazofia, que constituye todo un ritual del reencuentro. Pero ¿qué cosa es realmente la bazofia?, se pregunta con cierta desesperación días después Coco Dávez, cuando se sienta a ilustrar esta entrevista y ha de imaginarse forma, textura y color.
Yo le escribo a Xita comunicándole las inquietudes de la ilustradora, y ella me manda una nota de voz desde algún pasillo de la Universidad de Princeton, para aclarar con un tono guasón que la bazofia enfrenta al artista a un problema de representación similar al del escarabajo en el que se ha convertido Gregorio Samsa al despertar: “La bazofia es un concepto del léxico familiar, su significado es tan íntimo que es un poco como ese escarabajo de Kafka que no se puede representar, el bicho en la portada del libro, así que, nada…, buena suerte con ello”.
Para seguir con el menú tras este entrante de bazofia de su madre, —”que no tiene ni gusto”—, Rubert añade un pulpo cocinado por su adorado abuelo, un pescador de Foz que murió hace un año y medio. El pulpo resulta ser tan abstracto como la bazofia. “Ni siquiera es un pulpo a la gallega, con esa cosa, cómo se llama…, el pimentón. Es un pulpo hervido y cortado de cualquier manera, con aceite y sal, puesto en bol. No había ni platos para cada uno, se cogía directamente de allí”. De este modo, en la cena, están su madre y su abuelo representados, cada uno con su particular aportación culinaria, pero Xita piensa que también debería estar su padre, el filósofo y catedrático de Estética Xabier Rubert de Ventós, que no sabe ni freír un huevo, “y que traería un precocinado que compraría en cualquier sitio, hay precocinados buenos”, según aclara Xita. “Sería uno de gama alta”. Así se completaría el menú de su última cena y los invitados a la mesa.
Yo le pregunto por la bebida. ¿Ribeira Sacra, quizás? ¿Un buen vino del Penedès? ¿Algo que le haga inclinarse a un lado u otro de su doble identidad gallega y catalana? Xita mantiene la coherencia de esta velada hasta sus últimas consecuencias: “Yo es que no bebo alcohol casi, no tengo esa cultura del vino; me gustaría, pero no la tengo, así que serviría agua”. Le pregunto con una débil esperanza por la marca del agua, pero ella lo tiene claro, es agua del grifo. A esta aclaración le sigue una carcajada mientras observa el estupor de este servidor, que, envuelto en una sucia manta de perro, le ha ofrecido la última oportunidad de redimirse ante cualquier gourmande. “Menos mal que no estoy invitado a esta cena”, le digo con alivio, y ella, entre carcajadas cada vez más altas, dice que en realidad nadie soportaría esta cena menos sus invitados, su madre, su padre, su difunto abuelo y su hermano Fran. ¿Y dónde se sirve tan poco apetecible ágape? Ella dice sin dudarlo: en casa. Pero cuando le pido la dirección, Xita abre esos inmensos ojos de un color tan abstracto como los elementos del menú y me dice que no sabe dónde está su casa. No es que se sienta desarraigada, dice tras un largo silencio, es que se siente de todos los sitios en los que ha vivido, de Galicia, de Cataluña, de Inglaterra, de Estados Unidos. “Imito las formas que tiene la gente de juntarse, como lo que cocinan en cada sitio; me echo novios, que es una forma de pertenecer… Creo que mi casa se irá conformando en un futuro”, concluye sin pena.
Como no me resigno a que la última cena de Xita Rubert se mantenga en la más total inconcreción, le pregunto si hay alguna etiqueta, si suena música, y ella me dice que no sabe cuál sería la música, pero sin duda se imagina a todos bailando, en pijama, además. Le encanta bailar. Le pregunto con qué canción se baila. No sabe. “Creo que mi abuelo cantaría”, dice. Es ahí cuando se le apaga la sonrisa, sus ojos se hacen aún más grandes, su mirada se pierde y las lágrimas comienzan a brotar de una manera civilizada. No me las esconde. Le doy su tiempo, es una escena de lo más inexplicable: una mujer joven llora mientras piensa en su familia bailando en pijama, y un desconocido, empapado de lluvia y envuelto en una manta con olor a perro, la observa en silencio sin saber muy bien qué decir para detener ese caudal.
Xita se disculpa al cabo de un rato y me cuenta una anécdota que quizás esclarezca su manera de estar en el mundo: me habla de una noche que un chico le llevó a una coctelería de moda. El barman le preguntó qué deseaba y ella no sabía el nombre de ningún cóctel. Le vino a la cabeza un Aperol Spritz, y el chico le dijo: “Pero eso es muy de tarde”. Entonces ella, sin saber por dónde salir, dijo, por decir: “Algo con whisky”, y el camarero le preguntó cómo lo quería, trago largo, corto, copa ancha… Ella se desesperó al ver que no había manera de acertar y se acordó entonces del caneco de su abuelo. Explica que el caneco es un tipo de taza que lleva un pescador y que sirve para todo, un café, un vino, un licor. Al pensar en el caneco, deseó con todas sus fuerzas salir de aquel lugar, de aquella prueba de sofisticación, y tener ante ella ese vaso de su abuelo que sirve para cualquier líquido y cualquier ocasión.
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