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‘Mis días con los Kopp’: Un debut inteligente, imaginativo y de rara frescura

La escritura de Xita Rubert, llena de sutileza humorística, literaria y filosófica, poco tiene de primeriza. Su aparición es una de las cosas más sorprendentes que le han pasado a la narrativa española de estos años

Xita Rubert
La escritora Xita Rubert, autora de 'Mis días con los Kopp'.Massimiliano Minocri (EL PAÍS)

La narradora de Mis días con los Kopp padece una insoportable empatía con lo que la rodea. Ella, una aguafiestas por su tendencia al análisis rebajante, apenas en el quicio de la mayoría de edad, es acosada por el hipotético hijo de los Kopp, un homínido cuarentón con “ojos de canica”, la frente abombada y albino: “Un profeta subnormal”. Los Kopp dicen que su hijo es escultor: viste “una camiseta blanca de manga larga y, por encima, en lugar de una chaqueta, otra camiseta verde de tirantes, como si se hubiera confundido de orden y puesto por encima la camiseta interior”; y es verdad que “si uno no se fija mucho, Bertrand puede pasar por artista”. Durante el desayuno, Bertrand acaricia compulsivamente la mano de Virginia, la protagonista (el resto de la mesa disimula con excelente educación), y, de pronto, de un puñetazo le escacharra el meñique. La narradora, además de dolor, no puede evitar sentir lástima por quien a todas luces es un hombre de capacidades especiales y profundamente avergonzado. Y escribe: “Yo no lo había creído capaz de vergüenza. El bochorno es la máxima expresión de la humanidad, es visión crítica y objetiva, no sólo subjetiva y parcial, de uno mismo”.

Con estos ejemplos, quizá un poco descontextualizados, espero que no obstante se entienda toda la sutileza humorística, literaria y filosófica del deslumbrante de debut de Xita Rubert (Barcelona, 1996). Escrita en armónicos capítulos (cada uno una escena), Mis días con los Kopp toma como punto de partida una anécdota sencilla: la narradora y su padre acuden al norte de España a la entrega de un premio honorífico a Andrew Kopp. Tanto el padre de la narradora como Andrew Kopp son profesores, académicos “sesentones”, de buena posición social y un infantil (por desfasado) sentido de a rebeldía. Son amigos desde hace muchos años. Y además está Sonya Kopp, inglesa, altiva e inquietante. Y su hijo Bertrand, que la televisión (después de un graciosísimo episodio de humor absurdo) define como “disminuido” y sus padres califican de artista.

Nada parecería digo de narrarse si no fuera porque a la vez Mis días con los Kopp es una novela “de aprendizaje”. Pero en un sentido tan paródico (y filosófico) que el lector no debe temer tópicos vitalismos ni floraciones adolescentes.

Rubert consigue mantener la frescura en un género que puede tender al empacho: crea una voz ditirámbica, tan sabia como atontada, en la estirpe de algunos geniales logorreicos

Antes hablaba de insoportable empatía de la joven narradora, y es que el motivo predilecto de Mis días con los Kopp es la distancia desde la que se vive el mundo. Si como caso digno de análisis científico o como amor: “Amar no es querer al otro: es serlo”, escribe. O mejor dicho, si vivir es, por naturaleza, convertirse en todo aquello que no somos aún y cuyo contacto nos haría más grandes: por ejemplo, la idiotez y la enfermedad. Y por eso Virginia, la narradora, es a la vez presa de un delirio lógico: ve el mundo con la distancia de una filósofa pedante y con la excitación de un animal que busca otra piel caliente. Se debate entre el juicio que separa y la irrefrenable necesidad de fusión con los otros, aunque estos otros sean esquivos y algo vulgares, como los Kopp: “Corrí hacia ellos como si me reuniese con mi familia”.

Como novelista, Rubert consigue mantener la frescura en un género que, por lo común, puede tender al empacho: crea una voz ditirámbica, tan sabia como atontada, en la estirpe de algunos geniales logorreicos. No sólo de los narradores charlatanes (de Sterne a Beckett), sino de aquellos que distorsionan la relación entre el pensamiento y la cosa (Monsieur Teste, Nabokov). Pero Rubert consigue sortear la tentación de ser siempre ingeniosa. Por una parte gracias a su estilo ligero y sin insistencias, elegante; pero también al nítido manejo de la estructura, a la cadencia desde el humor absurdo de los primeros capítulos a una visión mucho más vulnerable, cuando el libro se va abriendo a la enfermedad y a la relación entre el padre y la hija. La futura enfermedad del padre, apenas nombrada, funcionará como un espejo que muestra múltiples capas de lectura. Y es que Rubert ha elegido narrar (sin que se note, repito) una historia sencilla sin eludir las contradicciones que encierra, siendo la principal la experiencia del tiempo.

Quizá convenga señalar que no es el género más cómodo para una novela escrita a los veintipocos años, que presupone la sabiduría de una moralista, que es mucho más que la capacidad de formular apotegmas (por ejemplo: “Ambos huesos, la dentadura de ella y las formas craneales de Andrew, me confirmaban que eran esqueletos humanos”), un fuerte sentido del contexto social (en la condescendencia de los Kopp y en su rebeldía anarquista de clase alta) y un macabro don para la frase irónica: esas frases juguetonas que se matizan o desmienten a cada trecho, que muestran sus aristas y la imposibilidad de un sentido unívoco.

Mis días con los Kopp es un libro inteligente, imaginativo y de rara frescura, escrito en estado de gracia. Serían pocos sus afines en la literatura española reciente (quizá Raquel Taranilla y Mariano Peyrou, otros dos personalísimos creadores de prosas tan irónicas como emotivas), pero es evidente su vinculación a una tradición fuerte de literatura “humorista” en una triple acepción de afectos, melancolías y sarcasmo.

No hace falta insistir en que esta escritura poco tiene de primeriza. Porque la aparición de Xita Rubert es una de las cosas más sorprendentes que le han pasado a la narrativa española de estos años.

Mis días con los Kopp

Mis días con los Kopp

Xita Rubert
Anagrama, 2022
152 páginas. 17,90 euros

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