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Marta Rebón y las claves para desentrañar la “pulsión fratricida” de Putin

Fascinada desde niña por los grandes autores rusos, en su ensayo ‘El complejo de Caín’, la traductora y escritora Marta Rebón rebusca en este legado para conocer a “un déspota sin escrúpulos como Putin”

Marta Rebón, en la coctelería Dr. Stravinsky de Barcelona.
Marta Rebón, en la coctelería Dr. Stravinsky de Barcelona.Vicens Giménez
Miquel Echarri

A Marta Rebón (Barcelona, 45 años) le duele Rusia. No la de Chéjov ni la de los escritores disidentes a los que ella lleva traduciendo desde hace más de 15 años, sino la de Vladímir Putin y su “autocracia cínica”. De ese dolor ha nacido El complejo de Caín, una crónica de las relaciones de pésima vecindad entre ucranios y rusos vistas desde el observatorio privilegiado de la literatura. En la obra de Mijaíl ­Bulgákov, Svetlana Aleksiévich, Isaak Bábel, Liudmila Ulítskaya o Vasili Grossman, algunos de ellos ucranios que escribieron en ruso, Rebón ha intentado encontrar claves para entender la “pulsión fratricida” que está en los orígenes de la actual guerra.

La escritora, traductora y periodista nos cita en Dr. Stravinsky, una coctelería barcelonesa de ambientación vagamente rusa. Allí cuenta que sintió “vértigo” el 24 de febrero, cuando las tropas rusas invadieron Ucrania. Lo consideraba poco menos que inevitable (“la historia nos enseña que Rusia suele ejecutar sus amenazas”), pero hasta el último momento conservó la esperanza. Su respuesta “emocional e intelectual” fue refugiarse, de nuevo, en la lectura. En concreto, en la obra de los que mejor han explicado “tanto la identidad híbrida, fronteriza y problemática de Ucrania como el proyecto homogeneizador que Putin heredó de la Rusia zarista y la Unión Soviética”.

De aquellas lecturas surgió este libro en el que intenta abarcar el conflicto “en toda su complejidad, sin recurrir a interpretaciones estereotipadas o en blanco y negro”, pero no por ello refugiándose en la equidistancia. Rebón desconfía de las lecturas “interesadas y maniqueas”, pero parte de una premisa, “el derecho de Ucrania a existir y a defenderse, a no ser abandonada a su suerte por la comunidad democrática”. En su opinión, “si lo trasladásemos al ámbito de las relaciones personales, lo de Rusia con Ucrania nos parecería un caso claro de maltrato, un ‘si no es mía, no será de nadie’ tan visceral como atroz”. El maltrato se acentúa “cuando los actos de autonomía de un país libre como Ucrania amenazan con alejarla de la esfera de influencia rusa, algo que el Kremlin no se ha mostrado dispuesto a aceptar”. Cita ejemplos como la primavera democrática bielorrusa de 2020 o como el fenómeno nacionalista y europeísta que vivió Ucrania en 2013 y que condujo a la guerra de Donbás y la anexión de Crimea: “Es un patrón de injerencia continua por parte de Rusia que la Unión Europea ha venido tolerando hasta que ha sido demasiado tarde”. Lo que más lamenta es que “Putin, sus propagandistas y sus estrategas hayan convertido la espléndida cultura rusa en arma arrojadiza contra sus vecinos”. Ella se siente “permeada” por esa cultura —descubrió a los grandes autores rusos ya en la infancia, luego se formó como traductora y vivió en Rusia, experiencia que narra en En la ciudad líquida (2017)— y ha escrito su libro “desde la voluntad de negarle al Kremlin el monopolio de ese acervo cultural formidable”.

De ahí su reivindicación de “una cultura rusa disidente”. La de “ciudadanas del mundo” como la Nobel Svetlana Aleksiévich, “pos-soviética, rusa, bielorrusa y ucrania, todo a la vez, de manera tan caótica como fértil”. Si entiendes a Aleksiévich como una escritora exclusivamente rusa, insiste, “te pierdes lo mejor de su esencia, que está en esa superposición de herencias que la hace tan singular”. Su caso viene a ser “una clase magistral de identidades híbridas que yo pondría a Putin en bucle, aunque dudo que un déspota sin escrúpulos como él pudiese aprender nada, a estas alturas, de gente tan digna y tan estimulante como Aleksiévich o Grossman”.

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Sobre la firma

Miquel Echarri
Periodista especializado en cultura, ocio y tendencias. Empezó a colaborar con EL PAÍS en 2004. Ha sido director de las revistas Primera Línea, Cinevisión y PC Juegos y jugadores y coordinador de la edición española de PORT Magazine. También es profesor de Historia del cine y análisis fílmico.

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