Sin prisas por el sur de Italia
De Nápoles a Matera, un viaje en coche que incluye la célebre Costa Amalfitana y la deliciosa isla de Procida, entre pizzas irresistibles, coquetas iglesias y pueblos maravillosos
Desde sus 15 metros de altura, un joven y atractivo san Genaro, patrono de Nápoles, mira con gesto más propio de catálogo de moda que de una pintura religiosa. Es la obra del artista urbano Jorit, un creador que a golpe de murales gigantes e hiperrealistas (suyo es también el mural del otro santo de Nápoles, Maradona) ha puesto el arte moderno en las calles de una ciudad anclada en el pasado. Así es Nápoles, aferrada a su historia y su tradición, pero también a su caos y su suciedad, como si sus vicios y sus virtudes fueran las dos caras de una misma moneda.
En el mirador infinito de Ravello se abre un horizonte que Gore Vidal definió como “la vista más bella del mundo”
Quizá gracias a eso es aún posible deambular por su espectacular monumentalidad sin montones de turistas ávidos de selfies y almorzar en trattorias donde los sencillos platos se comen en lugar de fotografiarse. Algo digno de celebrar y ningún lugar mejor para hacerlo que en la confitería Pintauro, desayunando una sfogliatelle, delicada concha de hojaldre relleno de ricota servida caliente en este local desde 1785. Luego están los palacios, con su aire deliciosamente decadente; los museos, repletos de tesoros; las avenidas majestuosas a pesar de la basura en sus aceras, el barroco absoluto del teatro de San Carlo, la altivez de sus castillos, el misterio de sus catacumbas y pasadizos subterráneos y el majestuoso Vesubio al fondo vigilándolo todo.
Uno se quedaría mucho más tiempo aquí, alimentándose de pizzas tan simples como deliciosas —con tomate, mozzarella y albahaca como únicos ingredientes—, pero en esta ocasión Nápoles no es el destino, sino la puerta de entrada de otro viaje rumbo a la Costa Amalfitana.
Costa de Amalfi
Para este road trip elegimos un Fiat 500. Más allá de la nostalgia, hay razones prácticas para escoger el más evocador y más pequeño de los coches italianos. Por delante espera la famosa carretera SS163 desde Sorrento a Salerno, abrazando acantilados a 40 metros de altura, sinuosa y estrecha, sin apenas espacio para un vehículo, pero compartida con cientos de coches y autobuses. Desafortunadamente, esa saturación de vehículos, incluso fuera de temporada, hace que los 43 kilómetros de ese anhelado viaje romántico por una de las carreteras costeras más bellas del planeta se conviertan en un gran atasco con vistas. Decidimos hacer noche en Sorrento y convertir esta ciudad en base de operaciones desde donde explorar los pueblos de la costa. Pueblos como Positano, aferrados de forma imposible a la montaña, construido en plano vertical en lugar de horizontal y salpicado de casas de colores e iglesias de cúpulas doradas. Lugar mágico que inspiró a Patricia Highsmith a escribir en 1955 El talento de Mr. Ripley, llevada al cine con Jude Law encarnando al perfecto hedonista italiano. Un pueblo de cuento que sedujo a músicos y a intelectuales y que hoy seduce a miles de instagramers. Su encanto es indudable, pero su magia se desvanece un poco con cada autobús y barco cargado de turistas que atraca en su puerto. Solamente al caer la tarde Positano empieza a respirar. También en Amalfi las tiendas de souvenirs y los restaurantes turísticos reemplazaron a los comercios locales y las trattorias de barrio hace mucho.
Un poco más adelante se encuentra Atrani, un pueblo pequeño pero con una alta densidad de iglesias, monasterios y capillas por metro cuadrado. La carretera costera delimita el pueblo y se ciñe a los muros de la colegiata de Santa Maria Maddalena en una curva que es más bien un abrazo y que lleva hacia el interior por una zigzagueante ruta por el valle del Dragone entre olivares hasta llegar a Ravello.
Ravello
Sin el reclamo del mar y rodeado de montañas, Ravello es hoy el último baluarte de la Riviera Napolitana, el lugar donde habita la cultura y donde aún es posible respirar ese mismo aire refinado que conquistó a Wagner cuando encontró en Villa Rufolo la calma que buscaba para componer. Ese mismo lugar es el escenario del Festival de Música de Ravello, uno de los más importantes de Italia. Wagner no fue el único. La lista de escritores y artistas que encontraron aquí su lugar en el mundo es tan larga como ilustre: Turner, Miró, Graham Greene, Tennessee Williams, Alberti… Fue en Ravello donde D. H. Lawrence escribió El amante de Lady Chatterley, y también aquí, tras los muros cubiertos de hiedra de Villa Cimbrone, donde otros amantes, Greta Garbo y Leopold Stokowski, vivieron un tórrido affaire. Paseando por el cóctel de estilos, épocas y culturas, entre estatuas, fuentes y jardines en Villa Cimbrone es fácil sumergirse en el glamour de aquella época. Desde su impresionante mirador infinito flanqueado por bustos neoclásicos, uno se pierde en un horizonte que Gore Vidal definió como “la vista más bella del mundo”.
Paestum
Siguiendo camino hacia el sur, dejando las montañas atrás, avanzamos sin perder de vista el mar. Próxima parada: Paestum, un complejo arqueológico donde está uno de los templos más bellos de la antigua Grecia. Las proporciones perfectas del templo de Hera inspiraron al arquitecto francés Jacques-Germain Soufflot para crear el Panteón de París, bandera del neoclásico que cautivó Europa. Aquí es posible deambular entre columnas dóricas, tocar la piedra y sentir el peso y el paso de la historia en sus pilares pulidos por siglos de viento. Desde una pequeña basílica románica cercana salen gritos de Evviva gli sposi! Por su pórtico aparece una pareja de recién casados rumbo al recinto arqueológico para hacerse las fotos de boda frente al templo de Hera, la diosa griega protectora del matrimonio.
Antes de dejar la región de Campania, una parada en Barlotti, una de las granjas de búfalas de donde sale posiblemente la mejor mozzarella del mundo. Se puede comer cruda, a la parrilla, zamparse una hamburguesa de búfala, tomarse un helado de mozzarella y hasta hidratarse la piel con crema de leche de búfala. Sentado en la terraza del restaurante, frente a un plato con una bola blanquísima de medio kilo, se observan docenas de búfalas en sus corrales.
Matera
Ahora sí, con el estomago lleno, el camino sigue al interior, hacia la región de Basilicata, hasta una de las más bellas y misteriosas ciudades de Italia. Después de dos horas y media de viaje, aparece en la distancia el perfil de piedra de Matera. Nada te prepara para esa primera impresión cuando, tras caminar por sus estrechas calles empedradas, aparece un valle de casas excavadas en una toba volcánica. Tejados que son los suelos de otras casas construidas sobre ellas en una amalgama de cuevas y casas monocromáticas que hace que la ciudad parezca un gigantesco belén de cartón piedra, que recuerda a los que se venden en la calle de los pesebres de Nápoles. En los siguientes días aquí se sucederán atardeceres de un rojo irreal, tormentas furiosas precedidas de nubes negras y hasta un doble arcoíris surgido desde las profundidades del barranco de la Gravina, como si el impacto dramático de esta ciudad por sí solo no fuera suficiente y tuviera que echar mano de efectos especiales meteorológicos.
La sensación de estar en un lugar primitivo se constata al averiguar que se trata de la ciudad más antigua de Italia, lugar habitado desde el Paleolítico en las grutas calcáreas que aún perduran hoy. A partir de esas cuevas y a lo largo de los siglos se fueron horadando otras y construyendo casas, iglesias y pasadizos subterráneos que dieron forma al complejo entramado urbano actual de esta fascinante ciudad. Muchas de las antiguas sassis (cuevas vivienda) se han transformado en restaurantes y hoteles boutique como el Ai Maestri, donde las paredes de la habitación se ajustan a las formas redondeadas de la gruta original excavada en el tufo volcánico. Próxima capital europea de la cultura en 2019, la dueña del hotel cuenta cómo era prácticamente un pueblo abandonado hace solo dos décadas. El rodaje de La pasión de Cristo (2004), de Mel Gibson, obró el milagro, la dio a conocer mundialmente y aceleró su rehabilitación. Escenario cinematográfico de otras películas como El rey David (1985) y El evangelio según san Mateo (1964), la ciudad acentúa sus credenciales de plató cuando al caer la noche se ilumina con la luz ocre y tenue de las farolas que la salpican. Por el día espera el circuito de íntimas capillas rupestres con frescos bizantinos, los palacios y museos barrocos de Via del Corso en la parte moderna de Matera y las calles laberínticas en el antiguo barrio del Sasso Caveoso.
A 10 kilómetros de Matera está la llamada capilla sixtina del arte rupestre, con sus frescos del siglo XIII recién restaurados y abierta al público hace solo dos años.
Pompeya
Con la cabeza aún rebosante de las imágenes de la asombrosa Matera, toca regresar a Nápoles para coger el avión de vuelta. De camino, una parada en el tiempo en la ciudad dormida de Pompeya. Pasear por sus calles, plazas y casas conservadas intactas bajo las cenizas del Vesubio en el año 79 después de Cristo es una experiencia sobrecogedora, una ventana única desde la que asomarse a la historia.
Procida
Los últimos días de este viaje por Italia apuran los rayos de sol otoñal junto a las claras aguas del Tirreno. Tres islas a tiro de piedra de Nápoles y solo tiempo para una. Capri es la niña bonita, arrebatadora y glamurosa, refugio de poetas y lugar de recreo de la jet set. “El hogar de las sirenas”, que decía Homero, es hoy parada obligada de turistas que intentan atrapar la dolce vita en excursiones de un día. La segunda isla, Isquia, la más grande del golfo de Nápoles, con sus aguas termales de sus entrañas volcánicas, es hoy una isla balneario. Fiel a la hoja de ruta en busca de lo auténtico, la elección es Procida, la hermana pequeña de las islas napolitanas, modesta y humilde y por eso más verdadera, tan discreta y callada, como el inolvidable personaje del cartero de la película Il Postino (1994), rodada aquí.
Asomado al balcón de la habitación en La Casa Sul Mare, uno se queda hipnotizado contemplando las fachadas de color pastel en el viejo puerto de la Corricella. Las pequeñas casas, construidas de forma espontánea unas encima de otras, recuerdan a los cuadros geométricos de Paul Klee. Puede que fuera aquí mismo donde el pintor experimentara su epifanía con el color (“El color me domina. No necesito ir en busca de él. Me posee, yo y el color somos uno”). El sol del atardecer sube aún más la intensidad de los tonos. La melancolía es el envoltorio de una isla que nunca creció (tiene los mismos habitantes, unos 10.000, que hace medio siglo) y que por alguna inexplicable y afortunada razón se le pasó de largo al turismo. En los huertos familiares se siguen cultivando limones que acabarán macerados en botellas de limoncello, y en el puerto de Marina Corricella, los pescadores remiendan cada día las redes. Aquí, boyas, amarras y redes enmarañadas comparten el muelle con las terrazas de los restaurantes donde se sirven los boquerones, la sepia y el polipetti pescados esa noche.
Con una bicicleta eléctrica, uno puede recorrer la pequeña pero escarpada isla y perderse por sus carreteras angostas entre limoneros y motocarros que te adelantan impacientes a golpe de bocina. La isla está rodeada de playas estrechas de arena negra, volcánica, y de aguas tan cristalinas como las de Capri, aunque sin el tono turquesa de su mar. En esta isla de pueblo, el cementerio es la referencia para llegar hasta la playa del Pozzovecchio, lugar donde el cartero de Il Postino descubre de la mano de Neruda lo que es una metáfora. En el corazón de la isla, a 90 metros de altura sobre los acantilados, se levanta Terra Murata, el viejo centro histórico amurallado de Procida, lugar de refugio contra los sarracenos. Un miedo antiguo que aún se respira en el Palazzo d’Avalos —convertido en cárcel y hoy abandonado— y en las inquietantes catacumbas de la abadía de San Michele Arcangelo. Afortunadamente, esta sensación de ligera claustrofobia se disipa al llegar al mirador de la abadía con sus impresionantes vistas del golfo de Nápoles.
Siguiendo en el horizonte la estela de un barco que navega por el Tirreno, se escuchan fuegos artificiales y tracas provenientes de Marina Grande. La razón del alboroto: las reliquias de un santo acaban de llegar por barco desde Nápoles para quedarse en la iglesia de Santa Maria della Pietà. Todo el pueblo se agolpa en la iglesia para recibir con confetis y charangas los huesos de tan ilustre nuevo habitante. El tiempo parece haberse detenido en esta maravillosa isla que a pesar de sus colores de Instagram aún es capaz de regalar momentos en blanco y negro.
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