Los pueblos más bonitos de los Dolomitas: un paseo de postal en postal
En Alleghe, Ortisei o Santa Cristina la naturaleza, el folclore, la gastronomía y la historia son los protagonistas. Once villas que son un acierto seguro para visitar, y además cuatro ciudades cercanas que no hay que perderse
En los Dolomitas italianos todo es atractivo: paredes rocosas que al atardecer se tiñen de rosa, montañas verticales, cascadas de agua abundante, plácidos lagos alpinos donde se reflejan las cumbres, pistas de esquí, senderos, vías ferratas, refugios… En definitiva, paisajes impresionantes.
Y atractivos son también tus pueblos, cuidados hasta el detalle, instalados en los valles. Lugares en donde se refugian tradiciones populares de orígenes antiquísimas, especialidades gastronómicas únicas y castillos de cuento. Es difícil seleccionar los más bonitos, pero estos 11 pueblos son un acierto seguro. Además, también proponemos cuatro ciudades que no hay que perderse.
Alleghe, en el reflejo del lago
Muchos dicen que Alleghe es el pueblo más bonito de los Dolomitas, aunque esta es siempre una cuestión muy personal. Este pueblecito, a orillas del lago del mismo nombre, es un lugar delicioso y muy visitado tanto en verano, por las infinitas posibilidades que ofrece para hacer excursiones a pie o en bici de montaña, como en invierno, por su famosa estación de esquí. El lago Alleghe no siempre estuvo allí: en 1771 un desprendimiento del monte Piz bloqueó el curso del Cordevole y dio origen a este lago que refleja la majestuosa e hipnótica pared norte del monte Civetta. Pero al margen del entorno, el pueblo en sí es como una postal: rodeado de montañas, protegido por el monte Civetta y rodeado en gran parte por agua. Sus calles están muy cuidadas y no faltan las tiendas de artesanía.
En verano muchos van para practicar la escalada en roca y las vías ferratas, todas muy exigentes. Pero también hay experiencias más sencillas para todos los públicos como salir de excursión por los alrededores, siguiendo cualquiera de los senderos que salen del pueblo y trepan por las laderas del Civetta y otras montañas cercanas, con dificultad y tiempo de recorrido diversos, pero casi todas adecuadas para los que no tengan experiencia en trekking.
Más información en la guía Dolomitas de Lonely Planet y en lonelyplanet.es.
Ortisei (St. Ulrich), un centro de esquí con encanto
En el llamado Tirol del Sur, concretamente en el valle Gardena y escondido entre las sorprendentes cumbres de los Dolomitas, aparece Ortisei, que junto con Santa Cristina y Selva, es el principal pueblo de un territorio en el que no faltan los turistas. Pero Ortisei, además de ser la localidad más grande del valle de Gardena, es la más cosmopolita. Famosa por sus pistas de esquí, ya en el siglo XIX era el centro turístico por excelencia. Hoteles, remontes y rutas para excursiones se unieron con el tiempo a las tradiciones y a la cultura que los vecinos han mantenido y transmitido. Una tradición bien conocida es la artesanal: produce sobre todo esculturas talladas en madera. Se puede apreciar en su iglesia más antigua, la de San Giacomo, del siglo XII, con un altar de madera tallada.
Su casco histórico y su arquitectura son de lo más interesantes, con casas pintadas de colores, al estilo tirolés y empinados tejados con gabletes. No faltan los museos e iglesias neoclásicas y barrocas. Y como pasa en todos los pueblos dolomitas, lo mejor es el entorno: desde Ortisei se puede contemplar Seceda, una cadena de montañas entre el Val di Funes y el Val de Gardena, a la que se puede subir en teleférico. Las excursiones a pie por senderos como el Sentiero Kneipp o la Passeggiata Luis Trenker, rutas en bicicleta de montaña o eléctrica, permiten disfrutar de la belleza del entorno. Y en invierno, las instalaciones de esquí alpino de Val Gardena están todas unidas entre sí. De Dorisei salen el funicular Ortisei-Resciesa y el Ortisei-Furnes-Seceda, que conducen a las pistas.
Santa Cristina (St. Christina / S. Crestina) y su enrome el belén
Si Ortisei es la localidad más cosmopolita del valle de Gardena y Selva la más dedicada a las actividades al aire libre, Santa Cristina ofrece una síntesis entre ambas, aunque vive también del esquí en invierno y de otros deportes en verano. Es el pueblo más pequeño del valle y ocupa una terraza soleada desde la que disfrutar de una magnífica panorámica de los Dolomitas que la rodean. En la parte alta del pueblo, más tranquila, se conservan sus viejas granjas y una iglesia, la Chiesa di Santa Cristina e Sant’Antonio Abate, que data de 1343 y es uno de los edificios de culto más antiguos del valle. La parte baja, en cambio, mantiene la vocación turística de la zona, con hoteles, restaurantes, tiendas e infraestructuras que conducen en pocos minutos a las cimas más altas, tanto en verano como en invierno. En la zona del centro deportivo Iman se halla el que dicen que es el belén más grande del mundo (se muestra todo el año), realizado por 18 escultores de Santa Cristina.
Glorenza (Glurns), un pueblo blanco y amurallado
Tiene dos nombres (en italiano y en alemán), como casi todos los pueblos del Tirol del Sur, tan próximos a la frontera con Suiza o con Austria. Glorenza (o Glurns) es la ciudad más pequeña de la región, pero puede presumir de ser uno de los lugares con mayor encanto, con un casco histórico de callejuelas y casas pintadas de blanco, rodeado de murallas medievales, intactas, construidas por el emperador Maximiliano I en el siglo XIV. Al centro histórico de Glorenza, el único de la Val Venosta con arcadas, se entra por tres puertas dominadas por tres torres. La puerta de Sluderno guarda la memoria de la ciudad, y está relacionada con el comercio, la defensa y las profesiones ejercidas por sus habitantes a lo largo de los siglos, y además permite ver en su interior una reconstrucción de la ciudad tal y como era en el siglo XVI. Cerca del puente que cruza el río Adigio hay un molino recién restaurado y también fuera de las murallas, la iglesia parroquial de San Pancraci, románica pero enriquecida con una cúpula en forma de cebolla sobre el campanario. Pero no todo es antiguo: hay que asomarse al “Gap” (acrónimo de Glurns Art Point), un taller para artistas emergentes locales e internacionales.
Esta villa es un buen punto de partida para visitar el resto de la Val Venosta, repleta de castillos, iglesias con frescos románicos, lagos y muchos paisajes alpinos de esos de anuncio de chocolate. Una curiosidad es la destilería Puni, la única destilería de whisky de toda Italia, de arquitectura contemporánea, y puesta en marcha hace una década por un enamorado del whisky escocés.
Chiusa (Klausen), la pequeña ciudad de los artistas
Otro pueblo que parece sacado de una postal, con un aire idílico sobre todo entre semana o fuera de temporada. Aunque no todo está intacto, también conserva murallas y laberínticas callejuelas medievales y pavimentadas, con palacios antiguos y casas que aquí están pintadas de colores, como en los pueblos tiroleses, rematadas en almenas y con boínders (balcones cubiertos de vidrieras o ventanas), carteles de tabernas y tiendas en hierro forjado. Su aire antiguo de pueblo feliz hizo que los pintores románticos del siglo XIX viniesen hasta aquí para recrear el mundo medieval: por eso es conocido como “la pequeña ciudad de los artistas”. Pero mucho antes, Chiusa ya fue una ciudad querida por los artistas: Alberto Durero la inmortalizó desde arriba en una acuarela hoy perdida. Se pueden seguir sus pasos por la montaña de Tschan hasta la piedra que lleva su nombre.
Funes (Villnöss), la postal perfecta
Todo el mundo ha visto alguna vez una foto con una puesta de sol fabulosa, una cabaña en mitad de una pradera verde y, al fondo, un anfiteatro de montañas tan hermosas que parecen salidas de la imaginación de un artista. Pues bien, el paisaje de esa foto existe. Está en la Val di Funes, en Santa Maddalena para ser más exactos, y las montañas del fondo son los Odle. Y al hablar de los Odle, hay un nombre que remite de inmediato a estas montañas de perfiles inaccesibles y fascinantes: Reinhold Messner. El famoso alpinista nació en este valle, en San Pietro, y esas son las primeras montañas que escaló con apenas 10 años.
La Val di Funes, alejada de las localidades más bulliciosas y de moda, conserva una naturaleza salvaje, una hospitalidad auténtica y vistas únicas. Es perfecta para unas vacaciones centradas en disfrutar de actividades al aire libre, sobre todo en verano: excursiones guiadas, paseos a caballo y un parque de aventuras, sin olvidar la posibilidad de comprar productos típicos directamente a los productores. El pueblo de Funes es en realidad un conjunto de aldeas que, además de la localidad principal de San Pietro, incluye Santa Maddalena, San Valentino, San Giacomo, Colle y Tiso. Más del 97% de la población es de habla alemana, solo el 2% italiana, y los ladinos son una parte muy pequeña.
La aldea de San Pietro, la principal, está justo en el centro del valle. No es muy grande, pero no le falta una iglesia medieval, del siglo XI, y en una aldea cercana, la iglesia de San Valentino, que guarda en el interior un valioso retablo polícromo gótico y frescos medievales que mantienen sus colores vivos y brillantes. Y luego está Santa Maddalena, una localidad muy turística que ha sabido mantener su identidad de aldea de montaña, cuidando y respetando el entorno. En este mirador privilegiado sobre los Odle está uno de los símbolos de este valle y quizá de todos los Dolomitas, la Chiesetta di San Giovanni a Ranui. Le disputa el honor de ser el edificio más fotografiado de la zona otra iglesia, la de Santa Maddalena, la más antigua del valle.
San Lorenzo di Sebato (St. Lorenzen / S. Laurenz), el pueblo del bienestar
En el norte de los Dolomitas, a los pies de una pequeña pradera en forma de cuenca rodeada de montañas y bosques, está San Lorenzo di Sebato, importante punto de paso entre la Val Badia y la Val Pusteria desde hace milenios. Muchos dicen que es el pueblo del bienestar (aquí se organizan muchos talleres de yoga y centrados en la salud), perfecto para caminar sin prisas por las estrechas calles de las siete aldeas que con su fusión dieron lugar a San Lorenzo.
Los tejados de piedra y los muros blancos de las casas del pueblo, que destacan con el verde intenso de los alrededores, crean un contraste cromático que invita a explorar las callejuelas donde se esconden joyas de visita imprescindible. Una de ellas es la iglesia de San Lorenzo, muy curiosa, en la plaza del pueblo, y que parece haber sido ensamblada por un arquitecto indeciso. Es en realidad fruto de varias fases constructivas y con múltiples añadidos desde época medieval. Pero lo más impresionante está dentro, con frescos y unas 50 estatuas barrocas de personajes de la Pasión de Cristo, esculpidas con un realismo crudo y descarnado. San Lorenzo presume de tener elementos arquitectónicos únicos, como los pont, las rampas de acceso a los almacenes de heno, los secaderos y los pajares en la parte superior de las viviendas.
Brunico (Bruneck), a los pies del castillo
Muy cerca de San Lorenzo está Brunico, un lugar con un delicioso centro urbano. Es la capital de la Val Pusteria, pero está entre ser un pueblo grande o una ciudad pequeña, con la belleza y la ordenada elegancia típica de las villas austríacas. Es una visita imprescindible para comprender a fondo la historia y la cultura de la región del Alto Adigio. Cuando en 1250 Bruno von Kirchberg, obispo de Bressanone, hizo construir un castillo para defender el territorio de la diócesis, Brunico (llamada así en su honor) era poco más que una casa de postas en el punto más alto de un amplio valle verde. Pero en el siglo XV, gracias a su posición en la ruta comercial entre Augusta y Venecia, ya había adquirido cierta riqueza e importancia en toda la región. Hoy es un dinámico centro universitario a orillas del río Rienza, en el que se respira un ambiente plácido y tranquilo. Allí, en lo alto, sigue su castillo, y a los pies, el casco antiguo, con las bonitas tiendas de la calle Mayor, que empieza en una puerta del siglo XIV y serpentea hasta otra puerta, la Unterrainer. Un paseo imprescindible para empaparse del aire de la pequeña ciudad.
Mezzano, el pueblo de los ‘canzei’
Este pueblo tranquilo y pintoresco presume de ser uno de los más bellos de Italia, a la entrada del valle del Primiero, que fue territorio austriaco y durante siglos una zona minera muy rica. Hoy es una joya para excursionistas y esquiadores que disfrutan de sus bosques y montañas y de una impresionante red de senderos y complejos de esquí (como el de San Martino di Castrozza).
Mezzano un lugar pintoresco, extendido entre relajantes praderas rodeadas de bosques, que conserva los antiguos lavaderos y las casas tradicionales de madera y piedra, con fachadas decoradas con frescos del siglo XVII y pequeños huertos (hay más de 400 censados) que revelan la vocación agrícola del pueblo. Los habitantes han creado unos 30 canzei, pilas de madera dispuestas de forma artística que atraen a miles de viajeros. Quien quiera buscarlos solo tiene que pasearse por sus silenciosas callejuelas: además de los canzei encontrarán unas sillas rojas situadas en puntos panorámicos y provistas de un timbre. En verano, si se hacen sonar, alguno de los vecinos se acercará a contar historias y anécdotas sobre el lugar.
Borgo di Bondone, el pueblo de los carboneros
En el extremo suroccidental del Trentino, y con vistas a las aguas del lago de Idro, encontramos Bondone, un pequeño pueblo del valle del Chiese dentro de la lista de los pueblos más bonitos de Italia. Durante siglos estuvo habitado exclusivamente por carboneros que trabajaban con la madera de los bosques locales. Todavía hoy Bondone recuerda el antiguo oficio en su estatuto y en la plaza principal se alza un monumento que conmemora el duro trabajo del carbonero. El pueblo es un laberinto de calles empedradas, con numerosos frescos en las fachadas de las casas que narran la devoción de los habitantes a la Virgen que, según la leyenda, aplacó la epidemia de peste que asoló la zona entre 1628 y 1630, también relatada por Manzoni en su novela Los novios, una de las obras cumbre de la literatura italiana. Vale la pena visitar la iglesia parroquial de la Natividad, del siglo XIV, y el castillo de San Giovanni, antigua fortaleza de los Condes Lodron del siglo XI, hoy convertida en centro de exposiciones.
Ossana, el pueblo de los belenes
Otro de los pueblos más bonitos de Italia, a la sombra de un castillo y a la entrada de un valle, el Val di Peio. El castillo es el de San Miguel, disputado a lo largo de su historia entre el obispo de Trento y el conde del Tirol. Su poderoso torreón es su elemento más emblemático y el mejor conservado de todo un complejo en el que no faltan mansiones y lugares históricos. Por ejemplo, la Casa de los Frescos, una vivienda medieval del siglo XIV que conserva incluso pinturas de la época en sus paredes. Además, Ossana es también famosa por sus belenes: durante las navidades este pueblo se convierte en la sede de una de las importantes exposiciones belenísticas del Trentino, y los belenes adornan las esquinas de las casas, los antiguos establos, las ventanas o las características pilas de madera que se encuentran en los pueblos de la región.
Las grandes ciudades dolomitas, tan bonitas como los pueblos
No solo las villas tienen encanto en esta parte de Italia: las ciudades tienen también un cierto aire de pueblo, muy cuidadas en sus centros históricos y con unas vistas a los Alpes que suavizan el ritmo de la vida urbana. Las cuatro ciudades más llamativas compiten en espectacularidad: Trento, Bolzano, Belluno y Bressanone.
Trento, la capital del Trentino, es una ciudad animada y tranquila al mismo tiempo, deportiva y señorial, urbana y de montaña. Estéticamente es casi perfecta, rodeada de montañas pegadas al centro urbano y que crean un paisaje que parece casi un decorado falso. A pesar de sus encantos, no es demasiado turística. En el centro tiene una catedral de original belleza; en lo alto, un castillo de arquitectura compleja y ricos tesoros. Especialmente curioso es el subsuelo: aún quedan rastros de la Tridentum romana. En definitiva, un lugar perfecto para planificar un viaje por los Dolomitas, tomando unas cervezas en el centro o buscando la inspiración en lo alto del monte Bondone, al que se llega en funicular.
Bolzano concentra en su centro histórico toda la belleza del Tirol del Sur (bonitos edificios, iglesias y castillos, con un centro cuidado y limpio) y regala a los visitantes rincones maravillosos como Piazza Walther, la Via dei Portici o la Piazza delle Erbe, donde se desarrolla la vida cotidiana. Además, está el Museo Archeologico dell’Alto Adige, que custodia la momia de Ötzi; el Castel Firmiano, es la sede principal de los seis Messner Mountain Museums; o el Museion, con su colección de arte contemporáneo.
Belluno es elegante y rigurosa como solo saben serlo las ciudades del Véneto, pero con un alma franca y montañesa que mitiga su rigidez y su austeridad. Es un lugar especial, en (des)equilibrio permanente e inestable entre la tierra y el agua. Asomada al Piave y al torrente Adro, proyectada hacia Venecia y el mar Adriático, está protegida al norte por las afiladas cumbres de la Schiara y es una mezcla misteriosa de historias, artes, naturalezas y culturas. Hay que recordar que estamos en la tercera ciudad de los Dolomitas (junto con Trento y Bolzano) al cruzar la Porta Dojona renacentista, al explorar el centro histórico de aires venecianos o al sentarse en uno de tantos restaurantes que preparan platos sabrosos a base de polenta, queso y carne: lo que de entrada puede parecer una ciudad soberbia no es más que el orgullo legítimo y poco disimulado de ser la puerta de entrada más seductora y misteriosa a los Dolomitas.
Y quedaría Bressanone (Brixen), puerta de entrada a la Val di Eores, escondida entre los viñedos y frutales que crecen en el centro del valle del Isarco. Nada más entrar en el corazón de este antiguo núcleo urbano se respira la atmósfera íntima de sus pórticos, plazas y rincones sugerentes que acogen tiendas, locales y restaurantes. Es una ciudad pequeña, la más antigua del Tirol, que más allá de sus edificios y monumentos históricos es animada, mundana y en continua evolución: no faltan locales donde tomar algo al aire libre en las noches de verano o degustar platos típicos acompañados de los célebres vinos de la zona o de cervezas artesanales.
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