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carta blanca
Columna
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Querido Javier

¿De qué solidaridad, de qué fraternidad hablamos en estos días, cuando estamos ciegos? Tú y los que trabajan como tú sois nuestros ojos

Todas las mañanas miro la curva de evolución de la pandemia como una esforzada alpinista que, tras semanas de dura ascensión, anhela volver al campamento base. El pico de esta montaña se levanta sobre los cuerpos de los fallecidos. Si la escalada la marca la muerte, la desescalada la marca la vida. Solo el temor a lo desconocido permanece invariable en ambas laderas. El miedo es la respiración de esta pandemia. Pero no te escribo para comentarte lo que tú ya sabes, Javier. Te escribo para preguntarte por lo que los demás no conocemos, lo que no se publica, lo que no se muestra desde el inicio del confinamiento. Periódicos, radios y televisiones hablan del asombroso espectáculo de nuestras ciudades vacías. Parecen bonitas maquetas de un estudio de arquitectura: calles bien trazadas, de colores limpios y edificios de diseño. Solo faltan esos muñequitos a escala que colocan los arquitectos en sus proyectos para simular la vida. Hombres y mujeres bien vestidos, acompañados de niños o perros. Pájaros de colores luminosos en verdes árboles de plástico. Simpáticos coches y motos. Un hábitat aséptico. Un mundo feliz. Esas imágenes proyectan el alma oculta de nuestras ciudades: reclamos turísticos, artículos de venta, ciudades de juguete. La pandemia posee una luz cegadora para revelar la sociedad en que nos hemos convertido.

Según la lógica de nuestro tiempo, lo que no se ve no existe. Pero tú y tus compañeros de la parroquia de San Carlos Borromeo, en el castigado barrio de Entrevías, el más pobre de Madrid, sois la prueba de que lo invisible existe. ¡Vaya si existe! Desde hace más de tres décadas recorréis calles que forman parte de Madrid, son Madrid, aunque no aparezcan en las fotografías de la pandemia. En ellas malviven los que no tienen más techo que el cielo sobre sus cabezas: los pobres, los alcohólicos, los drogadictos, los locos, los perseguidos, los desheredados, los rechazados. La sal de la tierra. Nuestros vecinos.

La última vez que nos encontramos fue en la presentación de mi novela Todo arde en la librería Alberti. Eso sucedió a finales de enero, hace unos meses, aunque parece que ocurrió en otra vida. La novela transcurre en la Cañada Real, un poblado, situado a 14 kilómetros de la Puerta del Sol, que hasta hace poco era conocido como el mayor hipermercado de drogas de Europa. Antes de la pandemia ese y otros asentamientos similares funcionaban como guetos donde nuestros gobernantes arrojan a los drogadictos. El vidrio al contenedor de vidrio, el papel al contenedor de papel y los yonquis a los poblados chabolistas de venta de droga. Si entonces apenas eran una anécdota en las noticias, ahora han desaparecido. ¿De qué solidaridad, de qué fraternidad hablamos en estos días, cuando estamos ciegos? Javier, tú y los que trabajan como tú sois nuestros ojos. Sois la voz de los habitantes de la ciudad invisible que forma parte de la nuestra. Esta carta es una pregunta. Ojalá pueda leer la respuesta.

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