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Las copas y las letras
Columna
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Cómo ser hijo sin ser del todo ingrato

Los padres se proyectan en sus hijos pero, con los años, he observado también que los hijos nos vamos viendo en los padres

EPS 2485 - Columna Peyró
Emanuele Cremaschi (Getty Images
Ignacio Peyró

Todos los hijos somos ingratos, pero —al mismo tiempo— todos los hijos nos hacemos la ilusión de que saber de esa ingratitud nos ayudará de alguna manera a compensarla. En un hermoso ensayo, Daniel Capó habla de la experiencia de la paternidad para a continuación desvelar el significado de la mirada de los padres y las madres a sus hijos: “Te conozco”, escribe, “y sé que ninguna de las faltas que cometas te define de forma irreversible”. Al leer esta frase de Capó solo pude acordarme del día en que, para sorpresa de mis padres, comuniqué que mi vocación laboral, lejos de llevarme al derecho mercantil, me llevaba más bien a ser librero. Estos días cumplen 75 años —mi madre— y 80 años —mi padre— y yo aún celebro que a mis 17 no me considerasen como un caso, en efecto, irreversible.

Los hijos no somos los únicos ingratos: nuestro propio entorno lo es. La política discute sobre la familia sin que esa discusión haya pasado de las guerras culturales a los apoyos reales. Justamente la cultura no ayuda. El siglo XX puso bajo sospecha a las madres: si nuestros problemas no vienen de una “madre frigorífico” que nos negó su afecto, es porque vienen de una madre hiperprotectora que nos abrumó con él. El siglo XXI ha atendido más a los padres como cómplices —lo quieran o no— de una cadena heteropatriarcal de transmisión de valores. El arte y la literatura, en todo caso, ya les habían dado a cada uno lo suyo. En la Carta al padre, de Franz Kafka, no es un grave spoiler decir que Kafka sénior no sale bien parado, mientras que en la gran película española sobre la familia, El desencanto, el spoiler radica ya en el mismo título. Parecería, en fin, que cuando la familia no es una competición por los afectos, es una competición por los dineros. André Gide lo resumió mejor con su “familias, ¡os odio!” Y, sin embargo, quizá lo más justo que podamos decir sobre las familias es que no deberían funcionar pero de algún modo todas terminan funcionando.

Por mi parte, celebro haber nacido en un tiempo en que la palabra “percentil” se escuchaba a los estadísticos y no a las abuelas y los niños no teníamos que oír a Bach desde el útero materno, aprender tenis y chino y ser competitivos cuando no perfectos. Agradezco que la familia fuera un paragolpes entre mi soledad y el mundo. Nunca sabremos a cuánta gente que nos importa hemos hecho felices o infelices, pero también agradezco que —­como la mayoría— el solo nacer pudiera significar una felicidad para otros. Y me planteo cómo hubiese sido la vida sin haber tenido ese afecto temprano como un conjuro duradero contra los males del mundo: al fin y al cabo, es llamativo que ni el más desgraciado de los seres humanos pueda salir adelante sin el cuidado del amor. Asomado a la mediana edad, yo mismo me noto —es un poema de Ajmátova— “el marchitar de los rostros, / el miedo asomar bajo los párpados caídos, / el sufrimiento cavar las mejillas”. Y pienso que quizá no habría estado tan mal en esta vida ser esa cosa ya algo antigua: un buen hijo. De momento, tomo nota, al ver a mis padres, de la lección más importante de la sabiduría: cómo envejecer sin ser un cascarrabias.

Cada generación reescribe a las anteriores: basta ver el arte o la política. Dios le dice a Abraham: “Vete de tu tierra y de tu patria y de casa de tu padre”. Los hijos debemos seguir nuestro camino. Pero, como a tantos lectores en la historia, me emociona la figura de Eneas, que —­al salir de Troya— no solo coge de la mano a su hijo sino que toma sobre los lomos a su padre, como si nos dijera que no encontraremos futuro si no nos dejamos abrazar por el pasado. Los padres siempre se ven y se proyectan en sus hijos pero —con los años— he observado también que los hijos nos vamos viendo en los padres. Yo mismo detecto a veces en algún sobrino el aire de una bisabuela, el gesto de un abuelo. Daniel Capó dice que la familia es la gran educadora “porque impide que el nihilismo tenga razón”. A mí también me gusta pensar que en la memoria perdida de la cuna hay un antídoto contra la tentación de desesperar. Porque nos habla de que el vínculo más fuerte de este mundo es un vínculo de amor.

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Sobre la firma

Ignacio Peyró
Nacido en Madrid (1980), es autor del diccionario de cultura inglesa 'Pompa y circunstancia', 'Comimos y bebimos' y los diarios 'Ya sentarás cabeza'. Se ha dedicado al periodismo político, cultural y de opinión. Director del Instituto Cervantes en Londres hasta 2022, ahora dirige el centro de Roma. Su último libro es 'Un aire inglés'.
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