La política de los idiotas
El idiota piensa que nada cambia nada, que, hagas lo que hagas, todo seguirá igual, y que lo mejor es no hacer nada
Un idiota es aquella persona que se desentiende por completo de la política. No lo digo yo: lo dice la etimología de la palabra, y las etimologías no suelen errar. La palabra idiota viene del griego ιδιωτης (idiotes), que significa exactamente eso: persona que sólo se ocupa de lo suyo y se desentiende de lo común, es decir de lo público, es decir de la política, palabra que a su vez viene de polis, que en griego significa más o menos ciudad (es decir, lo que pertenece a todos). Hasta aquí, la etimología.
Por supuesto, un país civilizado es aquél en que sus ciudadanos no deben ocuparse demasiado de política. La palabra clave aquí es “demasiado”: cuando la política se mete en tu casa y tu trabajo, invade tu vida privada y afecta a tus relaciones personales, prepárate para hacer las maletas y salir corriendo, porque algo muy malo está a punto de ocurrir. Todos sabemos cuáles son las cosas importantes de la vida —comer, beber, follar, leer, cuidar de los niños— y todos sabemos que forman parte de nuestra vida privada; lo que sólo los idiotas no saben es que la vida pública también forma parte de la privada, porque lo que atañe a todos también nos atañe a cada uno, o simplemente porque los otros forman parte de nosotros. Así que, aunque no nos guste, es recomendable dedicarle un poquito de tiempo a la vida pública, igual que es recomendable limpiar la casa a diario, aunque no nos guste: si no coges la escoba ni por casualidad, la casa se ensucia, igual que se ensucia la vida pública si no dedicas ni un segundo a intentar que mejore, o al menos a que no empeore. El idiota piensa que nada cambia nada, que, hagas lo que hagas, todo seguirá igual, y que por tanto lo mejor es no hacer nada. Tremenda idiotez. Borges cuenta que en una ocasión estuvo en el desierto del Sáhara, cogió un puñado de arena, dio unos pasos y, mientras dejaba caer la arena, murmuró: “Estoy modificando el Sáhara”. Esa es la realidad: hasta el acto más insignificante tiene consecuencias, y todos hemos experimentado que las buenas decisiones —en nuestro oficio, en nuestra vida familiar, en todo— provocan casi siempre buenos resultados, y las malas, malos. Es verdad que, a veces, una mala decisión no provoca un mal resultado inmediato, ni siquiera una segunda o una tercera; pero nadie ignora que, más tarde o más temprano, las malas decisiones se truecan en malos resultados, del mismo modo que, si una casa no se limpia en un mes, se volverá inhabitable, o se caerá a pedazos. Sólo entonces los idiotas se echarán a la calle haciendo aspavientos idiotas, empezarán a protestar como idiotas y blandirán pancartas idiotas con lemas idiotas, sin caer en la cuenta de que el responsable auténtico del desastre fue su propia idiotez: lo que tampoco sabe el idiota es que, si no haces política, te la hacen, y que, si dejas que te la hagan, quienes acabarán haciéndotela serán, en el mejor de los casos, un hatajo de sinvergüenzas y, en el peor, una banda de psicópatas. Si lo sabré yo, que a lo largo de mi vida he sido un idiota redomado. Mi única excusa es que no era el único. Quiero decir que mi generación fue, en gran parte, una generación de idiotas: vimos surgir una democracia, creímos que con su llegada ya no había nada más que hacer, olvidamos que basta dar por hecha la democracia para ponerla en peligro, nos dedicamos a nuestra vida privada y dejamos que la pública la hicieran los peores, o simplemente los más bobos, y nosotros nos tumbamos a la bartola y pasamos de todo (ese era el verbo de moda), con los resultados de todos conocidos, incluido el hecho de que padeciéramos presidentes del Gobierno tipo Rajoy o Rodríguez Zapatero, a quien yo voté dos veces. Como un idiota.
No aprendáis de nosotros, chavales: no hay nada que aprender. Si acaso, escarmentad en cabeza ajena. No os dejéis engañar. No dejéis que os hagan la política. No dejéis de comer, de beber, de follar, de leer, de cuidar a los niños —por Dios santo, sobre todo que no se os olvide cuidar a los niños—, pero dedicad un ratito cada día a barrer la casa. Sólo un ratito. No olvidéis que el Sáhara se puede modificar. No seáis idiotas.
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