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Columna
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Davos, año cero

El gran foro económico hace examen de conciencia y recomienda transformar profundamente el sistema para preservarlo. Todos los males que le afligen se pueden resumir en uno: la desigualdad

María Antonia Sánchez-Vallejo
Un miembro del personal prepara la sala de conferencias del Foro Económico Mundial en Davos, el pasado domingo.
Un miembro del personal prepara la sala de conferencias del Foro Económico Mundial en Davos, el pasado domingo. FABRICE COFFRINI (AFP)

Desigualdad, frustración y descontento. Ralentización económica y guerra comercial con un corolario inquietante: quien controle los datos, como antaño se dominaban los territorios y los mares, será el dueño del mundo. Pestes medievales como el coronavirus, pero también el olvidado ébola. Migraciones, emergencia climática, manifestaciones cada vez más extremas de fenómenos añejos como las sequías, el hambre o la urbanización… Hasta los poderosos de la tierra, reunidos hace días en Davos, suscriben la receta: la necesidad de profundas reformas en el sistema para preservarlo; de un capitalismo sostenible (sic) y que no azuce más demonios.

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Pero todo cambio sistémico es una revolución, especialmente a corto plazo, y por eso cabe dilucidar si las rabiosas protestas que agitan el planeta son la matriz de un cambio real, regenerador, o solo una espita que afloja el malestar. El año pasado estuvo marcado por un reguero de revueltas populares, acéfalas, sin líderes ni siglas; este puede imponer la reválida al clamor de la calle antes de que aviesos cantos de sirena ofrezcan un sucedáneo de bálsamo a los manifestantes, o que el abuso de la fuerza acabe con ellas. Vale para Chile, para Líbano, para Hong Kong. Para los indios que velan por los fundamentos de su Constitución, o para los chalecos amarillos. Porque si se agota el momento, se pierde la inspiración.

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¿Quién va a seguir tirando del carro de las supuestas revoluciones en curso? ¿La clase media laminada por la gran recesión de 2008? Un estamento entero, demediado en el abismo creciente entre los de arriba y los de abajo, se revuelve: su declive en Occidente, que erosiona la confianza en la democracia y alienta los populismos, es pujanza en los países emergentes, cuya ciudadanía exige más libertad y participación. Dos pulsiones antitéticas que igualmente empujan a la calle a millones.

Si grosso modo puede equipararse clase media con sociedad civil, aquella que por conciencia cívica aspira a incidir en el ámbito público, ¿qué futuro aguarda a esta resistencia callejera? ¿O debería hablarse más bien de sociedad digital, la única capaz de hacerse oír? Pero la brecha digital se empeña a su vez en partir el mundo, como enésima muestra de inequidad global. El aleatorio acceso a Internet marca la diferencia entre ciudadanos mayores de edad y desheredados civiles: los ejemplos de Chile (65% de conectados) frente a Nicaragua (15%), y el dispar recorrido de sus respectivas protestas.

La desigualdad es el principal diagnóstico, solo falta encontrar el remedio, indefectiblemente político. Queda un año hasta que Davos vuelva a lamerse las heridas cual nuevo Berghof, el sanatorio de La montaña mágica que Mann ubicó en la localidad suiza y donde la élite de hace un siglo se ensimismaba morbosamente en sus dolencias. La de hoy solo tiene dos opciones: reformular radicalmente el sistema o ampliar el perímetro del foso.

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