Las ventanas cerradas
Somos juzgados por apariencia, sometidos a menudo a absolución o condena por aquello únicamente que se ve en presente, sin el contexto del pasado y sin posibilidad de ser escuchados en el futuro
¿Se imaginan al hijo de un multimillonario del imperio austrohúngaro luchando en la I Guerra Mundial, reclamando estar en primera línea de batalla del frente más peligroso —sus mandos creían que quería morir—, mientras en las pocas horas de descanso se sumerge por correo en discusiones filosóficas con Keynes o Betrand Rusell hasta empezar a dar forma a una arquitectura demoledora, sencilla y complejísima, que automáticamente hace girar alrededor de ella al pensamiento occidental, tratando de desentrañarla (“Mi libro consiste de dos partes: la aquí presentada, más lo que no escribí. Y es justamente esta segunda parte la más importante")?
Al regresar de esa guerra, y antes de publicar el Tractatus, Ludwig Wittgenstein tomó dos decisiones. La primera fue renunciar a su millonaria herencia familiar para que se la repartiesen sus hermanos, y pelear durante horas con abogados y notarios para que no quedase en su renuncia ninguna rendija legal, ninguna posibilidad de poder recibir algún día cualquier dinero de ese testamento. La segunda, como cuenta Wolfram Eilenberger en Tiempo de magos (Taurus, 2019), impactó aún más a su hermana mayor, Hermine. Dijo que quería dedicarse a ser maestro de una escuela rural. Hermine le respondió si no era eso, para un genio como él, algo parecido a utilizar un instrumento de precisión para abrir cajones. “Ludwig me respondió con una comparación que hizo que me callara”, recuerda su hermana. Me dijo: "Tú me haces pensar en una persona que mira por una ventana cerrada y no puede explicar los movimientos peculiares de un transeúnte; no sabe que fuera hay un vendaval y que a ese hombre acaso le cueste mantenerse en pie”.
Cuenta Eilenberger que en esa imagen están todos los problemas y todas las soluciones de Wittgenstein; en un plano menos profundo, están también los problemas y soluciones de convivencia del resto del mundo: en el cristal desde el que observamos al otro y las interpretaciones casi azarosas de sus movimientos, y de cómo esas interpretaciones sólo necesitan un mínimo consenso para convertirse en ciertas, aunque no lo sean ni se puedan demostrar. Así, de los hechos se sabe si ocurrieron o no, como del transeúnte se sabe si se mueve o no, pero no por qué ocurrieron esos hechos —qué hay detrás de ellos, qué pudieron motivarlos— ni por qué el transeúnte apenas se puede mantener en pie, por una tormenta o una borrachera.
En Wittgenstein la metáfora tenía una relación íntima consigo mismo y una manera de mirar el mundo bajo autoexclusión, “típica de las autodescripciones más reveladoras de las personas que sufren depresiones”, como explica Eilenberger. El transeúnte que es él se enfrenta no sólo a una ventana cerrada sino a alguien al otro lado que ni siquiera la abre para comprobar si hay o no temporal, del mismo modo que, en otro plano, los transeúntes son juzgados por apariencia, sometidos a menudo a absolución o condena por aquello únicamente que se ve en presente, sin el contexto del pasado y sin posibilidad de ser escuchados en el futuro.
A veces basta abrir la ventana: el viernes una amiga, en Madrid, intervino al ver cómo una chica le estaba montando un número violento y sin razón a la empleada de una tienda. La otra se arrepintió poco después y siguió a mi amiga fuera de la tienda; no podía irse sin hablar con ella, le dijo. No era una malcriada clasista, era alguien que llevaba meses bajo unas circunstancias extremas —salud, precariedad, estrés— que la llevaron a convertirse, por unos segundos, en algo que odiaba. Los actos, con ser censurables, no bastan para censurar la totalidad de una persona. La filosofía, dijo Wittgenstein, es enseñar a la mosca la salida de la botella.
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