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Columna
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Agua de lluvia

Hoy la mayoría de las películas no dejan poso, además de por carecer de él, porque se consumen sin ritual

David Trueba
Gene Kelly en 'Cantando bajo la lluvia' (1952).
Gene Kelly en 'Cantando bajo la lluvia' (1952).

Se cuenta que hay bastantes enfermos de Alzheimer que disfrutan viendo a diario Cantando bajo la lluvia. Su laguna de memoria les permite ver esa película una y otra vez como si fuera, en cada ocasión, la primera. Un placer que se debe asemejar a cuando de niño, y por tanto también sin memoria, descubres Cantando bajo la lluvia. Los especialistas cognitivos dicen que el tamaño y las condiciones de la proyección son fundamentales para sustentar el recuerdo. Hoy la mayoría de las películas no dejan poso, además de por carecer de él, porque se consumen sin ritual. El ritual de ir al cine comprendía el viaje en metro, la compañía familiar, el proceso de acceso a la sala, la dimensión de la pantalla. Al disminuir el esfuerzo y renunciar a la combinación de sala oscura e irrupción del haz de luz mágica, la impronta sobre el espectador es más reducida. Así que quizá descubrir hoy en día Cantando bajo la lluvia tenga poco de experiencia inolvidable. El tiempo lo dirá. Pero para varias generaciones desde su producción en 1952 ha significado una explosión irracional de euforia, de encantamiento, de deseo de vivir.

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Su director, Stanley Donen, murió este fin de semana. La codirigió con su protagonista, Gene Kelly. Eran íntimos y estaban amparados bajo la unidad de producción de Arthur Freed en la Metro. Entonces un estudio de cine combinaba jefes financieros con productores creativos. Freed había sido compositor de canciones con Herb Brown y encargó a los guionistas Betty Comden y Adolph Green que tejieran con las piezas de su catálogo una historia coherente. Es curioso que uno de los mayores gozos de la historia del cine tomara como idea germinal una de las tragedias de ese mismo negocio, la caída en desgracia del galán del cine mudo John Gilbert. Al parecer, cuando pronunciaba en una de sus primeras películas habladas, His Glorious Night, su intenso monólogo de “Te quiero, te quiero, te quiero”, el público se mofaba de la sonoridad ridícula de aquel formato naciente. Alcoholizado y roto, el galán de la Metro no tardaría en morir. La transición al sonoro sirvió de base argumental, pero fue la coreografía de la antigua canción Cantando bajo la lluvia la que generó el momento icónico por el cual el amor, la lluvia y el silbar se asociaron para siempre a las experiencias emocionales de millones de personas.

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Dicen que Stanley Donen tenía un cojín en casa que decía: “Come, bebe y vuélvete a casar”. Él lo hizo cinco veces, y aun cumplidos los 90 vivía con la genial cómica Elaine May porque reír juntos es lo más parecido a hacer el amor. Ella le regaló una medallita para que llevara al cuello por si se perdía por la calle que decía: “Devolver a Elaine May”. Donen hizo películas geniales. Algunas de ellas hoy estarán prohibidas por la liga de la moralina. Pero las que mejor le salieron carecerán de efectos euforizantes si no se consumen de la manera adecuada. Stanley Donen fue un coreógrafo de la alegría. Puso en escena elementos intangibles que se interiorizan para siempre y convierten al espectador en un buscador de clímax. En los miles de instantes en que uno necesita confundir la realidad con la ficción, Cantando bajo la lluvia renace de entre los recuerdos imborrables y silbar es entonces una íntima apoteosis. No llegó a ser Leonardo da Vinci, como pretendía, pero Donen legó a la humanidad un regalo inmarchitable que aún agradecemos como el agua de lluvia.

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