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Columna
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Viviremos mejor

Abordar el desafío del cambio climático supone una transformación de fondo que la sociedad asumirá si se hace con ambición, con coherencia Y de forma justa

Cristina Monge
Vista de la capa de contaminación que cubre la ciudad de Madrid.
Vista de la capa de contaminación que cubre la ciudad de Madrid. JUAN CARLOS HIDALGO (EFE)

Desafección es un concepto que reaparece de forma recurrente cada vez que intentamos explicar la falta de implicación de la ciudadanía en los asuntos públicos. Se nos olvida que tiene dos lecturas distintas: la más extendida y conocida equivale a desinterés, desapego y pasotismo. Una segunda acepción, ampliamente utilizada en las ciencias sociales, nos lleva a hablar de desafección incorporando, a los elementos de desconfianza y sentimiento negativo hacia las instituciones, la aparición de actitudes de cambio social. A juzgar por lo que las investigaciones han ido señalando en los últimos años, y tal como ha confirmado el estudio de 40dB publicado esta semana en EL PAÍS, nuestra ciudadanía, crítica y con escasa confianza en el sistema, es también un cuerpo social maduro que se muestra dispuesto a pagar más impuestos para financiar las pensiones o paliar la desigualdad, entre otras cosas.

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Solemos pensar los cambios sociales desde un apriorismo que parte de la dificultad de que esa transformación sea comprendida por la sociedad, y damos por hecho su fracaso si requiere una modificación de comportamiento o de costumbres arraigadas. Existen, sin embargo, múltiples ejemplos de lo contrario: se nos olvidan aquellas voces que clamaban por la imposibilidad de hacer cumplir la ley del tabaco que prohibía fumar en bares y restaurantes y que callaron cuando comprobaron que, salvo en algún caso excepcional, la norma se cumplía con bastante normalidad. O aquellos que pusieron el grito en el cielo al endurecer las sanciones ante las imprudencias en la carretera y contemplaron un tiempo después cómo las cifras de accidentes de tráfico se estaban reduciendo. Las cuestiones que implican un cambio de hábitos y costumbres, bien explicadas y con las medidas preventivas, educativas, legislativas y sancionadoras oportunas, son perfectamente viables en sociedades democráticas maduras.

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En las próximas semanas el Gobierno publicará su proyecto de ley de cambio climático. Probablemente, la normativa más trascendental de todas las que se están trabajando. Si es capaz de explicarla bien, y la ley tiene la ambición necesaria, podremos reducir humos de los coches de nuestras ciudades y respirar mejor, nuestras viviendas serán más eficientes y consumiremos menos energía al mismo tiempo que ahorraremos en la factura de la luz o el gas, seremos capaces de descarbonizar nuestra economía y crear empleos de calidad en nuevos nichos más asociados a la tecnología y al conocimiento, y nuestras inversiones públicas, alejadas de los riesgos financieros asociados a los combustibles fósiles, serán más seguras.

Abordar el desafío del cambio climático supone una transformación de fondo que la sociedad asumirá si se hace con ambición, con coherencia, de forma justa para que nadie se quede atrás y con la convicción de que así viviremos mejor. Mucho mejor, todavía, si su aprobación contara con el beneplácito de toda la Cámara: estaríamos ante un hecho histórico para abordar un desafío civilizatorio.

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Sobre la firma

Cristina Monge
Imparte clases de sociología en la Universidad de Zaragoza e investiga los retos de la calidad de la democracia y la gobernanza para la transición ecológica. Analista política en EL PAÍS, es autora, entre otros, de 15M: Un movimiento político para democratizar la sociedad y co-editora de la colección “Más cultura política, más democracia”.

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