Mercamadrid, la otra arca de Noé
Como un periplo por otra galaxia, esta visita nocturna a Mercamadrid podría enmarcarse en el género de la ciencia-ficción. Pero las montañas de fruta y verdura y las toneladas de animales muertos del mar y de la tierra que llegan a las cámaras del inmenso mercado de abastos son reales como la vida misma. La otra arca de Noé.
CIRCULABA POR la M-40 de Madrid a eso de la una de la madrugada cuando el navegador me ordenó girar a la derecha para ingresar en una arteria oscura y silenciosa sobre la que mi vehículo, más que rodar, parecía volar en medio de la noche. Enseguida me atacó la sugestión de conducir una nave espacial con la que, siempre siguiendo las indicaciones de Google Maps, alcancé un puesto fronterizo profusamente iluminado y compuesto por una hilera considerable de cabinas de peaje sobre las que un gran cartel indicaba que había llegado a Mercamadrid.
En realidad había llegado a Marte.
Presenté mis credenciales, crucé la frontera, di una vuelta con la nave espacial por las calles de ese planeta extraño, que despierta al anochecer, y enseguida advertí que muchos de los vehículos que cruzaban sus límites (unos quince mil al día) tenían más ruedas que patas una oruga. Hablo de esas ruedas que alcanzan la altura del pecho de un hombre sobre las que se sostiene una mole compuesta por una caja y una cabina que evoca la cabeza de un insecto ciclópeo, dotado de varios pares de ojos, y que permanece unida al abdomen o tráiler por un mesotórax muy ligero, casi invisible, como la cintura de una avispa. Tales monstruos, conducidos por esos seres mitológicos llamados camioneros, tras penetrar en Marte, alcanzan el muelle de una de sus monumentales naves, se aculan frente a una de sus puertas y de sus traseras empiezan a salir los productos más variados, desde bogavantes a terneras, desde berenjenas a corvinas, desde conejos a aguacates, todo ello en cantidades nunca vistas.
La lonja de pescado, con todas las variedades imaginables, es la segunda del mundo
Los muelles se convierten entonces, bajo el resplandor de la luna, en un hervidero de personas y máquinas que llevan a cabo una coreografía caótica a primera vista, aunque precisa y medida hasta el milímetro en una mirada más atenta. Carretillas eléctricas y elevadoras, guiadas por pilotos muy experimentados, se mueven en todas las direcciones, sorteando obstáculos de diversa naturaleza sin que se produzca, milagrosamente, colisión alguna. Descargan las cajas en el interior de la nave y regresan apresuradamente a la trasera del camión, con un fervor que recuerda al de las hormigas yendo y viniendo de no se sabe dónde hasta el agujero y viceversa. El ajetreo nos trae a la memoria el del interior de una gota de agua observada al microscopio, donde multitud de seres de formas y tamaños diferentes se agitan en una especie de baile que en apariencia no va a ningún sitio, pero que constituye un ecosistema.
Solo que la gota de agua, si hablamos, por ejemplo, de la nave del pescado de Mercamadrid, tiene 400 metros de longitud por unos 150 de anchura y está dividida interiormente en pasillos que la atraviesan en ambas direcciones, formando calles flanqueadas por los comercios de los mayoristas, que comienzan ahora a exponer sus mercancías para cuando llegue el pescadero del mercado de su barrio de usted a elegir la merluza o la lubina que ofrecerá a su público.
Este es el día a día de un bazar gigante poblado por multitud de especies
El intruso, un servidor, va de un lado a otro de la nave con un bolígrafo y un cuaderno en el que intenta congelar ingenuamente la efervescencia, la vibración, el clímax provocado por este hombre que arrastra un saco de hielo, por este otro que carga al hombro con un pez espada más largo que un adolescente, o con el que, sobre una especie de mesa de quirófano improvisada en medio del campo de batalla, abre con un cuchillo afiladísimo el vientre de un atún de su mismo tamaño y de doscientos kilos de peso del que extrae, de un solo golpe, todo el paquete visceral, envuelto en un capullo de carne formidable que arroja al contenedor de desechos orgánicos de los que saldrán harinas para piensos y productos cosméticos. Todo deprisa, deprisa, muy deprisa, bajo la cruda luz de las lámparas que iluminan la fabulosa nave fuera de la cual, sobre el cielo nocturno, se recorta de súbito una bandada de aves blancas, como espíritus que acabaran de abandonar un cuerpo, y que resultan ser gaviotas. Gaviotas tan lejos del mar, se dice uno, son las cosas que suceden en Marte. Al amanecer llegará para espantarlas un cetrero con un águila poderosísima posada en su antebrazo.
Lo que hace un par de horas parecía un puzle sobre el que alguien había dado un manotazo dispersando sus piezas por doquier, aparece ya como un cuadro en el que cada producto ha ido encontrando su lugar. He aquí, en este puesto, una colección de langostas oscuras como las oquedades marinas de las que provienen; he aquí, en este otro, una familia de besugos con los ojos redondos por la sorpresa; he ahí, en el de más allá, una caja de esturiones de expresión enigmática, de rodaballos misteriosos. He aquí las acedías, el cazón, las corvinas, las nécoras, las urtas, los erizos de mar; he aquí los rapes con el pecho abierto como la camisa de un legionario; he aquí los percebes del tamaño de un pulgar, las almejas ensimismadas, el calamar, el chipirón, el fletán, los berberechos, las ostras, la merluza chilena, la dorada de piscifactoría, la lubina salvaje, el carabinero del Mediterráneo, el gambón de Tailandia.
Nada más traspasar las puertas de la nave de frutas, la piel percibe un nivel de humedad distinto
Los frutos del mar compiten en colorido y formas con los de la tierra. Están todos los rojos, todos los azules, todos los ocres, los blancos, los grises, los amarillos, los naranjas, y los negros, por supuesto, también. La lonja del pescado de Mercamadrid es la segunda del mundo después de la de Tokio, con la diferencia de que en la de Madrid se pueden encontrar todas las variedades que quepan en la imaginación del visitante. Los camiones legendarios mencionados al principio proceden de todo el litoral español, pero también de Grecia o de Turquía, de Dinamarca y los países del norte en general. Algunos vienen de ahí al lado: del aeropuerto Adolfo Suárez de Barajas, donde han recogido los productos transportados en avión.
Nos detenemos en 6 Sentidos, un puesto especial porque apenas lleva abierto dos semanas y porque vende artículos de gourmet ya elaborados, lo que constituye una rareza en medio de tanto producto fresco. Lo lleva Juan Eugenio Hernández y ofrece en él hamburguesas de pulpo, de mejillón con algas, de sepia con gambas…
—Aquí —nos dice— tienes anguila braseada procedente de Holanda, aquí carne de pinza de buey de mar, aquí plancton marino.
—¿Plancton marino? —preguntamos.
—Sí, se utiliza como el azafrán —aclara para mostrarnos enseguida una colección de huevas que podrían pasar por alhajas en el escaparate de una joyería.
Y aún nos queda por ver el surtido de mojamas, generalmente envasadas al vacío, el salmón rojo o los lomos de bacalao procedentes de Alaska, y los productos orientales como el cangrejo de cáscara blanda que tanto éxito tiene en los restaurantes japoneses. Y que tan crujiente queda después de cocinado.
—Este cangrejo —nos explica— se captura cuando acaba de hacer la muda, de modo que el caparazón nuevo no se ha endurecido todavía.
Aquí, la logística imita el aparato circulatorio del cuerpo humano
A pocos metros del puesto de Juan Eugenio, nos detenemos en el de Oscar Onaindía, de 38 años, que pertenece a una segunda generación de asentadores. Controla tres puestos, uno de ellos especializado en animales de piscifactoría cuyo producto estrella es la lubina dorada, pero también el rodaballo, de los que nos muestra ejemplares que a estas horas de la madrugada, después de haber estimulado los jugos gástricos con tanta magnificencia, se comería uno crudo. Nos llama la atención un pez negro, que jamás habíamos visto entero, y que toma con cuidado entre sus manos para acercárnoslo: es un esturión, el de las famosas huevas, también de piscifactoría. Viene del Pirineo aragonés y parece un agente secreto.
El megamercado
— Mercamadrid es uno de los centros de distribución, comercialización, transformación y logística de alimentos frescos más importantes de Europa.
— Está gestionado por la empresa mixta Mercamadrid, SA, cuyos accionistas son el Ayuntamiento de Madrid y Mercasa.
— Ocupa 222 hectáreas, donde hay instaladas 800 empresas comercializadoras.
— En 2016 Mercamadrid comercializó 2,5 millones de toneladas de productos de alimentación fresca.
— Acceden a sus instalaciones 20.000 personas de media diaria para adquirir y comercializar producto fresco procedente de 50 países y distribuirlo a los cinco continentes. En la actualidad abastece a 12 millones de consumidores en un área de influencia de 500 kilómetros.
— Segundas y terceras generaciones lideran un equipo de 8.000 personas de 30 nacionalidades diferentes.
Resulta increíble, nos decimos, que tanta muerte produzca tanta sensación de vida, pues abandonamos la nave con la frustración del que se marcha de una fiesta cuando se encuentra en su mejor momento. De hecho, nos habríamos quedado con gusto hasta el amanecer para tomarnos unas orejas de cerdo con patatas fritas, por poner un ejemplo, en una de las cafeterías de las instalaciones. Pero queríamos acercarnos también a una de las seis naves de frutas de Mercamadrid para experimentar el contraste existente entre los productos del mar y los de la tierra. Y lo cierto es que, apenas traspasado el umbral, el olfato y el tacto nos muestran las primeras diferencias. La piel percibe un grado de humedad distinto, quizá más cálido el de aquí. El olor no tiene nada que ver tampoco, aunque sería difícil darle nombre al producido por la mezcla de frutas, legumbres y verduras. Los aromas de unas y otras se trenzan de tal modo que solo un experto sería capaz de separar cada uno de los hilos que la componen. En cuanto a la vista, la paleta de colores resulta en esta dimensión de la realidad inabarcable, aunque tal vez, en líneas generales, sus tonos parezcan más impetuosos que los del pescado. Predominan a primera vista todas las variedades imaginables del verde, pero apenas te adentras en la nave rectificas esa impresión. De las formas mejor no hablar, pues no acabaríamos nunca. Baste decir que si los seres del mar nos excitaban por su extrañeza, estos nos excitan por su proximidad. En incontables frutas está representado nuestro sexo, el de los hombres y el de las mujeres, y el de multitud de mamíferos en general. Por si fuera poco, en cada alubia vemos un riñón, y en las judías de La Granja, los pulmones. En el interior de las nueces, el cerebro, claro, y en las ramas de perejil, las extensiones nerviosas. Todo ello por no mencionar la semejanza entre la raíz del jengibre y las complicaciones formales del aparato digestivo. Los tabiques que limitan las oquedades del tomate, una vez abierto, evocan por su parte los que en el corazón separan las aurículas de los ventrículos. En cuanto a las batatas, ahí las tienen, empeñadas en reproducir el páncreas del mismo modo que los tallos de apio recuerdan a los haces de músculos reproducidos en los libros de texto.
Los pasillos, aquí, aparecen flanqueados por auténticos muros de cajas o contenedores que multiplican por dos la altura del intruso. El tacto recibe impresiones infinitas. Basta pasar la yema de los dedos por uno de esos muros para sentir las diferencias que van del rábano a la fresa y de la fresa a la calabaza y de la calabaza a la naranja, al pimiento, al kiwi, del kiwi a la chirimoya y de la chirimoya a la castaña, a la papaya, al aguate, al mango, a la alcachofa, al plátano, al limón, a la yuca, al caqui. Si uno cierra los ojos, las yemas de los dedos reciben un festín de sensaciones difíciles de igualar en otros ámbitos. El gusto ni lo mencionamos, pues al poco de entrar en la nave hemos detectado un puesto enorme, especializado en uvas, cuya sola mirada provoca una actividad intensa de las glándulas salivares. Su responsable es Félix Palacios. Tercera generación de asentadores, dice al presentarse.
—Alicantino —añade—, del valle del Vinalopó, de donde era mi madre. Comencé con las uvas del Vinalopó y más tarde empecé a traerlas de todo el mundo. Aquí la hay de Perú, de Chile, de Brasil, de Italia, de Sudáfrica… Mira, estas no tienen semillas, ahora vienen muchas así, aunque las pepitas son buenas, nos ayudan a limpiar el colon.
Nos paseamos entre paredes de cajas de uvas que brillan como diamantes.
—¿Has visto qué belleza? —pregunta admirativamente—. Tengo entre ocho y diez variedades. El mundo de la uva es absorbente.
Nos dice también que las frutas más sabrosas son las que menos duran y que estaría dispuesto a hablarnos durante horas del asunto de no ser por la afluencia de minoristas que desde hace rato observan y valoran el género. Significa que no hacemos otra cosa que estorbar.
—¿Aquí cómo se negocia? —le preguntamos antes de despedirnos.
—Como estamos en perecederos, todo se dice rápido.
Cuando nos hemos dado la vuelta, reclama nuestra atención para preguntar con una sonrisa satisfecha:
—¿Se nota que este es mi mundo?
—Se nota.
Ya son casi las seis de la mañana cuando decidimos emprender el regreso desde esta ciudad inabarcable y rara y fascinante. De vuelta al coche o a la nave espacial con la que entramos en Marte y en cuyo interior saldremos en breve de él, pensamos que el ser humano lo hace todo a imagen y semejanza de su cuerpo o de una parte de él. Así, la logística imita al aparato circulatorio y posee por tanto un corazón que bombea el producto, unas arterias a través de las cuales circula y unos consumidores que se aprovechan de él. Mercamadrid es el corazón de varios millones de usuarios que cada día, en el mercado de su barrio, adquieren un pequeño fragmento de la totalidad de la que hemos sido testigos. La visita a este mercado de abastos nos ha deparado una aventura semejante a la de los protagonistas de Viaje alucinante, una película de los sesenta en la que dos personajes, tras ser reducidos de tamaño, son inyectados dentro de una nave diminuta en el cuerpo de un hombre, a través de cuyas venas y arterias recorrerán toda su geografía acercándose peligrosamente al corazón. De ahí mismo, del corazón desde el que se bombean los productos de los que se alimentan 12 millones de consumidores, salimos nosotros al frío de la noche de diciembre, un frío de color azul como esos pescados ricos en omega-3, EPA y DHA.
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