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POBREZA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La falacia de la igualdad de oportunidades

Una mayor comprensión de las personas vulnerables es clave para diseñar un sistema que mejore su bienestar

Igualdad de oportunidades
Tomás Ondarra

Imagine que le paran por la calle y le piden que participe en una encuesta. Serán unas cuantas preguntas y luego le harán un breve test de inteligencia. Acepte. Una de las preguntas iniciales es esta: “Imagínese que su coche se estropea y la reparación cuesta 150 euros. Puede pagarlo al contado, pedir un crédito o irse sin repararlo. ¿Qué haría?” Después de algunas preguntas más, le hacen un test de inteligencia llamado test de Raven. ¿Cree que sus respuestas a este test se verían afectadas por la pregunta sobre la reparación del coche? ¿Y si la reparación hubiese costado 1.500 euros? Esto es lo que se plantearon Anandi Mani, Sendhil Mullainathan y coautores en un experimento realizado en New Jersey, cuyos resultados publicaron en la revista Science. Los autores descubrieron que, el hecho de que la reparación costase 150 euros o 1.500 euros no afectaba al desempeño en el test de inteligencia para la mayoría de las personas. Sin embargo, para las personas que tenían bajos niveles de ingresos, el haberse enfrentado al escenario hipotético de una reparación de 1.500 euros les hacía realizar el test mucho peor. Es probable que la descripción de la reparación les recordase sus propias dificultades económicas y que esto les generase una preocupación que limitó sus capacidades cognitivas.

Cada vez hay más estudios científicos que muestran cómo la compleja realidad a la que se enfrentan las personas vulnerables limita su productividad y su capacidad de tomar decisiones óptimas. Por ejemplo, estas personas se enfrentan a innumerables retos para llegar a fin de mes. Cada una de las decisiones económicas que tomamos a lo largo del día (ir a la compra, pagar una factura o ser informados de que nuestros hijos irán a una excursión), son suficientes para desencadenar procesos de estrés y ansiedad en estas personas. Este flujo de preocupaciones también conlleva que estas personas no tengan espacio cognitivo, o usando el anglicismo bandwidth, para ocuparse de todo aquello que no sea estrictamente urgente. La capacidad de anticiparse a gastos futuros, de ahorrar o de planificar sus vidas en el medio plazo es un lujo inaccesible para muchos. A esto hay que sumarle que suelen tener una gran incertidumbre sobre sus ingresos futuros y escaso margen de endeudamiento en el corto plazo. Esta compleja realidad también afecta a la productividad en el trabajo, a la capacidad de concentración en los estudios, e incluso a la capacidad de recordar fechas importantes, como un plazo para la solicitud de una ayuda económica.

Según un reciente informe de la Red Europea de Lucha contra la Pobreza (EAPN-ES), en nuestro país hay 13 millones de personas en riesgo de exclusión social. Esto es preocupante por varios motivos. Principalmente por la enorme pérdida de bienestar que sufren estas personas por cantidades monetarias modestas, en un país rico y avanzado como es el caso de España. En segundo lugar, porque los factores psicológicos a los que he hecho alusión pueden generar una trampa de pobreza: las propias circunstancias a las que se enfrentan estas personas merman su capacidad de aprovechar oportunidades educativas o de progresar profesionalmente, lo que a su vez perpetúa su situación de vulnerabilidad. Cuando el día a día al que se enfrentan estas personas es un carrera de obstáculos, la igualdad de oportunidades se vuelve una quimera.

Pongamos un ejemplo concreto de cómo situaciones de vulnerabilidad pueden conllevar la pérdida de oportunidades. Hace unos meses se dio a conocer la noticia de que algunos profesores de secundaria estaban haciendo una colecta para pagar las tasas de selectividad de algunos de sus alumnos. Estos alumnos les habían comunicado que no se presentarían al examen de acceso a la universidad porque sus familias no disponían de los 170 euros necesarios para el pago de las tasas. Quizás sorprenda que, por una cantidad modesta, algunas familias puedan perder la oportunidad de que su hijo o hija inicie estudios universitarios. Incluso algunos escépticos podrían argumentar que, si para estas familias el acceso a la universidad hubiese sido tan importante, habrían encontrado la manera de ahorrar pequeñas cantidades durante unos meses hasta conseguir acumular el dinero necesario. Pero estos planteamientos son ajenos a la compleja realidad a la que se enfrentan las personas de bajos ingresos. Cuando cada día es una batalla para reducir gastos y llegar a fin de mes, la capacidad de planificar a largo plazo queda seriamente mermada. Basta con que haya un gasto inesperado ese mes para que las opciones de ir a la universidad se evaporen.

¿Están adaptadas las políticas públicas a las difíciles circunstancias de las personas de bajos ingresos? La reciente pandemia de la covid-19 ha representado un test de estrés para nuestro Estado del bienestar. Aunque hay evidencias de que el llamado escudo social fue efectivo en limitar el impacto negativo de la pandemia en el bienestar de los más desfavorecidos, todavía queda un amplio margen de mejora. En ocasiones, detalles que pueden parecer menores en el diseño o la implementación de una ayuda pueden limitar mucho cuánto consiguen ayudar a los más vulnerables.

Consideremos, por ejemplo, la política de becas universitarias. Hasta hace poco, los plazos de solicitud y de concesión de estas becas eran tales que los beneficiarios sólo recibían la subvención prácticamente al final del curso académico objeto de la ayuda. Dado que el principal objetivo de estas becas es facilitar que los estudiantes de familias de bajos ingresos accedan a la universidad, tendría mucho más sentido que la concesión de la ayuda tuviese lugar en el momento de realizar la matricula. Sin esa certidumbre en ese momento clave, muchas familias ven el cursar esos estudios como algo inalcanzable. Aunque recientemente el Ministerio de Educación y Formación Profesional ha implementado mejoras que adelantan los plazos cuatro meses, la ayuda sigue llegando tarde para algunas familias. ¿Qué impide que la concesión de la ayuda llegue a las familias en el momento de decidir si cursar estudios universitarios? El principal inconveniente es que la elegibilidad para las ayudas se haría en base a los ingresos uno o dos años anteriores al curso académico objeto de la ayuda. Dado que las situaciones de vulnerabilidad son, desafortunadamente, persistentes, usar ingresos de un año anterior parece un mal menor comparado con privar a muchas familias de la certidumbre de que recibirán la beca en el momento clave de toma de decisiones.

Otro ejemplo relacionado surge del diseño del Ingreso Mínimo Vital y de varias rentas mínimas autonómicas. Para determinar la prestación que se cobrará en el año en curso se utilizan los ingresos del año anterior. Este retraso en la actualización de las ayudas implica que en ocasiones la prestación sea inferior a lo que la familia debería recibir en un mes determinado y en otras ocasiones sea superior. Cuando es superior, se requiere a las familias que devuelvan el dinero o se le resta de ayudas futuras. Ambas desviaciones son problemáticas y reducen el bienestar que podría generar una determinada transferencia monetaria. Si a este diseño se le suma que las familias suelen tener dificultades para entender cómo funciona la prestación, esto incrementa la incertidumbre sobre sus ingresos y la sensación de vulnerabilidad ante decisiones administrativas que no comprenden.

En conclusión, una mayor comprensión de la realidad de las personas vulnerables y de los retos a los que se enfrentan es clave para diseñar e implementar un sistema de protección social que maximice el bienestar de las familias con bajos ingresos.


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