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España, a la cabeza del derroche de luz viaria en Europa

La crisis energética exhibe un problema no resuelto durante décadas. “No es lo más popular, pero habría que reducir la intensidad de las farolas”, dice un vecino de Bilbao, ciudad convertida en metáfora del exceso

Panorámica de Bilbao, el jueves.
Panorámica de Bilbao, el jueves.Fernando Domingo-Aldama

Quien haya viajado a cualquier capital del centro y el norte de Europa habrá comprobado la diferencia abismal entre la iluminación de los espacios públicos. La luz tenue de las farolas nórdicas contrasta con la potencia lumínica de los países meridionales, muy particularmente con España. La crisis energética ha acentuado aún más si cabe esta brecha: la prioridad de ciudades como Berlín por reducir al mínimo el gasto energético contrasta con un sur en el que la vida sigue prácticamente igual.

Ante la ausencia de datos oficiales que sostengan esta obvia percepción visual —aquí, la oficina estadística comunitaria, Eurostat, no tiene nada que decir—, es el ámbito académico el que se ha encargado de aportar evidencia. Alejandro Sánchez de Miguel, investigador de la Universidad de Exeter y uno de los expertos más importantes en contaminación lumínica, sitúa a España como el país europeo que más energía consume en luz exterior (114 kilovatios hora por habitante), seguido de otros sureños como Portugal (105) y Grecia (95). Alemania, por ejemplo, consume menos de la mitad de electricidad que España en este ámbito (48). Sánchez publicó estos datos en 2015, pero otros más recientes, de 2021, apuntan en la misma dirección: es el tercer país europeo que más luz exterior emite (medida por satélite), solo tras Malta y Portugal.

“En España, las calles están muy sobreiluminadas”, opina el experto, que identifica varios motivos. El primero, las subvenciones aplicadas durante décadas al precio de la luz viaria: “A los ayuntamientos les salía muy barata”. Hasta 2007, estos pagaban una tarifa especial de alumbrado, que hizo que muchos de ellos “no se cortasen” en poner más farolas de las necesarias. El exceso de iluminación pública, se queja, es uno de los síntomas más claros de que una Administración está derrochando recursos.

Fuentes del Instituto para la Diversificación y Ahorro de la Energía (IDAE) reconocen que esa tarifa barata fomentó la expansión de la iluminación de espacios públicos, especialmente en los ochenta. Y, como en tantos otros casos, la inercia sigue: aunque hay una norma que regula el alumbrado y articula sanciones para los ayuntamientos que sobreiluminen, el investigador de Exeter cree que, simplemente, “no está funcionando”. Aprobado en 2008, el texto establece máximos y mínimos de luminosidad en función de si la zona es rural, residencial o el centro de una ciudad, con sanciones a cargo de las autonomías. “Pero apenas hay vigilancia; ni multas”, esboza por teléfono.

La tercera explicación tiene que ver con el modo de vida. “Mi hipótesis es que el clima hace que la socialización en la calle sea más vibrante en los países mediterráneos”, desliza Adam Sędziwy, profesor de la Universidad de Ciencia y Tecnología AGH de Cracovia. Un argumento que también comparten tanto en el IDAE como en la Asociación Española de Fabricantes de Iluminación (Anfalum).

Ante la duda, al máximo

El segundo factor que fomenta la sobreiluminación es que la tendencia casi natural de los consistorios a escoger el máximo de potencia para las farolas permitida por ley. Un tope que, de por sí, “ya está muy por encima de lo necesario: ahora, que ha crecido el número de farolas LED, con luminosidad regulable, es tan fácil como no ponerlas a tope y bajar su intensidad a altas horas de la noche. Esto es lo normal en otros países”, agrega Sánchez. Alfredo Berges, director general de Anfalum, coincide en que no se aprovecha todo el ahorro alcanzable con esta tecnología.

Pese a ese sustancial avance técnico, solo dos de los ocho millones de farolas instaladas en España son de este tipo. El resto siguen siendo las clásicas de vapor de sodio, que consumen más. Según los cálculos de Georges Zissis, físico de la Universidad de Toulouse, ese cambio permitiría un ahorro de hasta el 85%, no solo por su mayor eficiencia y por la posibilidad de regular la intensidad, sino porque admiten sistemas de apagado automático cuando no hay nadie en la vía pública. “Además”, recuerda, “su vida útil es tres o cuatro veces mayor”. Desde la patronal de fabricantes de iluminación se considera que ese tránsito del sodio al LED “va bien”, pero también se admite que debería ir “más rápido”.

Sędziwy, autor de varias investigaciones sobre iluminación exterior, añade una variable más: “La reducción es mayor cuanto mayor es la potencia de la luminaria que pasa de sodio a LED: reemplazar 1.000 farolas de las que iluminan la calzada ahorra mucho más que reemplazar el mismo número de unidades en un parque”. El profesor polaco ve en la crisis energética una oportunidad de oro para cambiar la forma en que las autoridades —muy especialmente, las municipales— abordan la cuestión. “Las decisiones suelen tomarse en clave de beneficio político, no de ahorro; de ahí que los programas de reacondicionamiento no sean la primera opción”, critica.

Una lámpara en las inmediaciones de la Puerta de Brandemburgo (Berlín), en agosto.
Una lámpara en las inmediaciones de la Puerta de Brandemburgo (Berlín), en agosto. Krisztian Bocsi (Bloomberg)

El 2% del consumo eléctrico total

El alumbrado exterior municipal —excluidas las carreteras interurbanas— suma el 2% del consumo total de electricidad en España, según las cifras oficiales. Es más que en la mayoría de los vecinos europeos, que Zissis estima en entre un 1% y un 1,5%.

En el plan de contingencia para afrontar la crisis energética, España exige que todas las administraciones competentes acometan una revisión técnica de todos los puntos públicos de luz para evitar el despilfarro, pero no pide reducir la luminosidad, según un borrador adelantado por EL PAÍS. El Ejecutivo lleva meses trabajando en una nueva norma que promete ser “más restrictiva” y que aprobará el año que viene.

El otro melón por abrir es el de la iluminación de las autopistas, un ámbito en el que la brecha con el resto de Europa es menos evidente, según Peña, pero en el que también hay mucho margen de mejora. “Alemania tiene niveles de siniestralidad similares a los de España y ninguna autovía está iluminada. Los últimos estudios indican que apagar la luz en las carreteras no aumenta los accidentes”, añade Sánchez, de la Universidad de Exeter.

Madrid mejora en la última década

En contra de lo que se podría pensar, la ciudadanía, según Sánchez, no penaliza la reducción de la iluminación. “Es más, es que no se dan cuenta porque mientras sea razonable no llama la atención”, desgrana. Una de las ciudades que en su opinión mejor ejemplifica este fenómeno es Madrid. “Era una de las ciudades con más contaminación lumínica del país y, hasta 2014, la más iluminada de Europa por encima de Berlín, Londres o París. Como la luz era muy barata por la tarifa municipal, pusieron farolas como si no hubiera un mañana. Cuando la deuda empezó a ahogar, se hizo un cambio masivo: se pasó de bombillas de 250 vatios a otras de 150, con toda la luz apuntando al suelo. Se dieron cuenta de que los vecinos no se enteraban así que lo aplicaron a toda la ciudad, y la contaminación lumínica ha caído drásticamente”.

Imagen nocturna de la calle Juan de Herrera de Madrid.
Imagen nocturna de la calle Juan de Herrera de Madrid.Claudio Álvarez

Una de las excusas más habituales para justificar el exceso de luz es la seguridad. Tanto fuentes del IDAE como Zissis, el profesor de la Universidad de Toulouse, reconocen que es el argumento que más esgrimido. “A día de hoy, seguimos sin tener clara la relación entre iluminación y seguridad”, expone Antonio Peña, catedrático de Ingeniería Eléctrica de la Universidad de Granada, que apela a la “racionalidad”. “Hace falta educación y conciencia, y hay que ir a la máxima eficiencia, especialmente ahora, con la crisis energética. Pero tampoco podemos ser muy radicales con este tema: cada vez la media de edad es más alta, y para la gente mayor es algo muy importante”, enfatiza.

Anna Almécija, criminóloga y experta en los factores ambientales que fomentan la seguridad, cree, sin embargo, que es un error pensar que más luz sea siempre sinónimo de más seguridad. Es más: uno de los pocos estudios sobre el tema, elaborado en el Reino Unido, demostró que cuanto más iluminada estaba una calle más robos de coches se producían. Otro, en Chicago —una de las ciudades con mayor tasa de criminalidad de Estados Unidos—, el efecto de los apagones en la seguridad: concluyó que había más delitos en vías iluminadas, porque la actividad se desplaza.

“Sobreiluminar es una solución populista, más barata que medidas efectivas como conseguir que haya más vida en las calles, retirar elementos que dificulten la visión o evitar los recovecos arquitectónicos, como los portales hacia dentro de la fachada”, añade Almécija. “Desde pequeños nos vinculan oscuridad y miedo. Y es normal: no sabemos lo que hay; pero extrapolar el miedo a la oscuridad en casa con el espacio público es exagerado e ineficiente. No digo que haya que apagar las luces, pero sí que estén en su mínima intensidad necesaria”. Esta experta forma parte de la Asociación Catalana para la Prevención de la Inseguridad a través del Diseño Ambiental (Acpida), que intenta convencer a los consistorios para que no centren su estrategia en instalar más farolas.

“Madrid redujo la iluminación sin que haya tenido ningún impacto en la seguridad de la ciudad. Por eso me pareció ridículo cuando la presidenta de la Comunidad, Isabel Díaz Ayuso, recurrió a la seguridad para criticar el apagado de escaparates del plan del ahorro del Gobierno central”, apostilla el investigador de Exeter, que en 2019 publicó una clasificación de urbes españolas en función de la contaminación lumínica que sufren. “Justo por las políticas que hemos explicado, la capital está en una posición muy baja”. Está en el puesto 442 de 2.216 municipios analizados. En lo más alto de la tabla están Bilbao, Barakaldo, Barcelona, Valencia y Cádiz.

Conjunto de farolas en Bilbao, una obra artística de Juan Luis Moraza.
Conjunto de farolas en Bilbao, una obra artística de Juan Luis Moraza.Fernando Domingo-Aldama

Bilbao: la farola como obra de arte

La sensación de que Bilbao está más iluminada de la cuenta va más allá de la fría estadística: así lo sienten, también, algunos de sus residentes. “Aquí nunca vemos el cielo de noche”, concluye Daniel Ruiz, de 59 años y vecino del Casco Viejo. “Puedes leer un libro en la calle por la noche; no es normal. La ciudadanía no lo valora negativamente porque resulta muy cómodo, pero en la mayoría de las ciudades de Centroeuropa es suficiente con la mitad de la iluminación”. Sería, dice, “suficiente con alumbrar las calles lo justo para que se pueda andar con una sensación de seguridad. No es lo más popular, pero habría que reducir la intensidad de la iluminación para ser más sostenibles y reducir el consumo energético: con la mitad bastaría”.

A Luis Marías, de la misma edad y vecino de Indautxu-Basurto, no le estorba ni le resulta chocante el exceso de iluminación artificial. “Pasa desapercibido”, dice. “A nadie le he oído hablar de que la iluminación es exagerada”. El Ayuntamiento bilbaíno asegura que está “realizando mejoras en el alumbrado público para ser más eficiente y reducir los parámetros de contaminación lumínica”. Desde 2020 se han instalado 2.901 nuevos puntos LED.

La capital vizcaína es la única ciudad española que ha encumbrado la farola a la categoría de obra de arte. En un parterre situado junto al Museo Bellas Artes se alza desde 2001 una peculiar instalación, obra del artista vitoriano Juan Luis Moraza. Fanal, también conocido como el jardín de las delicias, forma un bosque de farolas compuesto por 70 báculos y 90 focos de luz. Conviven desde la emblemática farola de la Gran Vía hasta luminarias de la autopista o reflectores que iluminaron el césped del campo de San Mamés: es la mejor metáfora del derroche.

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