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Las grandes potencias redoblan la batalla de los microchips

El desabastecimiento de un componente esencial para el siglo XXI empuja a las principales economías a buscar reducir su dependencia del exterior

Planta de microchips de la empresa Jiejie Semiconductor Co. en Nantong (China), el pasado marzo.
Planta de microchips de la empresa Jiejie Semiconductor Co. en Nantong (China), el pasado marzo.Getty
Andrea Rizzi

Una lucha de titanes se libra de forma cada vez más descarnada dentro de microscópicos espacios que se miden en nanómetros —la millonésima parte de un milímetro—, la unidad de medida de referencia en los microchips. El desabastecimiento de estos componentes, esenciales en un abanico cada vez más amplio de productos, es uno de los elementos centrales en las recientes convulsiones de la cadena de suministro global, y ha fortalecido la voluntad política de las grandes potencias para reducir su dependencia del exterior en un producto clave de la vida del siglo XXI.

El desabastecimiento es el resultado de múltiples factores. La oferta se ha visto alterada por el impacto de la pandemia y una serie de catástrofes que han afectado al trabajo de importantes fábricas; la demanda se ha visto disparada, primero por el incremento en los pedidos de ciertos productos especialmente útiles durante los confinamientos, y luego por el gran rebote de la economía. Problemas en las cadenas de transporte han agudizado la crisis.

La cuestión tiene un calado enorme. El mercado es en sí mismo relevante —tan solo China en 2020 importó microchips por un valor de más de 300.000 millones de dólares (unos 257.600 millones de euros), similar al PIB de un país como Colombia—, pero lo importante es su repercusión. Los chips son necesarios en un abanico cada vez más amplio de productos, no solo los tradicionales —ordenadores, móviles o tecnología del ámbito de la defensa y del espacio—, sino también en industrias como la automovilística o los electrodomésticos. La importancia estratégica es casi inconmensurable.

Estados Unidos, China y la Unión Europea pisan el acelerador para lograr mayor autonomía en una industria compleja, con muy altos costes de entrada, y una cadena con distintos nudos que pueden convertirse en elementos de presión, desde el diseño (donde destaca Estados Unidos) a la maquinaria necesaria (donde la UE tiene buenas cartas) hasta la fabricación, donde los protagonistas son países del este asiático, especialmente Taiwán y Corea del Sur. La importancia de Taiwán en este mercado es precisamente uno de los factores desestabilizadores. La actitud cada vez más asertiva de China plantea dudas a medio plazo sobre el papel de la isla como gran suministrador global.

La carrera avanza a base de grandes inversiones, de estrechamiento de alianzas, pero también a base de golpes frontales, como la iniciativa de Washington para cortar el acceso de la empresa china Huawei a microchips con diseño estadounidense. Más de un centenar de empresas chinas han sido colocadas en la lista negra comercial de Washington, que impide la venta de alta tecnología sin una autorización específica.

De los tres titanes, la UE es la que se halla más rezagada en sus planes de estímulo. China lleva años concentrada en un fuerte apoyo al desarrollo del sector. El Senado de Estados Unidos aprobó en junio un paquete de financiación que prevé, entre otras cosas, unos 50.000 millones de respaldo al sector de los microchips. La medida obtuvo el apoyo de un consistente número de senadores republicanos. Frente a estas iniciativas ya en marcha o perfiladas, la UE busca su camino. “La cuestión es que todos coinciden en la importancia estratégica, pero todavía no hay un consenso sobre cómo proceder”, observa en conversación telefónica Mathieu Duchâtel, experto del Instituto Montaigne que ha publicado un estudio en la materia. “En Estados Unidos llevan años con este debate, en Europa solo dos. Todavía estamos en una fase de conflicto de visiones”.

La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, anunció en su discurso del estado de la Unión a mediados de septiembre la intención de lanzar una ley europea de chips. En julio, la UE lanzó la Alianza para los semiconductores —un foro que busca reunir representantes de las industrias implicadas, Estados miembros, academia, usuarios y otros actores relevantes—. El comisario del Mercado Interior, Thierry Breton, acaba de visitar algunos países del Este asiático precisamente con el objetivo de consolidar la acción europea. Pero todavía no hay un consenso sobre la hoja de ruta, hasta qué punto apostar por la manufactura o reforzar áreas de diseño y maquinaria.

Angela Garcia Calvo, docente en la Henley Business School de la Universidad de Reading, y especializada en la materia, comenta: “El problema es que la lógica política va por un lado, pero la económica va por otro”. Explica que “la fabricación implica costes de entrada muy altos, tiempos largos. Además, los nuevos proyectos europeos deberían enfrentarse a la durísima competencia de productores asiáticos con mucha más experiencia y mano de obra más barata. En términos económicos, probablemente lo que más sentido tendría es apoyar segmentos de maquinaria o diseño”.

Pero el comisario Breton claramente apuesta por reforzar la capacidad manufacturera. Algo se mueve. La estadounidense Intel se plantea invertir en Europa. La agencia Reuters informaba el viernes de que Italia está en conversaciones para asegurarse una planta que representaría una inversión superior a los 4.000 millones de euros. Alemania, según la información, resulta la favorita para otra planta con una inversión aún mayor.

Pero estos movimientos no ocultan las dificultades de fondo para conseguir un paso adelante significativo en la cuota de mercado global. Bob Hancké, profesor de la London School of Economics, se declara “bastante escéptico ante el repentino entusiasmo” de iniciativas en este sector en Europa. “El desequilibrio entre costes de entrada extremadamente altos y retornos financieros relativamente modestos es el corazón del problema”, señala.

China, por su parte, desarrolla al menos desde 2014 una estrategia muy intensa. Medios locales señalan que desde entonces el sector ha recibido un impulso público de al menos 170.000 millones de dólares, a los que hay que añadir las ventajas de un mercado peculiar, con pedidos garantizados y otras medidas de apoyo. Garcia Calvo observa que sin duda el gigante asiático ha logrado progresos. Se está especializando en chips sencillos y ha atraído talento de Taiwán. Pero no ha alcanzado sus objetivos y está años detrás de Estados Unidos en cuanto a los aspectos de mayor calidad de la industria. En este segmento, el más estratégico, dirigido a productos de alta calidad y valor, sigue dependiendo mucho del exterior —sobre todo Estados Unidos y Europa— en cuanto a diseño y maquinaria.

EE UU, además del paquete de ayuda pública al sector, sigue afinando su acción para proteger su ventaja tecnológica, en una serie de maniobras que Washington define como salvaguarda de la propiedad intelectual de sus empresas, y Pekín interpreta como una ofensiva para asfixiar a las suyas. El viernes, el Centro Nacional de Contrainteligencia y Seguridad lanzó una campaña para alertar a empresas tecnológicas clave de los riesgos de interactuar con China. Entre los sectores en cuestión figura también el de los microchips.

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Sobre la firma

Andrea Rizzi
Corresponsal de asuntos globales de EL PAÍS y autor de una columna dedicada a cuestiones europeas que se publica los sábados. Anteriormente fue redactor jefe de Internacional y subdirector de Opinión del diario. Es licenciado en Derecho (La Sapienza, Roma) máster en Periodismo (UAM/EL PAÍS, Madrid) y en Derecho de la UE (IEE/ULB, Bruselas).

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