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Cine para las orejas

EL PROYECTO DE CONVERTIR la vida de Edith Piaf en una película se le ocurrió a Olivier Dahan a partir de una fotografía. En realidad, él apenas sabía nada de la mítica cantante. Por razones obvias de edad -tiene menos de 40 años-, el realizador no vivió los años de gloria y de drama de Piaf, de La Môme, ni conoce, cuando pone en marcha el proyecto, las versiones de Nina Simone o Grace Jones de La vie en rose. Lo suyo es el remix. De la misma manera que no se interesa por una canción -la historia que cuenta-, tampoco lo hace por el cine, esa técnica de contar a través de imágenes. A Dahan le basta con una imagen para cada situación, con una idea visual para la ceguera, para la infancia, el amor, la muerte o la droga, sobre todo la droga. Tiene razón porque ese espectador que establecía complicidad con la pantalla a partir de la convención narrativa ha desaparecido o se ha jubilado. El nuevo público funciona a partir de criterios que son los del remix. Lo que se gana en rapidez se pierde en densidad; se pueden decir muchas cosas, pero no puede profundizar en ninguna de ellas. La prueba de ello es que la foto que está en el origen de la aventura es de una Piaf de 15 años y a partir de ella Dahan decide que "Piaf, entonces, era una punki". Más remix, imposible.

El principal desafío que se plantea La Môme es el de vencer a las propias canciones de Piaf, llegar a contar algo que no esté contenido en el texto, en la música y en la voz. Era un desafío imposible. De entrada porque Je ne regrette rien o Milord, como la propia La vie en rose, son maravillosos ejemplos de cómo poner en pie una historia en poco más de dos minutos. Lo hacen a través de imágenes verbales y gracias al desgarro de unas cuerdas vocales que transmiten mucho más que sonido. Luego, porque la manera de filmar de Dahan es la de buscar el impacto inmediato, y ahí la comparación no tiene color: gana por KO técnico la canción.

Pero La Môme cuenta también con la presencia de Marion Cotillard. Ella se ha convertido en Piaf, sin parecérsele, sólo asumiendo la idea autodestructiva y algunos detalles de gesto y voz. El resto del milagro -¿y de la interpretación?- se llama látex. Cada día, Didier Lavergne, el maquillador, cubría su cara y cuerpo de látex para, sobre esa superficie de recambio, dibujar otro rostro, otras heridas. El resultado es prodigioso y convierte a Cotillard en aspirante, con posibilidades reales, a todos los premios para los que sea seleccionada.

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