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Europa, ante el fracaso de la "guerra contra el terrorismo"

Gilles Kepel

El primer aniversario de la invasión de Irak por el ejército estadounidense y su aliado británico se ha visto marcado, con algunos días de diferencia, por el atentado de Madrid, imputable a la red de Al Qaeda, y por el asesinato del jeque Yassin, líder histórico de la organización palestina Hamás, muerto por un misil israelí a la salida de una mezquita, mientras que en Irak la violencia reclama su cantidad diaria de víctimas, una situación a la que el arresto y detención de Sadam Husein no ha aportado ninguna mejora.

Es obligado señalar, como hacen cada vez más estadounidenses que ven en la derrota de Aznar la antesala a la derrota de Bush el próximo otoño frente a John Kerry, y también un buen número de italianos que manifestaron su oposición al apoyo del Gobierno de Berlusconi a Washington, que la lógica misma de la "guerra contra el terrorismo" se ve hoy sometida a una dura prueba. Para los europeos, está en primer lugar mancillada por la "mentira original" en cuyo nombre se construyó la coalición militar contra Irak: el peligro inmediato de las "armas de destrucción masiva" en posesión del dictador iraquí. Aunque nadie en Europa dude de la naturaleza abominable de este último y aunque todo el mundo se alegre de saber que ya no puede hacer más daño -y hay que agradecérselo a Estados Unidos-, el posterior descubrimiento del carácter engañoso del pretexto para la invasión tiene unos efectos devastadores en las relaciones entre Europa y EE UU, sobre todo cuando los objetivos buscados por la guerra se oscurecen.

La confianza entre ambas orillas del Atlántico es la que queda en tela de juicio, una confianza que fue otorgada sin vacilar a Washington por Aznar, Berlusconi, Blair y algunos dirigentes de Europa Central, en el momento en que el atolladero estadounidense en Irak incita a unos y otros a retirarse del tablero y a buscar las justificaciones para romper un compromiso con el menor coste posible, antes de que la situación empeore.

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En este contexto, el atentado de Madrid y el asesinato del jeque Yassin son unos acontecimientos considerables ya que señalan, más allá de su propia importancia -la matanza en España, la carga simbólica del "mártir" en Palestina-, que la situación no se ha visto en absoluto modificada por la conquista de Irak y que, en cierto modo, se vuelve a la casilla de salida. La democratización de Irak bajo la dirección estadounidense debía poner fin a la "guerra contra el terrorismo" lanzada justo después del 11-S para erradicar, en un primer momento, el régimen de los talibanes -con la aprobación internacional- y acorralar y destruir a Bin Laden y Al Qaeda, sin que hasta la fecha se haya producido un éxito decisivo que haya imposibilitado la capacidad de acción de la red terrorista. Debía iniciar un proceso "justo" en un "Gran Oriente Próximo" reconciliado que convenciese a las sociedades y a los Estados de que participasen en la prosperidad común, mezclando el petróleo iraquí, la mano de obra y los petrodólares árabes, el know-how y las redes político-financieras israelíes. De este modo, el terrorismo y la violencia perderían su razón de ser: en la visión neoconservadora predominante en Washington, la democratización y la prosperidad debían tratar las causas del mal, mientras que las operaciones militares reducirían los síntomas.

Por desgracia, esta visión de Oriente Próximo, muy alejada de la transición de los antiguos países del bloque soviético hacia la democracia liberal teorizada por los discípulos y epígonos de Leo Strauss y Albert Wohlstetter, resulta inoperante en un contexto bastante diferente, en el que Bagdad y Gaza no pueden ser vistos hoy según los mismos esquemas de evolución que Praga o Varsovia ayer. La modernización política de la región choca en especial con unos componentes estructurales que no se eliminan únicamente mediante el movimiento de una globalización a la americana, simple variación universal del "enriqueceos" con el que Guizot, bajo la monarquía de julio en la Francia de 1830, pensaba hacer desaparecer la rabia del proletariado y la acritud de la nobleza en el entusiasmo burgués.

El Oriente árabe no es hoy más "complicado" que ayer, para aquellos que conocen la lengua y estudian íntimamente la cultura: por ejemplo, la persistencia de las identidades tribales, étnicas y confesionales en Irak no debe ser considerada un arcaísmo destinado a sucumbir ante los asaltos combinados de Internet y Coca-Cola, sino como un componente de la construcción política del presente en Oriente Próximo (sin presagiar cuál será su futuro). En cuanto a la situación infernal que viven los territorios palestinos -tanto si se imputa la causa al encarnizamiento de Sharon o al mal gobierno de Arafat-, sin olvidar el insoportable clima de terrorismo que mina la sociedad israelí, no puede resolverse enviando misiles para exterminar a los dirigentes islamistas ni obligando a Arafat a parapetarse en las ruinas de la Muqata en Ramala. Requiere que la cuestión palestina sea tratada reconociendo la misma dignidad a los pueblos israelí y palestino, no fingiendo creer que el segundo no existe e imaginando socavar su identidad mediante las llamadas armas "inteligentes". Estas pocas "ideas sencillas" figuran en la declaración del general De Gaulle de noviembre de 1967, que hizo correr ríos de tinta, pero cuyo carácter premonitorio adquiere hoy una fuerza terrible.

La toma de Bagdad e incluso la captura de Sadam Husein no han permitido hacer palanca para disminuir la beligerancia en Tierra Santa, al revés que la victoria estadounidense en la Operación Tormenta del Desierto en 1991, rápidamente aprovechada por el presidente Bush para lanzar el proceso de paz entre unos israelíes y palestinos obligados y forzados por Washington. En este sentido, el asesinato del jeque Yassin, se piense lo que se piense de este personaje y de los islamistas palestinos que bajo su liderazgo han perpetrado unos atentados sangrientos contra civiles y militares, hombres, mujeres y niños judíos, es el reconocimiento de un gran fracaso para Washington; porque la eliminación de Sadam y la "democratización de Irak" debían permitir evitar tomar medidas similares, sobre las que puede apostarse sin riesgo, al comprobar la condición de "mártir supremo" del mundo árabe y musulmán que ya le ha dado Al Jazira, que contribuirán al círculo vicioso de las represalias, sin proporcionar la salida política esperada por Sharon tras la ejecución de la principal figura del islamismo político palestino.

En este contexto, la matanza de Madrid, en la que el retraso de los trenes españoles respecto a su horario sin duda permitió que fuese 10 veces menos mortífera de lo que esperaban sus comanditarios, recuerda que el otro objetivo de la "guerra contra el terrorismo", la erradicación de Al Qaeda, no ha sido alcanzado. Peor aún, manifiesta que la estrategia de la lucha contra el "el enemigo lejano" (al 'adou al ba'id) teorizada por Ayman al Zawahiri, el ideólogo de la red cuyo banquero es Bin Laden, y que quiere que los ataques lanzados sobre el territorio de Occidente cambien la relación de fuerzas en Oriente Próximo a favor de los islamistas radicales, sigue hoy operativa, arruinando dos años y medio de contra-estrategia de Washington.

Todo esto aboga indiscutiblemente a favor de que Europa deje de ser el rehén y la víctima de los réditos buscados por los artificieros de Al Qaeda o los aprendices de brujo del Pentágono y tome las riendas de su propia política y su propia estrategia en un Oriente Próximo que no es más "grande" ni "complicado" que antes y que contribuye, por su proximidad inmediata, por la presencia de millones de inmigrantes de origen musulmán o judío llegados del sur y del este del Mediterráneo, a su identidad.

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