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Francia: hacia un nuevo pacto laico

Gilles Kepel

Una buena noticia: los radicales islámicos y los neoconservadores estadounidenses han unido filas -por fin- y enterrado el hacha para lanzar una yihad y una cruzada conjunta contra los franceses. ¿Qué hay en juego para una coalición tan impía y extraña de voluntarios? El hiyab, o velo femenino, que llevan algunas alumnas musulmanas en los colegios estatales franceses. Desde que el presidente francés anunció su intención de presentar una proposición de ley para prohibir "todo tipo de símbolos religiosos ostensibles" en las escuelas públicas, los incendiarios clérigos musulmanes de Al Jazira han empezado a insultar en las ondas al archienemigo del islam, Francia, con su impía laïcité (laicismo). Parece que el affaire amoroso que el mundo islámico mantuvo con Chirac por haber liderado la resistencia mundial contra la política belicista de Bush en Irak se lo ha llevado el viento. Mientras tanto, desde el otro extremo del espectro político, una amplia gama de partidarios de las libertades y de la sociedad civil han lanzado una ofensiva desde la retaguardia en forma de cruzada ética contra un Estado francés autoritario, racista y opuesto a la libertad: ¿por qué diablos iban a constituir una amenaza contra la identidad francesa unos cuantos centímetros cuadrados de tela que cubren el cabello de castas y modestas adolescentes musulmanas? ¿Qué tiene de malo que un chico o una chica musulmana, judía, cristiana o sij, con el ostensible atuendo religioso al completo, se chupe los dedos mientras se toma una hamburguesa y una coca-cola en un McDonald's y al mismo tiempo muestre orgullosamente su propia identidad profundamente arraigada? ¿Qué tienen de especial los franceses, su laïcité, su cuisine, su moda de haute culture que hacen desfilar como haute couture en la pasarela? Al fin y al cabo, ¿qué es París, aparte de las afueras de EuroDisney? ¿A qué viene tanto escándalo?

Lo que está en juego es un tanto diferente del ataque y desprecio hacia lo gabacho al que los franceses nos hemos acostumbrado en estos últimos años. Francia es, al igual que Estados Unidos, un país de inmigrantes, sólo que hasta hace muy poco no lo parecía. Uno no tiene más que abrir la guía telefónica de París por cualquier página para descubrir que la mayoría de los nombres (como el de éste que escribe) no son franceses: judíos polacos, italianos, españoles, centroeuropeos y norteafricanos acudieron en masa a Francia a lo largo del pasado siglo para ser, por citar un antiguo dicho yiddish, "felices como Dios en Francia". Y muchos lo consiguieron; basta con fijarse en los nombres de la élite cultural, política o empresarial francesa. En la segunda mitad del siglo XX, junto con el fin del yugo colonial francés en el norte de África, millones de musulmanes emigraron desde esas costas a Francia, que en aquel momento acababa de salir de la II Guerra Mundial y estaba hambrienta de mano de obra barata. Al principio fueron política y culturalmente invisibles, la mayoría hombres solteros. Se quedaron, no volvieron como se esperaba, y convirtieron a Francia en su hogar; trajeron a sus esposas e hijos y tuvieron más hijos aquí, los cuales obtuvieron mayoritariamente la nacionalidad francesa. Pero no disfrutaron durante muchas décadas de la misma historia de éxito que las primeras oleadas de inmigrantes. Los años setenta y ochenta fueron años de desempleo masivo, y los trabajadores no cualificados del norte de África fueron los más afectados. Los hijos y padres en el paro carecían de un modelo y la sociedad francesa perdió su atractivo social porque no existía una perspectiva de movilidad ascendente. Los hijos eran franceses, normalmente no hablaban más que el francés, y muchos se sentían marginados, ya que los mecanismos de integración tradicionales -el puesto de trabajo, los sindicatos, los colegios y el servicio militar- atravesaban una grave crisis.

Mientras tanto, en la orilla meridional y oriental del Mediterráneo, los movimientos islamistas comenzaron a sustituir a los nacionalistas como principales ideólogos y como proveedores de identidad cultural. En 1989, lograron su primer avance en los colegios franceses. En ese año, en el que se celebraba el segundo centenario del asalto a la Bastilla, y en el que, al igual que una Bastilla moderna, cayó el muro de Berlín, los Hermanos Musulmanes y otros grupos de su misma índole empezaron a construir ladrillo a ladrillo una fortaleza cultural dentro de los confines de los "suburbios del islam" franceses. El llevar velo en el colegio era un medio de construir una barrera cultural y de desplegar una señal de prohibido el paso. Como sus homólogos en Egipto o en Argelia, afirmaban que la educación no conducía más que a la adulteración cultural, y a una traición a la identidad islámica que ni siquiera se veía recompensada con puestos de trabajo. Asimilarse a la sociedad francesa equivalía a apostasía: el velo era la forma de restablecer, en las costas de la irreverencia, la Comunidad de los Creyentes, en la cual se pudiera encontrar una esposa piadosa (en Francia, al contrario que en nuestros vecinos del otro lado del Rin o del Canal, la tasa de "matrimonios mixtos" entre "nativos" e hijos o hijas de inmigrantes supera con mucho a los matrimonios entre miembros de la misma comunidad), tener hijos piadosos y unirse a las que los diversos movimientos consideraban grandes causas del mundo musulmán, como Palestina, Bosnia y la yihad en Argelia. Aumentaron las presiones ejercidas en proyectos dirigidos por los duros salafi contra aquellos "musulmanes malos" que no llevaban hiyab, o contra los jóvenes de aspecto árabe que no ayunaban durante el Ramadán, al tiempo que comenzaron a divulgarse vídeos en los que se elogiaba la yihad contra los infieles en general y contra los judíos en particular. En la clase, la enseñanza de la Shoah era objeto de hostilidad, mientras que, para consternación de las autoridades escolares, en los patios estallaban peleas con chicos judíos cada vez que Al Jazira había mostrado, la noche anterior, escenas sobre la represión israelí en Gaza o el entierro de un "mártir".

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Estos fenómenos se consideraron extremadamente preocupantes. Tuvieron un alcance limitado, pero su impacto en la opinión pública fue devastador. No todas las alumnas que se cubren con el hiyab aprueban esas actitudes, pero el pañuelo forma parte de una división de la comunidad escolar que sigue unas líneas de falla religiosas que están conduciendo a la yuxtaposición de segmentos hostiles abocados a debilitar el propósito mismo de la educación: proporcionar a los alumnos unos conocimientos comunes que les permitan construir su propio yo, su futuro y su libertad como ciudadanos en potencia. Los velos, los yarmulkes, los crucifijos y otras cosas por el estilo no son más que un síntoma: el origen es social y está relacionado con la incapacidad general de la economía francesa (y europea) de llegar a las capas más pobres de la sociedad (a menudo inmigrantes recientes). En dicho contexto, la prohibición de signos religiosos ostensibles en los colegios públicos no es más que una mera medida de conservación, destinada a frenar la fragmentación del tejido escolar. No está pensada para curar todas las enfermedades sociales, sino para iniciar el proceso que conduzca a un nuevo pacto laico entre todos los niños del país, sea cual sea su origen y credo, en vísperas del centenario de las leyes de 1905 que separaron la Iglesia del Estado y que abrieron el camino a la modernización de Francia en el cambio de siglo. Sean cuales sean las dificultades, esperemos que este siglo contemple un nuevo crisol, que sin lugar a dudas tendrá más sabor a cuscús, el tradicional plato de sémola norteafricano. Pregunten a los franceses, con su tradicional esnobismo culinario, cuál es su plato favorito. ¿Lo adivinan? El cuscús vence por goleada a las patatas fritas desde hace años, considerando todos los entrevistados y todas las encuestas. ¿Y quién es su héroe, la quintaesencia del francés, aquél al que elogian como a nadie, que ocupa el primer lugar en todas las listas de popularidad? El futbolista marsellés Zinedine Zidane (que no es precisamente un gabacho típico).

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