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Tribuna:CLÁSICOS DEL SIGLO XX (2)
Tribuna
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Mentira de príncipe

Mario Vargas Llosa

El Gatopardo es una de esas obras literarias que aparecen de tiempo en tiempo y que, a la vez que nos deslumbran, nos confunden, porque nos enfrentan al misterio de la genialidad artística. Una vez agotadas todas las explicaciones a nuestro alcance -y Dios sabe hasta qué extremos han sido averiguadas y manoseadas las fuentes de este libro y la peripecia biográfica de su autor-, satisfecha nuestra curiosidad sobre las circunstancias en que se gestó, una duda fundamental queda planeando, incólume: ¿cómo fue posible? Que no haya respuesta definitiva significa, simplemente, que esos ocasionales estallidos que desarreglan la producción literaria de una época fijándole nuevos topes estéticos y desbarajustando su tabla de valores reposan sobre un fondo de irracionalidad humana y de accidente histórico para los que nuestra capacidad de análisis es insuficiente. Ellos nos recuerdan que el hombre es, siempre, algo más que razón e inteligencia.

El Gatopardo es una de esas excepciones que esporádicamente empobrecen su contorno literario, revelándonos, por contraste, la modestia decorosa o la mediocridad rechinante que lo caracteriza. Apareció en 1957 y desde entonces no se ha publicado en Italia, y acaso en Europa, una novela que pueda rivalizar con ella en delicadeza de textura, fuerza descriptiva y poder creador. (...)

Para gozar de una novela como El Gatopardo hay que admitir que una ficción no es esta realidad en la que estamos inmersos, sino una ilusión que a fuerza de fantasía y de palabras se emancipa de ella para construir una realidad paralela. Un mundo que, aunque erigido con materiales que proceden todos del mundo histórico, lo rechaza radicalmente, enfrentándose un persuasivo espejismo en el que el novelista ha volcado su ira y su nostalgia, su quimera de una vida distinta, desatada de las horcas caudinas de la muerte y del tiempo. Una novela lograda nos recuerda que la realidad en la que estamos es insuficiente, que somos más pobres que aquello que soñamos e inventamos. Y pocas novelas contemporáneas nos lo hacen saber tan bellamente como El Gatopardo. (...)

Como en Lezama Lima, como en Alejo Carpentier, narradores barrocos que se le parecen porque también ellos construyeron unos mundos literarios de belleza escultórica, emancipados de la corrosión temporal, en El Gatopardo la varita mágica que ejecuta aquella superchería mediante la cual la ficción adquiere fisonomía propia, un tiempo soberano distinto del cronológico, es el lenguaje. El de Lampedusa tiene la sensualidad del de Paradiso y la elegancia del de Los pasos perdidos. Pero tiene, además, una inteligencia más acerada y cáustica y una nostalgia más intensa por aquel pasado que finge estar resucitando cuando, en verdad, está inventándolo. Es un lenguaje de soberbia exquisitez, capaz de matizar un percepción visual, táctil o auditiva hasta la evanescencia y de modelar un sentimiento con una riqueza de detalles que le confiere consistencia de objeto. Todo lo que ese lenguaje nombra o sugiere se vuelve espectáculo; lo que pasa por él pierde su naturaleza y adquiere otra, exclusivamente estética. Incluso las porquerías -los escupitajos, el excremento, las moscas, las llagas y la hediondez de un cadáver- tornan a ser, gracias a la musicalidad sin fallas, a la oportunidad con que comparecen en la frase, a los adjetivos que las escoltan, gráciles y necesarias, como todos los demás seres y objetos de esa compacta realidad ficticia en la que, además del tiempo, ha sido sustraída también la fealdad. (...)

Lampedusa no entendía tal vez muy cabalmente el mundo y, acaso, no sabía vivir en él. Su propia vida denota algo del inmovilismo de su visión histórica. Había nacido en Palermo, el 23 de diciembre de 1896, en el seno de una antiquísima familia que comenzaba a dejar de ser próspera. Y sirvió de artillero en el frente de los Balcanes durante la Primera Guerra Mundial. Hecho prisionero, se fugó y, al parecer, cruzó media Europa a pie, disfrazado. A mediados de los años veinte conoció en Londres a la baronesa letona Alejandra von Wolff-Stomersll, una psicoanalista, con la que se casó. Estos dos episodios parecen haber agotado su capacidad de aventuras físicas. Porque según todos los testimonios, los treinta y pico de años restantes -murió en Roma, el 23 de julio de 1957- los pasó en su ciudad natal sumido en una rutina rigurosa, de lecturas copiosas y cafés, de la que no parece haberlo apartado ni siquiera la bomba que, en 1943, pulverizó el palacio de Lampedusa, en el centro de Palermo, que había heredado.

De la vieja casona de la Via Butera, donde vivía, se lo veía salir cada mañana, temprano apresurado. ¿Adónde se iba? A la Pasticceria del Massimo, de la Via Rugero Settimo. Allí desayunaba, leía y observaba a la gente. Más tarde, en un café vecino, el Caflish, asistía a una tertulia de amigos en la que acostumbraba permanecer mudo, escuchando. Era un incansable rebuscador de librerías. Almorzaba tarde, siempre en la calle, y permanecía hasta el anochecer en el café Mazzara, leyendo. Allí escribió El Gatopardo, entre fines de 1954 y 1956, y sin duda los relatos, el pequeño texto autobiográfico y las Lezioni su Stendhal que han quedado en él. No tuvo contactos con escritores, salvo una fugaz aparición que hizo en un congreso literario, en el convento de San Pellegrino, acompañando a un primo, el poeta Piccolo. No abrió la boca y se limitó a oír el poeta. Leía en cinco lenguas -el español fue la última que aprendió, ya viejo- y su cultura literaria era, según Francesco Orlando (Ricordo di Lampedusa, Milán, 1963), muy vasta. Sin duda lo era y la mejor prueba es su novela. Pero, aun así, la duda se agiganta cuando advertimos que este perseverante lector no había escrito sino cartas hasta que, a los cincuenta y ocho años de edad, cogió de pronto la pluma para garabatear en pocos meses una obra maestra. ¿Cómo fue posible? ¿Debido a que este aristócrata que no sabía vivir en el mundo que le tocó sabía, en cambio, soñar con fuerza sobrehumana? Sí, de acuerdo, pero ¿cómo fue posible?

Extracto del capítulo sobre El Gatopardo del libro de Mario Vargas Llosa La verdad de las mentiras (Alfaguara).

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