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Entrevista:ANA FERNÁNDEZ | TROTAMUNDOS | EL VIAJERO HABITUAL

Yucatán y Manhattan

Estuvo 40 días de viaje. ¿Cómo logró semejantes vacaciones?

No sé... Fue un hueco que encontré en 1995, cuando aún no hacía cine, y aproveché para ir a Yucatán (México), Nueva York, Londres y París.

No está mal el recorrido. Hagamos moviola de Yucatán.

Me arrastró hacia allá el interés por visitar las ruinas mayas. Esas pirámides en cuya cúspide se hacían oraciones y sacrificios con animales. Los restos están en medio de una selva muy frondosa. Tanto, que da miedo, porque no ves horizonte ni sabes lo que estás pisando. Pierdes el sentido de la orientación.

Los mayas no lo perdían...

Es que eran una civilización sabia, que dominaba la astronomía, había desarrollado un calendario muy preciso y vivía en comunión con la naturaleza. Pero lo que más me atrajo fue la importancia que tenían las mujeres y sus cánones de belleza. Nos enseñaron unas maderitas con las que las mayas aplastaban la frente de los niños desde pequeñitos para modificarles el perfil. El resultado se ve en los dibujos que se han conservado.

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Un poco bárbaro.

Sí, son costumbres difíciles de interpretar. Visité un pueblecito donde aún viven descendientes de aquella civilización. Sus casas son cabañitas apartadas del suelo, con huertas donde sólo cultivan lo necesario para la supervivencia. Son ecologistas.

No me dirá que además del interés antropológico no disfrutó en Cancún.

Sí, claro. Ya sabe que allí son todo hotelazos y restaurantes donde no paras de comer marisco, sobre todo langostas.

Una sevillana como usted estaría encantada de bañarse en caldo puro.

No crea, a mí me gusta el mar frío. Pero sí es cierto que el agua templada es perfecta para practicar snorkle (buceo con aletas, gafas y tubo). No se imagina la impresión de ver aquellos peces de colores que se acercaban hasta las gafas, y esa sensación de flotar casi sin esfuerzo, porque el agua es tan salada que tiene mucha densidad.

Lo que imagino es el choque de pasar de tal relax al caos neoyorquino y londinense.

Eso pensé yo, pero la verdad es que en cuanto aterricé en Manhattan y empecé a ver rascacielos y avenidas me enamoré de la ciudad. Recuerdo que iba por la calle sonriendo a la gente, reconciliada con el mundo.

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