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Entrega de los Premios Ortega y Gasset

El medio no ha sido el mensaje EMILIO LLEDÓ

Me gustaría tener algunos méritos que pudieran justificar el que un profesor, y no precisamente de ciencias de la información, haya sido invitado a dirigirles unas palabras en este acto de entrega de los Premios Ortega y Gasset de Periodismo. Es verdad que el nombre de Ortega ofrece, para mí al menos, un cierto cobijo, ya que también él profesaba en el gremio de los filósofos. Pero en Ortega había razones sobradas para considerarlo un extraordinario periodista. Un periodista lleno de sustancia, de valentía, y con un punto de agresividad verbal y teórica, de originalidad, como lo atestiguan, entre otros empeños, los dos volúmenes de sus obras completas que recogen los escritos políticos. Juntos a los de Manuel Azaña deberían constituir un tema continuo de reflexión, de crítica y estímulo. Porque, con independencia de los puntos en los que se pudiera discrepar, discrepancia que nada tiene que ver con los años en que se escribieron porque sus problemas son, en buena parte, idénticos a los que hoy nos acosan, sorprende, entre otras cosas, la modernidad, la actualidad de muchos de sus planteamientos, el rigor, la visión y, si me permiten la tan manida expresión, la generosidad y el idealismo con que proyectaron su mirada.Rigor y generosidad quiere decir -y en el caso de Azaña era realmente sorprendente- el intentar ir más allá de la posible estrechez partidista, de la pestilencia partidista que, tantas veces, desde la corrupción que la provoca, ciega y atufa los propios juicios y el reconocimiento de que la política es, efectivamente, el desarrollo de lo público, de las ideas que sostienen lo público: un espacio común de individuos obligados, por naturaleza, a vivir en comunidad, a crear, por tanto, comunidad, a inventar solidaridad, en una palabra, convivencia.

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Esa lucha por la convivencia es infinitamente mucho más fecunda y real que ese otro concepto, tan manipulado y distorsionado, de identidad. El reciente y vacío mito de la globalización, que parece suponer el principio de una vencedora y gigantesca identidad, se mueve en el más desgarrado -quiero decir destrozado por garras- territorio de otra palabra digna de ser pensada, el mágico término "neoliberal", que pudiera no tener que ver con libertad, sino con el juego, nada azaroso, de las cartas trucadas, de las armas y los desarmados, del poder y de la impotencia.

Lo verdaderamente globalizable, universalizable, es algo que debería estar próximo a los viejos, pero no envejecidos, ideales de la Ilustración, que empezaron a abrirnos hacia horizontes en los que se vislumbraban otras formas de identidad. Porque, en el fondo, somos tan idénticos unos de otros -esa maravillosa expresión de nuestros semjantes- que la identidad acaba convirtiéndose en la misma, esencial, categoría de todos los seres humanos (...). Con todas las variantes que queramos, ese ser singular precisa de los otros, es un "indigente" (endeés), como había dicho Platón en la República (...). Sólo en los mágicos universos de la fanatización, y los más primitivos sueños tribales, del amigo y del enemigo, de los mejores y los peores, puede hoy predicarse la diferencia. Porque el aire que mueve esas banderas de la diferencia, de lo otro, es un aire alentado por asuntos -iba a decir realidades, pero la palabra es demasiado hermosa en este contexto-, por asuntos, digo, tan miserables que, al proclamar y fomentar la segregación y la diferencia, acaban agujereando y agusanando la pretendida identidad.

(...)En un ámbito ontológico, identidad sería aquella abstracta cualidad de las cosas que les hace ser lo que son. Voltaire lo humanizaba traduciéndolo por mismidad (Diccionario filosófico), y Leibniz daba a la palabra una interesante variación: "En cada sustancia, el futuro tiene una ligazón perfecta con el pasado y en esto consiste la identidad del individuo" (Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano, libro II, cap. 1). Una relación, pues, con la historia, con la memoria; y una identidad móvil, fluida, que se crea con ellas. Pero en el espacio virtual de la mitopolítica, convertida, casi siempre, en la política mal llamada de la realidad, la identidad buscada se va llenando de aquellos contenidos con que nos la quieran lastrar. Ese lastre viene arrastrado por la educación, en la que se enseñan curiosas e inventadas semánticas para esa irrenunciable, modesta, cotidiana identidad en la que estamos engarzados todos los seres humanos.

Esos inventos, sin embargo, nunca son inocentes. La mayoría de las veces vienen condicionados por los grumos ideológicos que han agarrotado y pringado nuestro desarrollo como individuos. Por eso, apoderarse de la educación, condicionarla y maltratarla, ha sido una de las pretensiones fundamentales de toda tiranía: las tiranías reales, las tiranías de la violencia y la muerte fisica, y las tiranías ideales, las solapadas tiranías de las palabras (...).

Por eso, fomentar el periodismo, premiar el periodismo es una tarea responsable y esencial. En una época como la nuestra, en la que la información, y en consecuencia la educación, ha llegado a representar una parte fundamental de nuestras vidas, podríamos olvidar que esa información es obra, por supuesto, de determinados medios y canales; pero, sobre todo, de personas, de profesionales, que describen, analizan, crean esa información. El medio no ha sido nunca el mensaje. El mensaje, el verdadero mensaje con el que se comunican los seres humanos, es inteligencia y pasión, verdad y falsedad, alegía y dolor, frustración y gozo, deseo y esperanza. Y eso, por ahora, no lo tienen las máquinas. Ese infinito universo de ambigüedad y contradicciones, que presta a la vida su emoción, su responsabilidad y su destino anida, exclusivamente, en ese extraño e indefenso mamífero que un genial constructor de universos ideales confirmó, al tenerlo que definir, como un mamífero, un animal; pero que hablaba.

Es verdad que con otra expresión altisonante y consoladora, la de revolución tecnológica, hemos hinchado nuestro imaginario colectivo. Los medios se han perfeccionado tan extraordinariamente que la facilidad para utilizarlos ha hecho que el fluido de las palabras y las imágenes sea ya tan rápido que apenas tenemos tiempo para detener en ellos nuestros ojos. Gozosamente asentados en esa supuesta revolución, podría olvidarse que tal revolución no lo es en absoluto si por esos sorprendentes canales no pasa información real, no pasa la vida. Sería, pues, otro caso de utilización verbal de una expresión que, en última instancia, vendría a significar involución tecnológica (...).

Tengo serias dudas de que el progreso de nuestro todavía balbuciente sistema educativo tenga que ver con la cantidad de ordenadores que almacenan, por pupitre, nuestros alumnos en las escuelas. Los dedos infantiles y adolescentes tienen que tocar, pero no sólo ni principalmente teclados, tienen que tocar las cosas, pasar páginas, mover fichas, garabaterar renglones, pensar y soñar con las palabras, oír a los maestros, hablar y mirar, jugar y leer, crear dudar, y eso, en principio, ante la exclusiva pantalla de la vida. Por supuesto no pretendo, ahora, hacer una ofensiva vacía y trivial sobre los indudables adelantos técnicos de nuestro tiempo. Este mundo de las revoluciones o involuciones tecnológicas es el mundo que nos ha tocado vivir; es nuestro mundo (...)

El periodismo es, en buena parte, la plasmación en imágenes y en palabras de los latidos de la existencia, del pulso, acelerado o lento, de los días. Es una función de la vida, de unos ojos vivos, de una mente alerta. De ahí nace la información e, incluso, la noticia. Uno de los prodigios de esa revolución tecnológica -y esto sí que es una verdadera revolución, pero más bien ontológica que tecnológica- es la de haber inundado el mundo de las cosas con un mundo de imágenes; en haber empapado la realidad de idealidad, de visiones. En otra época, para ver, teníamos que ir, por así decirlo, detrás de nuestros ojos, detrás de nuestro cuerpo. Había que estar allí donde mirábamos. Y eso limitaba, en el breve espacio de nuestro concreto ser, el horizonte de sus posibilidades. Hoy, sin embargo, los múltiples enfoques de los medios fotográficos nos llevan al mundo, a otros mundos que jamás podríamos pisar. Nos llevan, o nos traen esos mundos, para que los descubramos, no en el dominio real en el que, tal vez, se produjeron, sino en el cobijo y la luz de nuestra mente. Y nos los ofrecen interpretados, nos los ofrecen ya mirados para nuestra mirada, ya hablados para nuestras palabras (...).

En el aéreo territorio de imágenes, el intérprete del instante, que es el periodista incluye también su propio perfil: el pequeño mundo de proyectos y sueños que, como todo ser humano, lleva, más o menos conscientemente, consigo. Por eso, las imágenes arrancadas a la luz de la realidad, de la pasiva e inocente realidad, pierden su inocencia, su simplicidad, para decirnos que no hay "naturalezas muertas" y que la mirada que en ellas se posa, las ilumina y las contagia de esa luz íntima, con la que la sensibilidad y la creatividad humana transforma las cosas y recrea el mundo.

Muchas veces olvidamos que pensar es una forma, la más delicada y sutil, de ver (...) No hay ver sin saber, no hay sensación sin reflexión, vista sin visión. El mirar nos diseña las cosas y nos enseña, de paso, su significado. El ver arranca de una inteligencia que elabora, interpreta, utiliza, lo visto (...).

Pero hoy, las visiones, los pedazos de realidad "vistos" e interpretados nos invaden, las cosas se han convertido ellas mismas en "miradas", en cosas "ya vistas", "dichas" en la mirada del otro que nos las presenta, en las "ideas" nuevamente atisbadas bajo el crudo fogonazo de otra luz que aquella bajo la que, en principio, reposaban. Y esa nueva luz es fruto de la inteligencia y los mensajes de la educación, de nuestra propia y apropiada educación personal y social. Por eso es tan estéril la polémica, no sé ya si justificada, entre el valor, el "mil" valor de las imágenes o las palabras.

Porque no hay imágenes sin palabras; no se hace presente la realidad si no está "hablada", dicha desde el lenguaje de aquel que nos la enseña y señala (...)

La escritura periodística, la responsabilidad de su tarea, no consiste únicamente en percibir el palpitar de los instantes (...) sino en contribuir en dejar un cauce también para la memoria (...).

Despiertos compañeros de viaje en el urgente pasar de los días, esos especialistas en interpretar los instantes, si tienen, además, la mirada lo suficientemente clara, alcanzan, más allá del nervioso palpitar de las horas, un maravilloso premio. El premio de latir siempre, aguardando la vida de otros ojos, en la serena penumbra de las hemerotecas, para decirnos que no es efímera la vida cuando pervive y espera recobrarse en la memoria.

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