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La enseñanza de la religión disgusta a los laicos y no deja satisfechos a los obispos

Sociólogos y profesores reclaman una única asignatura sobre las religiones como hecho cultural

"Eres un Adán". "Esto parece Babel". "Eres peor que Judas". Los obispos comparten la idea de que un niño que no conozca la historia del cristianismo ignorará que esas populares expresiones proceden de acontecimientos bíblicos. Con ese argumento, la Conferencia Episcopal Española (CEE) reclama que la enseñanza de la religión tenga carácter fundamental, con igual rango académico que las matemáticas. Los laicos replican que, efectivamente, la enseñanza de las religiones, en todas sus facetas, es tan importante que debe ser igual y obligatoria para todos los chicos, independientemente de sus creencias, lo que obligaría a la aconfesionalidad de esa materia.Los relatos del Antiguo Testamento, como los de Homero en la Grecia antigua o los de Virgilio en el Imperio Romano, les parecen a todos los expertos un hecho cultural de necesario conocimiento. En palabras del director general de Asuntos Religiosos, Alberto de la Hera, sin esa cultura no se entendería gran parte de las pinturas del Museo del Prado, ni se comprenderían el anticlericalismo de Pérez Galdós, las angustias de Unamuno o los dramas de Calderón.

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Pero lo que se discute en España, desde que la Constitución proclamó la aconfesionalidad del Estado, no es el carácter científico de una posible asignatura sobre las religiones, sino si una Iglesia, en este caso la católica, tiene derecho a enseñar por su cuenta y con sus propios profesores, en el ámbito de la escuela estatal, con dinero público y sólo a un sector de los alumnos, su específico credo religioso, que tiene "una cosmovisión y un sentido de la vida propios", donde "el eje esencial de los contenidos es la relación Dios-hombre", según los documentos de la CEE. O si tiene derecho a imponer al resto de los estudiantes una asignatura alternativa, a la misma hora y con igual exigencia académica.

En el origen de esas exigencias está la preocupación de la Iglesia por la vertiginosa pérdida de fieles, lo que Juan González Anleo, decano de la Facultad de Sociología de la Universidad Pontificia de Salamanca, llama "la inflación religiosa de los años cuarenta y cincuenta". "La religión ha perdido gran parte de su influencia en la vida personal y en la toma de decisiones importantes", dice el sociólogo, que ofrece este dato sobre la frecuencia de la confesión antes y ahora: el 76% de los encuestados se confesaba semanalmente en su infancia, y hoy lo hace sólo el 6%. La Iglesia es propietaria de 2.342 colegios, en los que dan clase de religión 36.200 profesores. Otros 13.100 docentes católicos enseñan la misma asignatura en la escuela pública.

En la Constitución de 1978 no figura la obligación de enseñar religión, ni siquiera la católica, pero tampoco que los niños deban aprender matemáticas. Sólo se proclama el derecho de los españoles a la educación. Tampoco en los acuerdos del 3 de enero de 1979, firmados por el Gobierno de Suárez con la Santa Sede cinco días después de aprobada la Constitución, se habla de la asignatura alternativa para los chicos que no acudan a las clases de religión. La cuestión es, por tanto, política, no jurídica. Con la ley en la mano, caben todas las posibilidades, y José María Contreras, profesor de Derecho Eclesiástico del Estado en la Universidad Carlos III de Madrid, alude a la vigente en Italia, donde la religión se estudia a primera o a última hora de la jornada, dejando a los otros alumnos la opción de una asignatura alternativa o la de irse a casa.

En lo que todos coinciden es en que la escuela sí debe educar sobre las religiones. El conflicto surge en el método. Esta frase, "los cabellos de vuestra cabeza están todos contados", del evangelio de san Lucas, tiene que ver, según los textos de los obispos, con la providencia y, en concreto, "con el cuidado amoroso de Dios hacia el hombre". Pero si un profesor apela a su libertad de cátedra, ofrecerá otras interpretaciones. Por eso los obispos reclaman a los profesores, sobre los que se reservan un control de selección renovable por anualidades, que sigan el guión de los libros de texto.

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