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La seducción de Europa

Vicente Molina Foix

La paradoja primera de Giacomo Casanova es el conflicto entre una insularidad marcadamente veneciana y los deseos del viajero errante. Quien a lo largo de todas sus travesías y en todos los idiomas se presentaba como "caballero veneciano" vivió mucho más tiempo fuera que dentro de la laguna, y sus relaciones con la ciudad donde nació estuvieron punteadas por el anatema, la persecución judicial, el litigio, la cárcel. De ésta, la prisión de Los Plomos, aneja al Palacio Ducal, se escapó famosamente, pero Casanova había proclamado antes frente a los insidiosos su derecho a cambiar de aires como "un soldado que huye, apto para la próxima batalla", citando la máxima latina que él atribuye sin fundamento a Horacio.Es por eso muy justo que la exposición inaugurada el pasado sábado en el museo Ca"Rezzonico de Venecia lleve por subtítulo Un veneciano en Europa. Ante la imposibilidad de reproducir icónicamente el rico mundo verbal de este memorialista del exceso, los responsables, entre los que se cuentan algunos de los más solventes historiadores italianos del arte y la literatura, han decidido seguir los pasos del caballero, pero no sólo por las capitales; también figuran las personas que él conoció, las alcobas donde bien pudo entrar, las partidas de cartas que ganó y perdió, los escenarios para los que escribió, las fórmulas alquímicas con las que engañó y los ritos masónicos a los que astutamente se amoldó. Vuelve así a vivir la persona de un culto y desvergonzado hombre de su tiempo, amante de las emociones no sólo respecto a las mujeres sino a los alimentos, que también le gustaban fuertes: la olla podrida, la carne de caza, "los quesos con pequeños seres visibles". Víctima permanente de los sentidos, como escribe no sin ironía en el prefacio de su Historia de mi vida, "nunca me veréis aires de arrepentido".

Tres apartados me llamaron la atención en el recorrido de Ca"Rezzonico, que tan bien acompañan los techos del palacio, pintados por Tiepolo y algún otro artista menor del XVIII. La visita ilusionada a Voltaire, un episodio destacado de las memorias, queda reflejada gracias a nueve extraordinarios cuadritos de Jean Huber ilustrativos de la vida cotidiana del autor francés. Por sus méritos pictóricos Huber no habría pasado a ninguna historia del arte, pero cuando Catalina II de Rusia le encargó a este diletante que observara y registrara plásticamente el día a día del Patriarca tan venerado por ella, le hizo entrar no sé si en la historia pero sí en los museos (y del Ermitage llegan hoy las obras). El Voltaire en camisón, descabalgado de su caballo y pegón de los criados que Huber pinta con su fácil costumbrismo caricaturesco coincide con el que Casanova, finalmente decepcionado del trato con el autor de Candide, presenta maliciosamente en su libro utilizando una cita del filósofo Haller: "El señor de Voltaire es un hombre que merece ser conocido, aunque, a pesar de las leyes de la física, mucha gente lo ha encontrado más grande de lejos que de cerca". Casanova fue hijo de actores, y el teatro le fascinó siempre, aunque su interés lo dirigiera más a menudo al camerino de las actrices que a las tablas. La exposición aporta pinturas y textos correspondientes a esa pasión escénica, si bien lo que queda patente después de ver todas las salas es la innata teatralidad de sus gestos y gestas galantes (detectable al mismo tiempo en los cuadros de batallas de su hermanos Francesco, un pintor igualmente favorecido por la corte de San Petersburgo, y excelente como retratista). La reconstrucción documental del encuentro en Praga, en 1787, de Da Ponte y Casanova, quien contribuyó al menos con los versos de un aria de Leporello al libreto del Don Giovanni de Mozart, constituye sin duda el vértice más libertino de la muestra.

El Madrid que Casanova pudo ver se ve en Venecia gracias a un paisaje de Houasse prestado por el Prado, pero es una lástima que no hayan cabido más cosas de España, teniendo tanto relieve en su vida -y por añadidura natural en su obra- los incidentes acaecidos en Barcelona o el fandango, que en los comentarios a su traducción de La Ilíada describe como el único baile europeo heredero de las formas musico-danzantes griegas. El gusto paneuropeo de Casanova por las mujeres alcanzó noches de esplendor con las españolas, mientras que su recuerdo de los hombres es implacable: "Los españoles son todos flacos y frioleros, hasta el punto de que cuando sopla el mínimo viento, aun en agosto, no salen sin envolverse en una gran capa de paño". Y cuando escribe en el tomo III de las memorias "los hombres en España tienen una mentalidad condicionada por infinidad de prejuicios, mientras que las mujeres son, en general, más libres. Unos y otras, por lo demás, están sujetos a pasiones vivas como el aire que respiran", ¿estaba diciendo una galantería dieciochesca o una verdad histórica?

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