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Política y ciudadanía

¿Pueden los datos empíricos contradecir la realidad? ¿Es ésta un mero reflejo de aquéllos? Dada la efervescencia de tertulias, prensa y medios de comunicación en general, ¿no cabría deducir una auténtica «pasión española» por la política? Y, sin embargo, como nos indican los más depurados «datos empíricos» a los que todos dicen rendir pleitesía, apenas un 33,8% de españoles dicen estar «muy» y «bastante» interesados por la política, frente a un contundente 65,4% que proclama la más absoluta de las indiferencias («nada» o «poco»), según los últimos datos del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), por lo que, de acuerdo con el «cientifismo» más riguroso, habría que deducir que corren malos tiempos para la política. Efectivamente, la clásica consideración de la política como «la más noble de las artes» resulta risible hoy día para la mayor parte de la población. Semejante planteamiento -obligado en los primeros días de cada curso- puede provocar la hilaridad hasta en los mismísimos estudiantes de Ciencias Políticas, que -se supone- serán futuros políticos y politólogos... o, cuando menos, ciudadanos. Lamentablemente el tiempo y la actividad humana todo lo corrompen, como el concepto mismo de política o ciudadano, pero también pueden mejorar y dignificarlo casi todo. Sin embargo, desde la convocatoria de las elecciones primarias en el PSOE para elegir candidato a la presidencia del Gobierno y dada la extraordinaria atención que el debate sobre el estado de la nación suscitó en los medios de comunicación y en la sociedad, parece haberse revitalizado el compromiso político y el interés ciudadano por la política. ¿Habrá dejado el hombre de ser un «animal político» de acuerdo con los datos de las encuestas o simplemente hiberna de vez en cuando? ¿Acaso cabe revitalizar el esperanzador ejemplo de cultura cívica dada por la militancia del PSOE -en abierto contraste con los estruendosos parlamentarios del PP- porque los datos (¿«empíricos»?) señalaban apenas un 54,3% de participación? ¿No sabíamos -y se ha confirmado- que tales datos no sólo no reflejaban la realidad, sino que la deformaban, puesto que, dado que el censo estaba inflado, la participación real habría rondado el 90%?En La política de Aristóteles se identifica al hombre por el hecho de vivir en una polis, es decir, por el hecho de ser ciudadano. Su definición del hombre como zôon politikón es muy controvertida. ¿Es el hombre político por naturaleza? Hoy resulta arriesgado responder afirmativamente ya que casi todo el mundo dice pasar de política (eso dicen los datos empíricos). Las palabras de Aristóteles zôon politikón han sido traducidas de distintas maneras. En unas versiones, como «el hombre es un ser naturalmente sociable» o en otras como «el hombre, por su naturaleza, es animal político o civil». Pero es una traducción literaria, no literal. ¿Por qué no traducirlo, simplemente, como «animal político»? Todo un hallazgo expresivo. ¿Es lo mismo ser «político» que «social» o «civil»? ¿Se es tal «por naturaleza» o «por interés»? Parece claro que ambos términos no son intercambiables. En las tribus más primitivas, como nos enseñan los antropólogos, se aprecia un grado mínimo de sociabilidad o gregarismo cuando menos, y, desde luego, de política, puesto que hay un jefe y, por tanto, poder, dominación; eso es indudable. Pero la politización o politicidad del individuo supone un estadio más evolucionado y complejo que la simple agregación y la sociabilidad cooperativa por mero instinto de supervivencia. A este respecto, Marcel Prélot decía: «Se disminuye enormemente el alcance de la definición al traducir zôon politikón por "animal social" (...) sólo el hombre es político. El hombre no vive en manadas o en hordas; su carácter específico es vivir insertado en el organismo social que constituye la polis, la ciudad, y ésta es para él tanto una necesidad natural como ideal».

Nosotros distinguimos claramente entre «sociable» y «político», y lo uno no lleva implícito lo otro. Lo primero es condición previa para lo segundo. Sin embargo, los griegos no hacían semejante distinción, y de ahí la confusión conceptual. Hoy no tachamos de insociable a quien se desentiende de la política. Aristóteles se limita a decir que el hombre es un ser (zôon) político (politikón), pero se olvida a veces o simplemente se desconoce que, definiendo al hombre de tal manera, no se está refiriendo Aristóteles a la especie Homo sapiens, sino al hombre civilizado, que, naturalmente, es el polites, el ciudadano de la polis. Zôon politikón quiere decir apenas «ciudadano», hombre civilizado, que habita en una comunidad o Estado que le permite desarrollarse como ser humano y enriquecerse moralmente. El hombre, para poder sobrevivir en cuanto especie y para su propio desarrollo, necesita organizarse en sociedad, y toda organización necesita una estructuración jerárquica, unas reglas, pues aquel que vive fuera de la sociedad de forma voluntaria, no por efecto del azar, es -como dice Aristóteles, citando a Homero- o un ser degradado o un ser superior a la especie humana, es decir, un desarraigado..., una excepción, y, como tal, no interesa en el contexto de una sociedad fuertemente colectivista, comunitaria, «democrática», «igualitaria» como la griega (apenas entre polites, claro está, puesto que políticamente no cuentan ni los esclavos, ni las mujeres, ni los extranjeros). Como destacaba el profesor Moses Finley en su brillante estudio sobre la política en el mundo antiguo, a juzgar por el número considerable de personas condenadas al ostracismo y por medios no muy democráticos, la sociedad griega distaba de ser una comunidad perfecta, una arcadia política y, naturalmente, no era ajena a la corrupción propia de otros sistemas políticos democráticos. En concreto, dice Finley: «Plutarco no logra convencerme de que la política ateniense tuviera una pureza moral desconocida en cualquier otra sociedad política».

Es decir, en la concepción aristotélica de la política, el hombre alcanza su humana condición en la medida que es político, en tanto en cuanto vive en la polis y goza de los derechos y deberes ciudadanos. Fuera de ella, que es tanto como decir fuera de la civilización, al no ser un polites no se es un hombre en el sentido pleno de la expresión. No se concibe la existencia al margen del ideal comunitario; y cuando se da, se es en todo caso un ser defectuoso, un ídion, un ser carente (el significado originario de nuestro término idiota), cuya insuficiencia estaba, precisamente, en haber perdido, o en no haber adquirido la dimensión y la plenitud de la simbiosis con la propia polis.

Así, el «hombre no-político», dice Giovanni Sartori, «era simplemente un ser inferior, un menos-que-hombre». En resumen, un idiota. Tan es así que Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, consideraba «la política» como la ciencia «más principal de todas» por estar encaminada a mejorar la vida en común, la vida de la polis... porque «bien es de amar el bien en uno, pero más ilustre y más divina cosa es hacer bien a una nación y a muchos pueblos», algo que obviamente sólo puede hacerse -como su contrario- desde la política, desde el ejercicio del poder.

Hoy día, las sociedades democráticas son sobre todo sociedades participativas y renuevan su legitimación a través del compromiso ciudadano. En las sociedades democráticas consolidadas no son infrecuentes altos porcentajes de abstencionismo político más o menos real, pero es evidente que el mejor indicador de una cultura política democrática firmemente asentada nos lo ofrece el alto índice de auténtica participación a todos los niveles, no únicamente en periodos electorales o ante debates del estado de la nación, que, como anunció premonitoriamente el mismo Borrell, no pueden convertirse en espectáculo circense. En este sentido convendría reflexionar seriamente sobre los riesgos de pasar de política y no vivirla, únicamente, ante el tronar de los clarines mediáticos. Ahora que se habla de la renovación de las humanidades, ¿por qué no potenciar seriamente los estudios de cultura cívica desde el bachillerato? Co mo nos alertara Bertolt Brecht, cuando el ciudadano se desentiende «de» llega un momento en que ya es tarde «para» rectificar, y entonces (en medio de una crisis grave), sumidos en la anomia y el desencanto ciudadano, es cuando «la loba», que está siempre preñada, pare el monstruo -el fascismo-, que pasa, goloso, a ocuparse de nosotros... Una sociedad verdaderamente democrática, desarrollada y culta no puede desentenderse de la desconsideración ciudadana hacia la política o vivirla como un simple espectáculo. Para que positivas experiencias como las recientemente vividas -las ejemplares primarias del PSOE o debates parlamentarios de verdad como parecen anunciarse a partir de ahora- cundan y contribuyan a convocar a la ciudadanía a la participación, es imprescindible que los políticos sepan estar, a la machadiana manera, «a la altura de las circunstancias». Aznar y Borrell no apelaron al pasado o al «tú más». Está bien, pero no hubo un auténtico debate. Contemplamos a un inquisitivo técnico y a un complacido autista. Éste eludió las respuestas concretas que se le formularon (y tendrá que responderlas) y aquél desperdició la oportunidad de impimir altura política a su discurso (y sin duda lo hará). El aparente despertar del interés ciudadano por la política que señalan los acontecimientos aludidos en abierta contradicción con los datos empíricos deben obligar a los políticos a dejarse de míseras rencillas internas y autoexigirse la recuperación de la Política con mayúsculas. La «realidad» nos muestra un estimulante despertar, parece anunciar una creciente participación, puede alentar y renovar la esperanza no sólo de la militancia, sino de la ciudadanía en la recuperación de la política como la actividad «más principal» y más noble de todas las humanas, digan lo que digan los datos empíricos... Que no haya que clamar una vez más: «¡Dios, que buen vassallo si hobiesse buen señor!».

Alberto Reig Tapia es profesor titular de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid.

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