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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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Grosz y Renzo Piano en Postdamer Platz

Mario Vargas Llosa

Durante la II Guerra Mundial, Beate Uhse era una joven piloto alemana que se ganaba la vida llevando aviones de guerra desde la fábrica que los construía hasta los campos de batalla, donde debía entregarlos a los pilotos varones, ya que las costumbres de la época consideraban impropio que una mujer lanzara bombas desde un aeroplano (podía recibirlas, sí). En 1945, con la paz, se quedó sin trabajo, y, desmoralizada con la perspectiva de dedicarse a sembrar patatas o beterragas para poder comer, decidió lanzarse a los negocios. ¿Qué producto vender a sus contemporáneos que aún no saturase el mercado? Sexo y derivados. Medio siglo y un centenar de juicios por corruptora de la moral pública más tarde, Beate Uhse es, hoy, una terrible octogenaria que aparece con frecuencia en la televisión deslizándose por empinadas pistas de esquí y dando saltos ornamentales desde alturas que dan vértigo, o explicando, orgullosa, que, además de hacerse multimillonaria con su industria que produce todas las variantes concebibles de la pornografía y ha inundado Alemania, Europa Central y parte de Estados Unidos con cadenas de sex-shops, gracias a ella muchos millones de personas hacen hoy el amor con más sabiduría y provecho que en el pasado. Incapaz de confirmar esta estadística, me permito, sin embargo, recomendar efusivamente al turista que pise Berlín en estos días precipitarse sin demora a la corona del imperio de Beate Uhse: el Museo Erótico de la Kantstrasse. Porque se exiben en él, entre preservativos con crestas de gallo y mitras arzobispales y fantasías parecidas, medio centenar de acuarelas y dibujos del gran pintor expresionista George Grosz (1883-1959) que ningún museo respetable de Alemania se hubiera atrevido a exponer.

Estoy seguro de que al insolente y travieso berlinés que fue Grosz le encantaría saber que estas obras suyas se exhiben por primera vez en un sitio tan poco convencional, tan escasamente artístico, y que sus principales espectadores son los borrachines que salen de los bares de la Estación, prostitutas friolentas, ojerosos onanistas y ancianos nostálgicos del fuego juvenil. Él, que, en 1920, con Wieland Herzfelde y John Heartfield organizó la primera Exposición Dadaísta de Berlín, que fue enjuiciado muchas veces por atentar contra la moral y que encarnó mejor que ningún otro artista el inconformismo, la audacia experimental, el humor negro y la formidable vitalidad de los gloriosos años veinte, vería, sin duda, en el hecho de que sus cuadros deban refugiarse ahora en el equivalente aséptico y moderno del viejo burdel, una manifestación de la justicia inmanente.

Las obras son más interesantes que valiosas, un desfile de traseros, vulvas, falos y acoplamientos magnificados hasta extremos japoneses, que, con algunas excepciones, parecen pergeñados con mero ánimo provocador, sólo para dejar un testimonio, sin aquella aleación de sarcasmo, obsesión íntima, voluntad imprecatoria y consumada destreza formal que dan a buena parte de sus cuadros y grabados una personalidad única. Pero estas acuarelas y dibujos, elaborados ya en el exilio, en los años treinta y cuarenta, desmienten una tenaz convicción, repetida hasta el cansancio por los críticos: que, desde su llegada a Estados Unidos, en 1933, huyendo de los nazis (que incluyeron sus cuadros en la famosa exposición de Arte Degenerado y destruyeron más de cien telas suyas), Grosz se amansó y abjuró de todo lo que había de excesivo, violento e inconoclasta en su pintura, empezando por el tratamiento del tema sexual. Era verdad para la obra pública de Grosz, la que llegó a las galerías o las imprentas de su Patria de adopción. Pero, junto a ella, el exiliado alemán, en su anodina casita de Brooklyn, rodeado de insípidas familias de clase media que no sospecharon nunca quién era, de dónde venía ni qué hacía ese vecino de costumbres tan puntuales, Grosz, en secreto, se abandonaba todavía a los furores oníricos de sus años berlineses, y, aunque sin el celo creativo de entonces, seguía desafiando el qué dirán artístico.

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Las imágenes de Grosz no me abandonan un segundo esta mañana mientras, junto al arquitecto Renzo Piano, recorro el que fue (y será pronto de nuevo) el centro cultural, histórico, político y económico de la futura capital alemana: Postdamer Platz. Aquí estuvieron los cafés, las galerías, los teatros, los hoteles, los ostentosos burgueses, los mendigos, los inválidos de guerra, las elegantes y las putas que él pintó, imprimiéndoles una distorsión y unos contrastes de color, una efervescencia y un bullicio de tonos y líneas y rasgos con que este barrio ha quedado fijado para siempre, en la memoria del mundo, e identificado con el Berlín del expresionismo y de Brecht, del teatro político de Max Reinhardt y la música de Kurt Weil, el de la revolución arquitectónica y las violentas confrontaciones ideológicas entre fascismo y marxismo que acabaron con el experimento democrático de la República de Weimar.

Postdamer Platz fue, luego, el corazón y el cerebro del Tercer Reich. Desde aquí desvarió Hitler sobre un mundo purgado de judíos y colonizado por la raza superior, y desde aquí dirigió, primero en su despacho de la Cancillería, y, luego, en su búnker subterráneo, sobre el que acaso estoy parado, la monumental carnicería que desató y que acabó con él. Los bombardeos aliados pulverizaron Postdamer Platz, que quedó convertido en 1945 en una vasta explanada de escombros. A la hecatombe siguió la ignominia: por aquí corrió el muro que dividió a las dos Alemanias y por aquí fue donde primero lo resquebrajó, en 1989, la irresistible presión popular de los alemanes orientales hartos de la dictadura estalinista. Ahora, Postdamer Platz es una delirante fantasía que, como el brujo del cuento de Borges «Las ruinas circulares», Renzo Piano elucubró y está contrabandeando en la realidad.

No sólo él, desde luego; en la zona hay también edificios de Rafael Moneo, Arata Isozaki, Hans Kohloff, Lauber und Wöhr y Richard Rodgers. Pero el plan maestro del conjunto y ocho de las grandes construcciones han estado a cargo de este genovés universal de quien Peter Schneider me había advertido: «Tan interesante como lo que hace, es lo que dice». Uno de los rasgos centrales de la remodelación del nuevo centro de Berlín es la participación en la empresa de urbanistas, arquitectos, ingenieros y técnicos de todo el mundo. También la mano de obra procede de los países más diversos; hasta veinticinco nacionalidades diferentes se han registrado entre los cuatro millares de trabajadores empleados en la obra, que se inició en 1994 y quedará terminada en octubre de este año. Los cimientos de los edificios están tendidos bajo quince metros de agua; la laguna no fue secada para tranquilizar a los Verdes; pero ello exigió traer 120 buzos de Rusia y de Holanda, expertos en trabajar embutidos en escafandras, bajo la nieve. Saber que el centro futuro de Berlín, este enclave que fue el eje del régimen más histéricamente nacionalista de la historia, será un producto del cosmopolitismo, me parece un excelente augurio para el porvenir político de Alemania, y me produce la misma alegría salvaje que, pongo mis manos al fuego, hubiera causado también a George Grosz.

Es verdad que resulta fascinante escuchar a Renzo Piano. Sus ideas son claras y luminosas, sin pizca de pretensión, y funcionales, como los diseños de sus edificios, abiertos sobre el paisaje circundante y ávidos de luz natural, y el cuidado maniático con que, por ejemplo, elige los materiales de sus obras para que satisfagan, a la vez, una exigencia estética y contribuyan a hacer más llevadera la existencia de aquellos a quienes van a dar albergue. El edificio de la Daimler-Benz, con una torre de 18 pisos, ya acabado, es ligero y grácil, con sus muros de terracota color ocre pálido que alegran la grisura del abril berlinés, y la deslumbrante cristalería del techo, que, observada desde el vasto patio, parece un encaje. A la comodidad que uno siente en este lugar, contribuye, sin duda, la picardía con que ha sido elegida la monumental escultura de Tinguely que recibe a los visitantes: ¿qué hace esa burlona «máquina inútil» ocupando el lugar de honor en la que será casa matriz de uno de los conglomerados industriales más poderosos de Europa? Está allí para recordar que no sólo de pan vive el hombre, claro está. Pero, al edificio de la Daimler-Benz hay que verlo sobre todo desde afuera y de espaldas: la escalerilla de escape desciende por una urna de vidrio transparente y parece un instrumento musical, un puente delicado entre la materia y el vacío, una evanescente frontera donde la tierra se disuelve en el aire, donde la realidad se vuelve fantasía.

«Una arquitectura a escala humana muchas veces quiere decir una arquitectura inhumana», dice Renzo Piano. Él defendió a capa y espada que Postdamer Platz no fuera sólo peatonal, que por sus calles hubiera circulación de coches, porque no se trataba de convertir el centro de Berlín en un museo, sino en el corazón vivo de una ciudad moderna, y la modernidad significa, además de otras cosas, automóviles. Los edificios del conjunto no son muy altos, y en todo el complejo coexistirán lo sagrado y lo profano, lo privado y lo público, los negocios y las diversiones. Habrá un hotel de lujo, oficinas, edificios de viviendas, un casino, tiendas, un complejo de veinticuatro cinemas, y el IMAX, un gigantesco monumento al arte cinematográfico -adonde se trasladará, a partir del próximo año, la Berlinale, el Festival de Cine de Berlín-, una construcción concebida como una inmensa esfera sobre la que un sistema de reflectores va reproduciendo los movimientos de la luna. «La luna caída y estrellada sobre Berlín», dice Renzo Piano, señalando el local. «Ésa fue la intuición que me sedujo, al empezar a barajar ideas sobre cómo rendir un homenaje al cine en este lugar, donde, en los años veinte, alcanzó uno de sus momentos más altos».

El epicentro de Postdamer Platz es una plaza que llevará el nombre de Marlene Dietrich. Ahora, la inmensa mayoría de los berlineses aplaude que este lugar recuerde a la más ilustre de las artistas nacidas en esta ciudad, pero, al principio, hubo bufidos reticentes: la diva, recordemos, durante la Segunda Guerra mundial se nacionalizó norteamericana y cantó y bailó en el frente para los soldados aliados. Aplaudo esta iniciativa de Renzo Piano tanto como su decisión, políticamente correcta, de destinar, en uno de los rincones de la Plaza Marlene Dietrich, un local para el McDonald's.

¿Y el pasado, el riquísimo pasado histórico de este lugar, no estará representado en modo alguno en el Postdamer Platz del siglo veintiuno? Renzo Piano me señala la doble hilera de tilos de la Alte Postdamer Strasse. Están como abrigados en una poderosa cota de malla que sólo deja sus ramas al aire. Son los únicos sobrevivientes del pasado esplendor, y, también, de los desvaríos políticos y los desastres de la guerra. Para no dañarlos, para que puedan continuar floreciendo y alegrando a los vecinos de este barrio con sus esbeltas siluetas, se han tomado las más infinitas precauciones en estos cuatro años de trabajos. Y ahí están, intactos, reverdeciendo luego del invierno, en esta incierta primavera. Aunque parecen lozanos son, pues, unos tilos viejísimos. No es imposible que George Grosz garabateara sus feroces caricaturas -lo hacía con frecuencia en las terrazas de los cafés de este lugar- a su sombra, y que los tomara como modelos de esos arbolitos tétricos de sus grabados, donde se balancean sus suicidas.

Después del agotador pero espléndido paseo, vamos a tomar una cerveza al nuevo Café Einstein, en Unter den Linden. Un periodista norteamericano, que forma parte del grupo, eleva de pronto su copa y hace la gran revelación: «¡Renzo acaba de ganar el Premio mundial más importante que existe para la Arquitectura! Se anunciará el próximo lunes. El Premio se lo entregará el Presidente Clinton, en el Oval Office». Los amigos italianos que nos acompañan hacen un gran alboroto y uno de ellos suelta el chiste inevitable, señalando a Madame Piano: «¿Te lo entregará Clinton en persona? Atención, Renzo, no te descuides ni un segundo». Porque resulta que la esposa del arquitecto, Milli, es una italiana bellísima.

Mario Vargas Llosa, 1998. Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1998.

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