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Agua que no has de beber...

JOSÉ B. TERCEIROSólo una inequívoca señal del precio del agua indicará al consumidor la conveniencia de racionalizar el consumo de un bien vital

...cóbrala y déjala correr. La tergiversación de la copla resume el contenido de las líneas que si guen, inspiradas en un titular de este periódico (16 de abril) que rezaba así: Los ayuntamientos rehúsan repercutir en las facturas el coste real de los abastecimientos. Las ciudades con restricciones pagan el agua más barata que las que la tienen en abundancia. Tradicionalmente se ha considerado al agua en cantidades ilimitadas que se suministraba a un precio muy por debajo de su coste, lo que ha llevado a los consumidores, en connivencia con los Gobiernos, a fijar unos consumos que estos últimos tenían la obligación de satisfacer. Se ha venido configurando históricamente un sagrado derecho natural al agua, que hoy ya no es posible mantener por razones hidrológicas, medioambientales y financieras. En un seminario sobre el coste del agua, una inteligente e impetuosa parlamentaría, dirigiéndose a un grupo de economistas, les conminó: "No me vais a decir que el agua es una mercancía como el trigo", aludiendo a una serie de consideraciones so6re la condición vital e imprescindible del agua.

A la parlamentaria en cuestión, por otra parte buena conoce dora del problema del agua en nuestro país, le costaba trabajo entender cómo los economistas, desacralizando el agua y tratándola como un bien económico, intentaban racionalizar el tema, pensando además que la situación actual había llevado a que el agua hoy todavía se pareciera más al trigo, convirtiéndose en una mercancía objeto del tráfico de cabotaje desde Tarragona hasta Mallorca y desde Huelva hasta Cádiz. Por otra parte, el agua, en algunas zonas de España, ya es, desde hace tiempo, un producto industrial de las plantas de desalinización. de agua de mar.

El agua es un recurso natural inagotable porque es renovable, pero el que sea inagotable no quiere decir que su oferta pueda ser infinita. La oferta de agua viene dada, en Primera instancia, por lo que los hidrólogos denominan volumen de escorrentía específica, que en el caso de España es de 230 mm] año (un tercio de la precipitación total anual). El agua es, por tanto, un bien económico, concepto difícilmente conciliable con apelaciones a la solidaridad, como bien vital para las necesidades básicas de alimentación e higiene. Recordemos que, en nuestro país, el consumo de agua para el suministro de poblaciones, incluyendo la pequeña industria, limpieza de calles y riego de parques y jardines, no llega al 16% del volumen total de agua consumida.

El núcleo fundamental del problema de la escasez de agua está en el 85% restante, destinado, a actividades económicas, fundamentalmente la agricultura. Son estos destinos del 85% del agua de que disponemos, precisamente, y a diferencia de los consumos urbanos, los que producen más externalidades medioambientales. Es bien conocida la contaminación de los ríos provocada por los residuos industriales, pero menos divulgada la debida a la agricultura, que devuelve, al subsuelo o a los ríos, el agua utilizada con un alto contenido de sal y productos químicos y que, en un círculo vicioso, acaba perjudicando a otros consumidores urbanos y agrícolas.

Las actividades económicas consumidoras de agua deberían pagarla a un precio, como mínimo, igual al de su coste, que será un agregado del precio del agua y del servicio de su suministro a través de la necesaria infraestructura. Esto, nos lleva, en correcta lógica económica, a computar los costes de captación y bombeo, medioambientales, los gastos de conservación y mantenimiento amortización de las inversiones. Y, por supuesto, habrá que incorporar al coste, el beneficio de la actividad de suministro del agua cuando se realice por empresas privadas, como es el caso generalizado en Estados Unidos, el Reino Unido o Francia, país donde ya se suministra agua de esta forma a dos tercios de la población.

El Banco Mundial advierte que el coste de obtener agua con un próximo proyecto es dos o tres veces mayor que el de los actuales, mientras que el precio cobra do por el agua obtenida con éstos es un tercio de su coste real. Ante éstos hechos, parece evidente que habrá que hacer más hincapié en la demanda y menos en el aumento de la oferta. Los españoles no podemos exigir al ministro José Borrell más y mejores carreteras y, simultáneamente, más agua a precios de saldo. Y no porque el ministro no tenga capacidad, que la tiene y bien demostrada, sino porque no cuenta con suficientes recursos financieros.

Existe un consenso entre los expertos respecto a que las tarifas del agua deben fijarse de acuerdo con el coste marginal de su oferta, de tal forma que el beneficio que reporte la última unidad de agua consumida sea igual al coste de suministrarla. Esto Supone tratar el agua como un bien económico, es decir, escaso, y no como un servicio público: automático en régimen de suministro subvencionado.

Se trata de que, en lugar de que se enmascaren costes del agua escamoteándolos en los impuestos que gravan las propiedades inmobiliarias -práctica llevada a cabo por muchos ayuntamientos-, entendamos que sólo una inequívoca señal del precio del agua indicará al consumidor la conveniencia de racionalizar su consumo. En este sentido, numerosos estudios econométricos, de distintos países, demuestran que la elasticidad de la demanda responde al precio, de tal forma que éste se configura como un instrumento de eficacia indudable en el correcto uso del agua.

Pensemos, por referirnos a realidades concretas, que la demanda total de agua para regadío en Andalucía ronda los 4.000 hectómetros cúbicos al año (un 17% de la demanda nacional y cinco veces superior a la demanda urbana andaluza), lo que nos da una idea de la dimensión del problema. La fijación de un precio realista del agua para la agricultura, vendida desde zonas excedentarias, lejos de ser una actitud insolidaria, puede impedir la aberración que supone su uso en actividades económicas generadoras de un menor valor añadido y, por tanto, de menor empleo, lo que sí sería absolutamente insolidario con los españoles que no pueden encontrar trabajo.

Sólo cobrando su coste real se manifestará la elasticidad de la demanda de agua respecto a la variación de su precio (disminuye la demanda de agua al aumentar su precio), como ya sucede con la demanda de fertilizantes. En otras palabras, el preció ideal del agua deberá reflejar su coste de oportunidad, es decir, su valor en el mejor uso alternativo.

Ya que, como hemos visto, no podemos pedir al ministro Borrell más agua, desde el viejo afecto que le profeso y consciente de las dificultades que como socialista puede tener, le propongo las siguientes reflexiones:

1. El empleo de los mecanismos de mercado podría suavizar las tensiones y enconos crecientes entre las regiones excedentarias y con escasez de agua, que no se resolverán con meras apelaciones a la solidaridad. Se discuten fundamentalmente intereses económicos, y es en ese terreno donde habría que buscar la necesaria conciliación.

2. Se deberían completar los estudios del Plan Hidrológico Nacional, estimando las distintas demandas de agua sobre la base de precios cercanos al coste real de su suministro y depuración. Algunos usos, exigidos apelando a la solidaridad, son contaminantes además de antieconómicos.

3. Generalizar los programas de detección de fugas y el uso de contadores, especialmente en los usos agrícolas, En la situación actual no tiene sentido que los riegos agrícolas se hagan por superficie regada y no por agua consumida.

4. Una más activa actuación de la demanda, aparte de evitar o posponer cuantiosas inversiones de nuevas infraestructuras, reduciría los conflictos entre ayuntamientos, regiones y con nuestro vecino, Portugal, que algo tiene que decir en el tema.

José B. Terceiro es catedrático de la Universidad Complutense.

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